La diplomacia congelada entre Trump, Putin y la guerra que nadie logra detener

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La diplomacia congelada entre Trump, Putin y la guerra que nadie logra detener

A finales de octubre de 2025, el tablero internacional volvió a tensarse tras la suspensión de la esperada reunión entre Donald Trump y Vladímir Putin en Hungría. El encuentro, que no tenía fecha confirmada, fue descartado oficialmente por la Casa Blanca luego de una conversación entre los cancilleres Marco Rubio y Serguéi Lavrov. “No quiero una reunión desperdiciada. No quiero perder el tiempo”, declaró Trump, dejando claro que su política exterior hacia Rusia se mueve entre la presión económica y el cálculo personalista.

Las palabras del mandatario norteamericano fueron un eco de frustración. “Siempre he tenido una gran relación con Vladimir Putin, pero esto ha sido muy decepcionante”, dijo más tarde, reconociendo que esperaba una resolución rápida del conflicto, “antes incluso que la paz en Oriente Medio”. Las declaraciones de Trump sintetizan el tono de una guerra que ha entrado en su cuarto año, una guerra sin victorias definitivas, pero con un creciente costo político, militar y económico para todas las partes.

Desde el verano, Washington había endurecido su postura. En julio, Trump dio a Moscú un plazo de 50 días para acordar un alto el fuego, reduciéndolo semanas después a solo 10 días. La amenaza de imponer sanciones a países que compraran petróleo ruso —en especial China e India— tensó la diplomacia global. La respuesta del ex presidente ruso Dmitri Medvedev no tardó, advirtió que cada nuevo ultimátum de Trump era “una amenaza y un paso hacia la guerra”, recordando al mundo la existencia del sistema nuclear de represalia automática ruso, el temido Dead Hand. Trump replicó reposicionando submarinos nucleares cerca del Ártico, en lo que fue su primera acción militar pública contra Moscú desde su regreso al poder.

La llamada “Cumbre de Alaska”, celebrada el 15 de agosto entre ambos mandatarios, fue el intento más visible de distensión. Pero, tras tres horas de conversación, no hubo avances concretos. Desde entonces, los ataques se intensificaron. Septiembre y octubre fueron meses de fuego cruzado, drones ucranianos alcanzaron refinerías rusas y Moscú respondió con bombardeos masivos sobre Kiev, Járkov y Sumy. En el terreno, Rusia consolidó el control de casi el 20% del territorio ucraniano, según el Instituto para el Estudio de la Guerra (ISW), mientras Ucrania amplió sus ofensivas con tecnología occidental.

La dimensión económica de la guerra se ha vuelto tan decisiva como los misiles. El parlamento ucraniano aprobó un aumento del gasto en defensa de 7,7 mil millones de dólares, elevando el presupuesto militar a más de 70 mil millones anuales, financiados en gran parte por préstamos del G7 respaldados con activos rusos congelados. Desde 2022, Kiev ha recibido más de 150 mil millones de dólares en ayuda extranjera, y el 63% de su presupuesto nacional se destina ya al ejército. Sin ese flujo financiero, la resistencia sería insostenible.

Sin embargo, los signos de fatiga occidental son visibles. El Instituto Kiel registró una caída marcada en la ayuda militar durante el tercer trimestre del año. Y aunque la Unión Europea acordó cubrir las “necesidades urgentes” de Ucrania por dos años más, no logró consenso sobre el uso de los activos rusos retenidos en el sistema financiero belga Euroclear, detrás del cual operan poderosos intereses privados como JPMorgan. La indecisión europea revela las grietas de una coalición que, pese a su retórica de unidad, enfrenta el desgaste de una guerra prolongada y económicamente corrosiva.

El coronel retirado Gabriel Camilli aporta una lectura estratégica del conflicto durante una entrevista en NODAL, “Entrar en una guerra es fácil; salir de ella, enormemente complejo”. Según su análisis, Rusia mantiene desde noviembre de 2024 una posición de fuerza, respaldada por avances tecnológicos en misiles de largo alcance y una ofensiva sostenida en el Donbás. Pero más allá de la táctica militar, Camilli subraya que detrás del conflicto operan poderosos intereses financieros globales, que se benefician del negocio de la energía, el armamento y la industria farmacéutica. “Hay partidarios de la guerra que viven de la guerra”, resume, explicando por qué las negociaciones de paz se dilatan una y otra vez.

Camilli también redefine el concepto de paz como “tranquilidad en el orden”, una noción que, según él, hoy no existe ni en Ucrania ni en otros conflictos como el de Malvinas. Bajo esa mirada, el problema no es solo el enfrentamiento militar, sino la falta de un orden internacional estable. Y es aquí donde su diagnóstico se cruza con el de muchos analistas globales, el conflicto ucraniano marca el tránsito de un mundo unipolar, dominado por la hegemonía occidental, a un escenario multipolar donde Rusia, China e India buscan consolidar zonas de influencia. En ese contexto, Camilli advierte que Hispanoamérica debe integrarse regionalmente para construir su propio polo de poder y no quedar subordinada a los intereses de las potencias en disputa.

Mientras tanto, Rusia avanza en el terreno y en el desarrollo armamentístico. El 26 de octubre, Putin anunció la culminación de las pruebas del misil de crucero nuclear Burevestnik, con “alcance ilimitado”, una demostración de fuerza que refuerza su narrativa de resistencia frente a la OTAN. La Alianza Atlántica, por su parte, mantiene su discurso de firmeza: “Rusia constituye la amenaza más significativa y directa para la seguridad de la Alianza”, declaró la Asamblea Parlamentaria de la OTAN el 11 de octubre.

Trump, en su papel de mediador y adversario a la vez, parece atrapado entre su instinto negociador y la presión de un conflicto que amenaza con redefinir el orden mundial. “Deberías poner fin a la guerra”, dijo el 27 de octubre, advirtiendo que Estados Unidos mantiene “el mejor submarino nuclear del mundo, justo frente a sus costas”. Su retórica combina coerción con bravura, buscando proyectar liderazgo en medio de una crisis que se le escapa de las manos.

La guerra entre Rusia y Ucrania, que comenzó como un conflicto regional, se ha convertido en un campo de prueba para el equilibrio de poder global. La diplomacia se encuentra congelada, los canales de diálogo están saturados de desconfianza, las sanciones pierden efectividad y la economía de guerra se consolida como norma. Como advierte Camilli, la verdadera batalla puede no estar en el frente, sino en la definición del nuevo orden internacional. Y en ese terreno, el tiempo —más que las armas— podría terminar siendo el verdadero vencedor.

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