Caribe en tensión: Venezuela responde al despliegue estadounidense con defensa integral, diplomacia y movilización popular
En las últimas semanas el Mar Caribe volvió a convertirse en tablero geopolítico. Bajo el lenguaje de la “seguridad” y la “cooperación antidrogas”, Estados Unidos intensificó operaciones militares y de inteligencia que representan una amenaza directa a la soberanía venezolana y, por extensión, a la estabilidad latinoamericana. El gobierno de Nicolás Maduro respondió con una estrategia de defensa integral —militar, diplomática y social— mientras denuncia ante foros internacionales una ofensiva que trasciende sus fronteras y reordena el equilibrio regional. La disputa no es abstracta: atraviesa recursos estratégicos, rutas logísticas, infraestructura digital y la batalla por el sentido en los medios.
El pulso se aceleró a mediados de octubre. En el marco del Plan Independencia 200, Venezuela activó Zonas Operativas de Defensa Integral (ZODI) y Órganos de Dirección para la Defensa Integral (ODDI) en la Región Capital, en la franja costera oriental y en los llanos, con extensión al territorio del Esequibo, como respuesta a la presencia de buques y aeronaves estadounidenses a escasas millas de sus costas. En paralelo, el Ejecutivo denunció en el Consejo de Seguridad de la ONU la inminencia de un ataque y formalizó una carta al secretario general António Guterres y a la presidencia del Consejo con acusaciones de injerencia y violencia en el Caribe. La línea oficial fue nítida: Venezuela “no quiere una guerra en el Caribe ni en Sudamérica”, pero no cederá en la defensa de su soberanía.
El capítulo de inteligencia volvió al centro. Maduro señaló operaciones encubiertas de la CIA como parte de una “política intervencionista” con larga historia en la región y nuevas tácticas asociadas a guerra mediática, lawfare, sabotajes y ciberestrategias. La cancillería calificó los hechos como “gravísima violación del Derecho Internacional” y anunció gestiones en la ONU. La ofensiva informativa también fue objeto de disputa: desde Caracas desmintieron “fake news” que buscaban instalar fracturas en la cúpula del gobierno —incluida una versión del Miami Herald sobre un supuesto “gobierno de transición”— y señalaron una campaña psicológica para sembrar zozobra. En la escena interna, el dispositivo de seguridad territorial se reforzó con la adecuación de Cuadrantes de Paz, la expansión de milicias y la incorporación de pueblos originarios a la defensa de la nación.
La respuesta no se limitó a Caracas, varios actores regionales se alinearon contra el intervencionismo. El presidente de Colombia, Gustavo Petro, denunció públicamente un ataque letal en el mar Caribe y alertó sobre represalias económicas desde Washington; Lula da Silva reivindicó que “el pueblo venezolano es dueño de su destino” y el Partido de los Trabajadores condenó las maniobras del Pentágono; Claudia Sheinbaum reafirmó la autodeterminación y el humanismo latinoamericano de México. En el plano extrahemisférico, Rusia y China cuestionaron en la ONU la escalada militar estadounidense y el Movimiento de Países No Alineados expresó apoyo a la paz y la soberanía de Venezuela. En las calles, se multiplicaron actos de solidaridad en La Habana, Buenos Aires y diferentes ciudades del continente, promoviendo brigadas internacionalistas.
El trasfondo económico explica parte del choque: Venezuela volvió a superar el millón de barriles diarios en 2025 tras un ciclo de recuperación productiva, con exportaciones crecientes hacia Asia —en especial China e India— y un renglón petrolero que volvió a dinamizar los ingresos. Al mismo tiempo, licencias del Departamento del Tesoro facilitaron operaciones de Chevron y abrieron la puerta a Shell para reactivar el yacimiento de gas Dragón, procesado a través de Trinidad. La narrativa en Caracas subraya que este repunte ocurrió pese a un régimen de sanciones que buscó estrangular a PDVSA durante años, y contrasta esos castigos con los pasos de normalización que benefician a corporaciones energéticas estadounidenses. La lectura es inequívoca: el petróleo y los minerales críticos —oro y coltán— siguen en el centro de la presión externa.
El gobierno bolivariano apostó a combinar diplomacia, defensa territorial y músculo social. En el Consejo Nacional por la Paz y la Soberanía, el mensaje fue doble: evitar la guerra y “llevar la verdad del pueblo venezolano a la opinión pública internacional”. En el terreno, se consolidan milicias populares e indígenas —incluida la Milicia Pesquera— y se intensifican ejercicios cívico-militares como la Operación Independencia 200, así como el lanzamiento de brigadas internacionalistas solidarias de alistamiento. En la arena mediática, la estrategia consiste en desmentir operaciones psicológicas y reencuadrar el conflicto como parte de una “guerra multidimensional” contra el país y la región.
La conclusión que sobrevuela Caracas y varias capitales latinoamericanas es que la coyuntura trasciende a Venezuela como “objetivo aislado”. Lo que está en juego es la autodeterminación de un país con vastos recursos y un proyecto político apoyado en poder popular, en una región donde conviven rutas críticas del comercio, infraestructuras digitales sensibles y memorias vivas de intervenciones. Con ese diagnóstico, el llamado es a sostener canales diplomáticos y evitar que el Caribe quede atrapado en la lógica del intervencionismo estadounidense. Porque cuando la seguridad se usa como coartada para intervenir, la primera víctima es el socialismo del siglo XXI; y la segunda, la paz latinoamericana.
