Tecnologías Biológicas en Latinoamérica, ¿sustitución de insumos y dependencia o alternativa soberana? Por Carolina Sturniolo, Fernando Rizza y Bruno Ceschin

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Tecnologías Biológicas en Latinoamérica, ¿sustitución de insumos y dependencia o alternativa soberana?

Por Carolina Sturniolo, Fernando Rizza y Bruno Ceschin

América Latina y el Caribe se consolidan como región productora neta de alimentos, una oportunidad que tensiona a la agricultura tradicional, campesina y comunitaria frente al agronegocio. La irrupción y el crecimiento exponencial de las tecnologías biológicas —desde biopesticidas hasta biofertilizantes— plantean un interrogante central, ¿serán los bioinsumos una herramienta de soberanía productiva y ambiental para los pueblos de la región, o representarán un simple reemplazo de la dependencia histórica de los insumos químicos por una nueva dependencia de insumos biológicos controlados por las mismas corporaciones globales? La respuesta no es evidente, pero las cifras, los actores y las tendencias invitan a un debate profundo sobre el rumbo de nuestros sistemas agroalimentarios y sobre la soberanía tecnológica y alimentaria de nuestras comunidades.

Un mercado en expansión acelerada

En 2024, el mercado latinoamericano de bioinsumos agrícolas alcanzó los USD 4.200 millones. La mayor parte corresponde a biopesticidas (USD 2.170 millones), seguidos por bioestimulantes, biofertilizantes y otros bioproductos. El crecimiento proyectado es de dos dígitos, llegando al 17% hacia 2029 en algunos segmentos. Aunque los biofertilizantes aún representan un mercado menor, duplicarán su volumen en ese período. Estas cifras marcan una tendencia irreversible, la agricultura regional está migrando, con distintas velocidades, hacia sistemas más biológicos.

Brasil lidera la región, con un mercado de biológicos que ya alcanza los USD 920 millones y donde más de la mitad de los agricultores utiliza bioinsumos, frente a apenas el 10% de su principal competidor, Estados Unidos. El país cuenta con políticas públicas que favorecen la adopción por parte de los productores, así como la investigación, producción y registro por parte de la bioindustria, mediante el Programa Nacional de Bioinsumos y la ley específica sancionada en 2024.

Argentina, con empresas como Bioceres y Rizobacter, también emerge como polo de innovación y exportación. La adopción de estas tecnologías entre los productores de soja alcanza el 85-90%. Su mercado nacional de biológicos escaló a USD 147 millones. Además, el país cuenta con un entramado agropyme relevante y una capacidad instalada en bio y nanotecnología que lo sitúa entre los diez más avanzados del mundo. México, Chile, Colombia y Perú muestran un uso creciente en cultivos de exportación como la horticultura diversificada, fruticultura y cultivos tradicionales como café y cacao, que demandan alternativas sostenibles ante los límites de los agroquímicos convencionales.

Un dato clave es la inversión en startups de biotecnología agrícola en América Latina, que creció más de un 2000% entre 2020 y 2024, convirtiendo al sector en el segundo más financiado de la región. Los fondos financieros y de capital de riesgo operan como aceleradoras de startups y ven aquí no solo un nicho rentable, sino también la posibilidad de escalar innovaciones surgidas en un territorio con biodiversidad única y con capacidades científico-tecnológicas instaladas, desde la EMBRAPA en Brasil, el INTA y el CONICET en Argentina, hasta el INIA en Uruguay o Chile.

La geopolítica de los bioinsumos

El avance de las tecnologías biológicas no se explica únicamente por la presión de los mercados de exportación —que imponen límites a los residuos de plaguicidas y exigen trazabilidad—, sino también por una geopolítica que coloca a la región en una posición estratégica. Con seis de los países más biodiversos del planeta, América Latina no solo produce alimentos para 1.300 millones de personas (más del doble de su población), sino que también dispone de recursos biológicos que son materia prima para un nuevo paradigma productivo.

Es también el capitalismo en su nueva fase financiera y tecnológica el que impulsa la fusión de lo real, lo virtual y lo biológico para acortar los tiempos sociales de producción de una manera nunca vista. Las bio y nanotecnologías permiten acelerar años de selección genética y aprovechar el conocimiento estratégico sobre el universo biológico y el complejo sistema suelo-planta. Pueden potenciar la fertilidad de los suelos y favorecer procesos de biocontrol en armonía con la biota, aumentando la biodiversidad.

Si a esto le sumamos la digitalización de la producción, la robótica, la inteligencia artificial, la conectividad 5G y 6G y el cloud computing, nos encontramos con una unión que permite acortar tiempos y espacio, manejando los cultivos desde el living de tu casa, a un clic de distancia.

Aquí surge el primer nudo del debate, ¿esa biodiversidad será utilizada para fortalecer la soberanía de nuestros pueblos o se convertirá en un reservorio explotado por las mismas corporaciones transnacionales que hoy controlan el paquete tecnológico? Las adquisiciones de startups locales por parte de gigantes como Biobest, BASF o Bayer muestran que el capital global está dispuesto a quedarse con este mercado. El caso Bioceres, emblema argentino de la vinculación público-privada, que tras fusionarse con Marrone Bio se convirtió en un jugador global de biotecnología agrícola, refleja las tensiones entre soberanía tecnológica, acceso a financiamiento y transnacionalización de las cadenas productivas.

De la dependencia química a la dependencia biológica

Estamos ante un desafío central, vamos hacia un modelo de producción más verde para continuar con vidas cada vez más grises, o se abre una oportunidad productiva, sustentable, local y con integración regional. No se trata de sustituir insumos químicos por biológicos; se trata de sustituir un modelo de dependencia por un modelo de soberanía tecnológica y alimentaria con integración regional.

La disputa es definir quién produce los bioinsumos, bajo qué regulaciones y con qué modelo de distribución. Brasil ha avanzado con iniciativas que permiten la producción en finca, aunque no exentas de problemas de control de calidad. Argentina transformó sus marcos regulatorios en busca de mayor agilidad. La FAO y bancos de desarrollo promueven la adopción como parte de la agenda de sostenibilidad. Sin embargo, el dilema persiste, si los pueblos y los gobiernos no intervienen estratégicamente, el futuro puede estar marcado por la concentración y la dependencia, aunque sea bajo un barniz verde.

Las tecnologías biológicas ofrecen una oportunidad histórica para América Latina y el Caribe, vincular la producción agropecuaria con la biodiversidad local, con las capacidades de investigación pública y con un modelo de economía circular que reduzca la huella ecológica. Se trata de construir soberanía agroalimentaria con base en ciencia propia, cooperativas de productores, empresas públicas y esquemas de financiamiento que prioricen el interés regional y el bien común por sobre la renta.

Ejemplos de desarrollos innovadores, como los inoculantes a partir de extremófilos locales, muestran que es posible innovar desde el territorio, atrayendo inversión sin perder autonomía. También lo hacen las cooperativas en Perú o Colombia que impulsan biofertilizantes adaptados a cultivos específicos. Estos casos demuestran que la transición no tiene por qué ser un simple cambio de insumos, sino la apertura de un camino distinto hacia la sustentabilidad, en donde América Latina y el Caribe lideren una revolución agrícola basada en un desarrollo soberano, inclusivo y con integración regional.

 

*Carolina Sturniolo es Medica Veterinaria, integrante del CEA, Docente en la carrera de Medicina Veterinaria, UNRC.

*Fernando Rizza es Médico Veterinario. Columnista de NODAL, integrante del Centro de Estudios Agrarios (CEA) y Docente en la Universidad Nacional de Hurlingham, Argentina.

*Bruno Ceschin es Licenciado en Ciencia Política y Administración Pública. Maestrando en Desarrolo Territorial en América Latina y el Carible. Integrante del Centro de Estudios Agrarios (CEA)


 

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