Pensamiento crítico. Nuevos tiempos, nuevas canciones
Por Rocco Carbone (especial para Resumen Latinoamericano)
Toda nueva lucha por la emancipación -que sigue los signos vivos del momento- abre una nueva temporalidad -el soplo del día en curso- y necesita nuevas canciones, a condición de que se tengan presentes las luchas históricas del campo al que pertenece la clase trabajadora. Este texto es una invitación a pensar en el campo de la reacción y sobre todo en nosotrxs, el campo de la emancipación, empalmado con la condición de lo nacional y popular. Una de las tareas del campo propio: organizar la emancipación radical. La revolución.
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La revolución enseña el arte de la comprensión.
Trotsky
Opiniones en la historia
Quienes niegan la operatividad del poder fascista en experimentos de gobierno como el del presidente Milei, con su negativa, suelen dar una opinión. No apoyan su parecer sobre ninguna experiencia tradicional. Y son las experiencias tradicionales las que siguen las sinuosidades y las complejidades de la historia. Esos pareceres carecen entonces de base histórica y se limitan a un juicio, que por supuesto escuchamos respetuosamente, pero que pierde todo valor cuando pretenden transformarse en norma de vida o en conciencia de un deber. Si no se cultiva la vida de las ideas con la realidad histórica, quedan las opiniones, que hoy en día han sido degradadas aún más, al rango de “sensaciones”, palabra inhibidora de toda posible discusión ideativa.
La historia no tiene ejemplos en los que uno es igual a uno. “Para que Milei sea igual a Mussolini debería ser pelado”: esta leve ironía expresa la idea del uno igual a uno. Esta “igualdad” vale eventualmente para las matemáticas, pero no para los procesos históricos, puesto que la repetición se da con un matiz, con un corrimiento. Por ejemplo, el pueblo que en el siglo pasado fue víctima del holocausto, en el presente, organizado en Estado gobernado por una ultrareacción, perpetra un genocidio. Esta es una repetición de la historia; de gran amargura por cierto. Lo que acontece en Argentina -la apropiación existencial de la clase trabajadora nacional perpetrada por el fascismo sigiloso, herramienta del capitalismo delirante o zombi- o el genocidio en Gaza son dos episodios de una lucha gigantesca por el reparto del mundo entre fuerzas monopólicas corporativas globales absolutistas totalitarias que necesitan de nuestro país o del norte de África como dos fichas para intervenir en su juego formidable de apropiación de bienes naturales comunes y de la existencia misma de -ya no de la riqueza producida por- las fuerzas de trabajo nacionales.
“El capitalismo es reaccionario cuando ya no logra dominar las fuerzas productivas de un país”. Esta enseñanza está en Gramsci, Sul fascismo (p. 74). El capitalismo es un poder de reacción permanente -y reacción significa explotación- pero en ciertos momentos de su historia excede los límites de la reacción que lo contiene y pasa a otra fase. En la Argentina el capitalismo devino fascismo. Superó su límite “natural” de reacción cuando en el corazón de la pandemia se encontró ante la detención de la producción. Frente a esta condición intolerable y crítica acuñó la divisa de la “libertad” -la palabra que encubre la real existencia del fascismo- para que el capitalismo pudiera seguir expropiando la riqueza –y hoy, hasta la existencia misma– de la clase trabajadora. Complementariamente, este poder de la reacción ha degradado el Estado -una serie conspicua de institutos gubernamentales- a la condición de oficina gobernada por uno de sus agentes comerciales directos, cuya tarea es servir a la clase de la gran propiedad, sobre todo, global y -en parte- local. La degradación del Estado ha elevado su cuota de reaccionarismo y éste entonces intervine más directamente y de modo más violento en la lucha de clases para reprimir las tentativas de la clase trabajadora en la dirección de la emancipación.
¿Qué es el fascismo entonces? El recrudecimiento de la lucha capitalista contra las necesidades más vitales de la clase trabajadora. El presidente Milei es el hombre político más representativo de esta acción desarrollada por el capitalismo delirante, zombi, en crisis, en la Argentina. La tarea principal de un régimen político, según el aforismo inglés, consiste en poner the right man in the right place. No comprende qué es el fascismo quien visita los ciclos históricos por fracciones de siete días y entiende la política como una acción que se limita a un editorial de fin de semana.
Libertad de clase
Desde las tinieblas de la pandemia prometió la “libertad” y creó una dependencia servil del/la trabajador/a respecto a la máquina, del/la comprador/a y el/la vendedor/a respecto al mercado, de todxs en general respecto a aquello impersonal, incontrolado, sistemático y despiadado cuyo nombre es capitalismo. Este poder es criminalidad, barbarie y avidez sanguinaria. La reacción, como psicología difusa, es producto de esas modalidades llevadas al ámbito de la política. La “libertad” con la que llegó de contrabando, desgajada de todo tejido histórico, organiza la fraseología psicotizante de un paranoico de la política dotado de un mosaico de ideas y de sentimientos. Sin embargo, debemos reconocer que un pensamiento confuso, incluso incomprensible, incluso errado, incluso inorgánico, puede imponerse a través de la audacia. Milei lo hizo. Esa audacia encubre un nivel teórico y político tan lamentable que (casi) no permite la discusión. La clase media -depositando su confianza en la clase de la gran propiedad que en la pandemia (momento de crisis para el capital) le inspiró confianza por narrativa y acción ante las justas políticas de cuidado organizadas por el gobierno del Frente de Todos- votó el experimento teratológico suponiendo que “libertad” quería significar prosperidad y seguridad en la vida material. Pero no, desde hace casi dos años está viendo cómo se arruina su castillo de ensueño. La “libertad” que repite cual mantra el experimento teratológico refiere a la de la gran propiedad. En un futuro próximo recordaremos que esta gente pasó por la realidad política del país como sombras flotantes, sin dejar el menor rastro dentro del campo de las energías positivas que constituyen una nación.
Capitalismo tecnofinanciero
El Estado nacional actualmente está dominado por el capitalismo tecnofinanciero. Y el gobierno está en mano del capitalismo que responde a los monopolios corporativos globales absolutistas totalitarios. Ante los intereses de la clase privilegiada (aristocracia tecnofinanciera) el gobierno sacrifica todos los demás intereses de la nación. Y por eso los apetitos perversos y las pasiones facciosas no conocen límites en la Argentina de hoy. La coima -significante de circulación mediática en estos días- se inscribe en esta lógica, pues indica un desborde de poder. En un exceso, un sin límite. En la coima se cifra la propia insaciabilidad del capitalismo. Y el fascismo es eso: históricamente una herramienta del capitalismo financiero, hoy del tecnofinanciero. No es una novedad. En 1934, Mario Missiroli, cuando aún era fascista, en “L’economia corporativa”, una parte del libro Studi sul fascismo, escribía: “El capital productivo ha sido sustituido, en la jerarquía de los valores económicos, por el capital financiero. La especulación amenaza con matar a la empresa […], prospera en el comercio de valores, se aprovecha de las tarifas arancelarias, se enriquece con la inflación que, en cambio, empobrece a la comunidad. Es una monarquía absoluta, omnipotente e invisible, que desafía al Estado, a las autoridades fiscales, a los consumidores y a los trabajadores al mismo tiempo” (Zanichelli: Bologna, 1934, pp. 277-278). El capitalismo tecnofinanciero pretende un Estado en el que no haya competencia, por eso su herramienta política de conducción -el fascismo sigiloso- repite “kirchnerismo nunca más”.
Esta falta de competencia concierne también a la condición analógica del capitalismo local. El poder de gobierno se preocupa de nada más que del desarrollo, morboso a menudo, del capital tecnofinanciero. Una burguesía local con nitidez de pensamiento, ligada al capitalismo productivo -agrícola, comercial e industrial: “analógico”-, debería haber temido este experimento teratológico desde la emergencia parlamentaria y luego en el periodo de campaña. Puesto que no lo comprendió, por falta de nitidez política, podría disponerse ahora a ese entendimiento, porque también está siendo perjudicada por la inclinación tecnofinanciera de este experimento. Retenciones, no, pero sí, desde Nueva York.
Una expresión del capitalismo tecnofinanciero son las aristocracias tecnofinancieras locales y globales. Galperin es uno de sus integrantes. Recientemente, Marcelo Midlin, dueño de la empresa más grande del sector energético argentino, lo criticó por haberse mudado a Uruguay para pagar menos impuestos. Compañeritos globales de Galperin son –todos hombres– Mark Zuckerberg (Facebook), Jeff Bezos (Amazon), Bernard Arnault (Moët Hennessy Louis Vuitton), Larry Ellison (Oracle), Elon Musk (Tesla, etc.), Sam Altman (OpenAi), Stephen Schwarzman (Blackstone), Rene Haas (Arm Holdings), Coimbatore Sundararajan Venkatakrishnan (Barclays), Satya Nadella (Microsoft), Marc Benioff (Salesforce), Tim Cook (Apple), Jensen Huang (Nvidia), Rupert Murdoch (Fox Corporation), etc. Las expresiones del capitalismo tecnofinanciero centralizan en pocas manos las acciones de las empresas más dispares, las coordinan, las controlan y, a través del crédito, convierten a países enteros en esclavos/subalternos. El caso local es elocuente.
Estatalidad
La estatalidad ha sido copada por la arbitrariedad de “hombres” -pues todos ellxs se identifican con esa condición genérica- groseros y crueles que se creen competentes en todos los rincones de la vida humana, natural y animal por virtud de la represión -animada por una fuerza colonial de cuatro apellidos- y de una teoría económica que no hace otra cosa que enriquecer a los ricos, proletarizar siempre más a la clase trabajadora y a achatar también a la burguesía local productiva (agrícola, comercial e industrial). Esta situación del Estado mínimo muy presente positivamente para la clase de la gran propiedad y muy presente negativamente para la clase trabajadora no es una novedad. Filippo Tommasi Marinetti, fundador el Futurismo italiano y, de paso, fascista conspicuo, en 1918 escribió un programa político, uno de cuyos puntos notables decía: “Diminuire gli impiegati di due terzi” (Gramsci, Sul fascismo, p. 18). Traduzco: “Disminuir los empleados estatales en dos tercios”. ¡Es evidente que es necesario buscar categorías nuevas para entender la “novedad” que gobierna! El poder de gobierno no logra dar forma concreta a la realidad objetiva de la vida económica y social de Argentina, pues solo se ocupa de sí y de la clase de la gran propiedad. El presidente Milei es un martillo neumático de los nuevos ricos (mil millonarios, una clase social) y su gobierno es sostenido por y sostiene a esa clase de la gran propiedad. Mueve la riqueza nacional en las manos de ricos que trafican con la miseria y la muerte de sus conciudadanxs. Y son tan criminales que ya configuraron una multitud de personas paupérrimas que carecen de la seguridad fisiológica elemental. El poder de gobierno se preocupa de nada más que del desarrollo, morboso a menudo, del capital tecnofinanciero y enfatiza sin pudor su servidumbre hacia la finanza internacional: el FMI.
El poder de gobierno ha incorporado una parte del parlamento, una parte de la magistratura, una parte de la administración pública, una parte de la mediaticidad (la monopólica), y una parte de la sociedad en la actividad general de la guerra que puede sintetizarse como nosotros vs. ellos. Estos son conceptos comunes, por cierto, pero que implican el presupuesto de todo belicismo. Esta racionalidad, propia del poder fascista, hace imposible cualquier previsión del futuro próximo para la clase trabajadora, puesto que lo que propone el poder de gobierno para la clase del trabajo es destrucción y apropiación de riquezas y de vidas humanas, desorden cruel y caos barbárico. Sobre los hombros de la clase trabajadora recaen pesadamente las consecuencias económicas del desorden. La guerra, que significa precisamente choque de dos poderes que se disputan por las armas el gobierno del Estado, en la Argentina contemporánea se expresa como el choque gubernamental contra las fuerzas “laboristas” democráticas del campo nacional y popular que resisten y siguen afirmando su derecho a la existencia.
En cuanto a la clase trabajadora: tiene sus clivajes y está integrada por trabajadores formales, informales, cartonerxs, de plataforma, intermitentes, etc. Es la única clase nacional. La multitud de trabajadores organiza el aparato de producción y de intercambio construido por el trabajo argentino. Esa clase constituye asimismo la riqueza social del país, por ende, su riqueza moral.
Hasta la emancipación
Toda nueva lucha por la emancipación -que sigue los signos vivos del momento- abre una nueva temporalidad -el soplo del día en curso- y necesita nuevas canciones, a condición de que se tengan presentes las luchas históricas del campo al que pertenece la clase trabajadora.
La emancipación tiene como sostén la lucha de clases. Para intervenir en ella es preciso organizar a la clase trabajadora, de modo enérgico y disciplinado, y que a través de cada conflicto con la clase de la propiedad se afirme de manera cada vez más potente y audaz. La finalidad última de la lucha de clases -expresión de un antagonismo moral y en tanto tal, universal- no es mejorar los salarios o las condiciones laborales de la clase trabajadora sino la emancipación radical: la revolución. Esta práctica política que es un “exceso” de la historia implica esencialmente un desplazamiento de clase. Quiere decir ubicar en el ejercicio del poder y de la estatalidad a la clase que trabaja y desplazar a la clase propietaria -de la gran propiedad- que hace trabajar a aquella. Se trata de un principio elemental de la existencia: todo ser humano emancipado quiere que su actividad (económica, política, moral) sea autónoma y no esté subordinada ni a la voluntad ni a los intereses ajenos. Y la revolución implica una utopía: siempre se lucha para alcanzar algo que aún no se tiene ni existe ni que plenamente se comprende.
La lucha de clases tiene otro propósito: organizar mayoría. Que no quiere decir juntar un número (cincuenta más uno), sino organizar posibilidad, fuerza, facultad, potencia, imaginación. La mayoría no se cuenta aritméticamente. Se construye: se organiza. Esa es otra tarea del campo propio: construir mayoría, construir poder, construir fuerza. Y para eso es preciso educar: ubicar a la clase trabajadora, sus modos vitalistas y existenciales, en la conciencia de la multitud. El espíritu de clase se educa a través de un proceso de pedagogía política, que no puede correr por cuenta de los medios de comunicación. Es tarea de Partidos, de Movimientos, de Sindicatos con características obrerista-laboristas. La confluencia de esos organismos -obrerista-laboristas- puede organizar la herramienta de la emancipación para revocar el experimento teratológico de gobierno. Una fuerza política de clase, aglutinadora sin embargo de las experiencias de las disidencias, los feminismos y las resistencias indígenas, capaz de organizar un plan de acción política de lo común adherido al proceso histórico y con la facultad de interpretar la contingencia que atraviesa la Argentina en esta época histórica de capitalismo delirante o zombi.
Esa herramienta tendrá que buscar su nombre en tanto símbolo de un estado de conciencia activo y -adquiera la forma de partido, movimiento o frente (eso lo dispondrán las fuerzas sociales en lucha)-, su función será dar una dirección general a la nueva mayoría, al campo nacional y popular, religar su fraccionalismo histórico -la unidad de la diversidad múltiple-, concentrar la acción de la fuerza civilizatoria, por ende, moral, de la clase trabajadora y organizar un discurso que pueda ser recogido por la masa. A través de la explotación de la especialización el capitalismo divide a la clase trabajadora en múltiples comunidades separadas y dispersas. También lleva a cabo ese proceso de individuación a través de las experiencias dolorosas de la explotación intensiva y de la represión. En cuanto a la represión terrorista de los miércoles: se organiza y expande para no pagar un trabajo ya hecho -y que fue mal pago- por lxs trabajadores que lo reclaman. Ese capital, al no distribuirse, queda en manos de la clase de la gran propiedad. Vetos y represión demuestran la imposibilidad de los libertarianos de gobernar políticamente la sociedad argentina organizada alrededor del trabajo. Su propósito es aumentar el desánimo moral de la clase. No lo están logrando. Milei es un hombre sin futuro político, sin previsiones de futuro de largo plazo, su poder parasita el Estado para arrojarlo sobre las cabezas de adversarixs reconvertidxs schmittianamente en enemigxs, para tratar de hacerlxs temblar como él tembló, para tratar de aterrorizarlxs como él fue aterrorizado por el poder capital.
A través de lo que banalmente llamamos “redes sociales”, que son aparatos del capitalismo tecnofinanciero, el poder capital comprime a esas pequeñas comunidades hasta reducirlas al individuo desnudo, carente de lazo social, y narcisistamente centrado sobre sí mismo. Con la imposición de la situación individualista el capitalismo quiere convencer a la clase trabajadora a renunciar a la lucha de clases, que es la lucha política. La situación de separación, dispersión e individuación de la clase se resolvía históricamente a través del mitin: el medio más importante para adquirir cohesión y conciencia de clase: para politizarse. “En las manifestaciones de masa, en los mítines, la clase se encuentra toda: el metalúrgico junto al albañil, el zapatero junto al carpintero, el gomero junto al panadero, y siente su unidad en la vibración común por un mismo ideal, en la aceptación común de un mismo programa, de un mismo método de lucha” (Gramsci, Sul fascismo, pp. 55-56). Otra tarea de la emancipación consiste en religar a los individuos desnudos con la clase trabajadora. A esos individuos sin ligazón social con el propósito de constituir una fuerza y educarla en el espíritu de clase. Reconstituir los lazos de clase -para reconstituir la fuerza, pues la clase es la fuerza-, para que la clase que organiza su existencia alrededor del trabajo adquiera una conciencia –sin desconsiderar el espeso empalme con el inconsciente individual y colectivo– de su voluntad colectiva. Esto es: de su poder.
Emancipación radical significa agregar todas las energías positivas -de clase- del país para que la clase de la gran propiedad no salga limpia de todas sus bajezas como un cristal de roca, para detener la fragmentación absoluta del lazo social organizada y expandida por el poder de gobierno. Significa también restablecer el orden e impedir que la sociedad se hunda en la barbarie bestial que produce pobreza, provocada por la acumulación desorbitada de riqueza organizada por los libertarianos en favor propio y de la clase a la que sirven. Esas energías positivas tendrán que obligar a la clase de la gran propiedad a trabajar, si quiere reproducir su existencia. Obligarla a que no siga explotando a la clase trabajadora.
La clase trabajadora puede hacer sobrevenir la emancipación tomando en sus manos el poder del Estado. Con esa herramienta puede obrar la renovación. No colaborando con la burguesía local y con las aristocracias tecnofinancieras locales y globales. Sin transigir, puede determinar la escisión explícita de la clase: que lxs trabajadores -formales, informales, intermitentes, cartoneros, de plataforma, pequeños propietarios, etc.- se escindan de los ricos, de los explotadores, con el propósito de transformarse en una fuerza autónoma y creadora del Estado igualitario. Lxs trabajadores tienen escasos medios de resistencia contra la potencia del capital, pero incluso con esos medios escasos pueden afectar bastante profundamente los beneficios y obligar al capital a llegar a un acuerdo y a ponerle un límite. Uno de esos medios para llegar a un acuerdo es la huelga, que afecta la producción.
Para poner un límite certero al capital la emancipación deberá intervenir sobre la democracia que tenemos. La época actual es de intolerables calamidades entre otras cosas porque un poder de gobierno, que representa a una clase minúscula, habitada por unos pocos individuos muy conectados entre sí, establece los planes de producción y distribución -los planes económicos- para su propio beneficio y para el enriquecimiento individual. Unos pocos individuos concentran en sus manos el destino de la gran clase trabajadora, y utilizan todos los medios para mantenerla dominada porque es la fuente de riqueza de la clase que tiene en sus manos la gran propiedad. La clase trabajadora en su intimidad profunda sabe que ese aparato económico (de producción y distribución) no debe ser destruido sino perfeccionado. Perfeccionar quiere decir: expropiarlo, socializarlo y desarrollarlo: convertirlo en la herramienta de su emancipación. Esto implica incidir en la democracia liberal. Ésta constituye un gran avance si la comparamos con el orden colonial o monárquico o dictatorial o con otras experiencias encuadrables en el ámbito del brutalismo de las cavernas; pero en la clave de la afirmación plena de la clase trabajadora, en el juego de las fuerzas en las relaciones mutuas de la sociedad, no cambia nada. Para intervenir en el campo más profundo del inconsciente clasista y que se afirme la clase del trabajo en el ejercicio del poder está la idea de una estatalidad igualitaria, límite a la insaciabilidad capital. El progreso civil que imagina la emancipación nada tiene que ver con el progreso económico ligado al consumo -que consume por igual al ser humano, al ser animal y al ser natural- que propone el capitalismo. La estatalidad capital no puede prosperar más, pues nunca, como en este momento, el Estado ha sido reconvertido a una cosa ridícula, una cosa bufa -véase Trump en la ONU-, pero por desgracia, en la vida de los Estados, ser bufos y ridículos significa impunidad para los violentos y ninguna seguridad para lxs trabajadores. Significa atropello, injusticia, prepotencia, significa reacción contra lxs trabajadores. Hasta aquí.