Sudán en conflicto: quiénes financian la guerra civil y cómo impacta en la crisis humanitaria
La escena trágica de Sudán hoy tiene sede. El ojo del conflicto está en El-Fasher, al norte de Darfur (oeste de Sudán). La ciudad permanece sitiada: el Ejército sudanés se enfrenta a las Fuerzas de Apoyo Rápido —FAR, por sus siglas en español; Rapid Support Forces o RSF, en inglés. Entre la línea de fuego y los bloqueos, cientos de miles de civiles dependen de corredores humanitarios que no llegan. Éste es el punto de partida: una guerra civil que, desde abril de dos mil veintitrés, se volvió una emergencia regional y coloca a África nororiental ante una decisión política inmediata.
El eje del conflicto es una guerra civil entre las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) —conducción de Abdel Fattah al-Burhan— y las FAR —comandadas por Mohamed Hamdan “Hemedti” Dagalo—. No se trata sólo de quién manda en Jartum, la capital, sino de quién controla el oro, las rutas hacia el Mar Rojo y las alianzas externas. Hay un juego de intereses importante en la geopolítica, donde vuelven a entrar en escena actores del G2 que se enfrentan por el control de los recursos naturales sudaneses y por cómo interviene en el mercado. Por un lado, las RAF están alineadas a Rusia y a China, con gran apoyo logístico territorial de Sudán del Sur; por el otro, el Ejército sudanés tiene el apoyo occidental, principalmente de Estados Unidos y Europa, que ponen a jugar también a la religión: profundizando la división entre musulmanes y cristianos. Sin estos grandes poderes, el conflicto no hubiese encontrado continuidad en el tiempo.
El cuadro humanitario ordena las prioridades. Según Organismos de Naciones Unidas, esta crisis se ubica entre las más graves del planeta: el número de muertes ronda las doscientos sesenta mil personas; el desplazamiento forzado supera los once millones y medio de personas; y ocho millones viven en hambruna. Traducido a lo cotidiano: en localidades de Darfur algunas familias sobreviven con tres litros de agua por día, menos de media botella de bebida grande por persona. Cuando el Programa Mundial de Alimentos (PMA) advierte que necesita seiscientos cincuenta millones de dólares (USD 650.000.000) para sostener seis meses de operaciones, no habla de proyecciones: habla de raciones que se recortan mañana.
El asedio de El-Fasher concentra el patrón del enfrentamiento. Hubo ataques a miles de escuelas, hospitales, campamentos de desplazados y fuentes de agua. Se documentaron obstrucciones deliberadas al ingreso de ayuda. Ese método —impedir comida y medicinas— convierte el hambre en arma, asegurando que la consecuencia sanitaria es previsible: brotes de cólera, riesgo alto de malaria y aumento de la desnutrición aguda infantil. En este contexto, cualquier negociación que no incluya garantías logísticas verificables para corredores humanitarios termina en papel.
Y para sumar, existe un patrón grave de abusos: tanto las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) como las Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR) son acusadas de ataques indiscriminados contra civiles, con bombardeos y artillería en Jartum y en Darfur —incluido el asedio de El-Fasher—; ejecuciones extrajudiciales y torturas, con reportes de fosas comunes; violencia sexual generalizada como herramienta de control; desplazamientos forzados y patrones de limpieza étnica en Darfur; uso del hambre como arma mediante bloqueo de ayuda y servicios; y saqueos y destrucción de infraestructura civil (hospitales, escuelas, mercados). Estas prácticas configuran violaciones de derechos humanos y posibles crímenes de guerra y de lesa humanidad.
La justicia importa, pero llega tarde si no se detiene el daño en curso. La condena de la Corte Penal Internacional al líder janjaweed Ali Kushayb —por crímenes en Darfur durante los años dos mil— fijó un precedente. Hoy, la disuasión real depende menos de promesas de tribunales futuros que de cortar armas, dinero y permisos para atacar a civiles.
El segundo factor es financiero. El oro sudanés —casi todo artesanal, sin trazabilidad— se volvió combustible del conflicto. La producción de dos mil veintitrés rondó las ochenta toneladas, con un valor superior a seis mil millones de dólares (USD 6.000.000.000). Más de la mitad se contrabandea. Esa cadena —de minas dispersas en Darfur y Kordofán a salidas por Libia, Chad o el Mar Rojo— sostiene compras de armas y redes patronales que se mueven entre empresas de cobertura y estructuras militares. Sin cortar ese circuito, cualquier alto el fuego es frágil.
El tercer componente es geopolítico. Egipto respalda al ejército por seguridad en el Nilo; Arabia Saudita tiene interés por estabilizar el Mar Rojo; Turquía e Irán compiten con drones y logística; Emiratos Árabes Unidos niega apoyar a las FAR, mientras informes señalan rutas de suministro vía Chad; y actores libios aliados al mariscal Khalifa Haftar operan en la frontera. El enfrentamiento funciona así como tablero de proyección: cada movimiento local tiene eco en África y en la hegemonía del poder mundial. Por eso, en las mesas de negociación en Yeda (Arabia Saudita) o Addis Abeba (Etiopía) se tensionan dos polos de poder mundial por el control de los recursos naturales africanos.
El desenlace de Sudán no está escrito. Quedan claras las posturas de cada fuerza: entran en conflicto entre sí porque existen actores detrás que financian esta guerra civil y operan como una revolución de color en los enfrentamientos. Estos alineamientos se leen como una guerra fría del territorio africano, donde el G2 disputa el control estratégico de los recursos para seguir acumulando poder.
Hoy más que nunca la humanidad debe despertar. Así como la resistencia del pueblo palestino puso a Gaza en el centro del debate global, nos toca a los pueblos del mundo la tarea de hacer visible a Sudán y la crisis humanitaria que atravieza. En un proceso de construcción de población de descarte, es de suma importancia ponernos del lado de la humanidad y desenmascarar a los imperialismos que, con el objetivo de seguir acumulando poder en riquezas, fuerzan a los pueblos a enfrentarse.
