China y Estados Unidos ensayan una tregua frágil: Busan como escenario del nuevo equilibrio global

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China y Estados Unidos ensayan una tregua frágil: Busan como escenario del nuevo equilibrio global

El encuentro entre Xi Jinping y Donald Trump en Busan, Corea del Sur, no fue solo una foto diplomática. Fue una señal de reposicionamiento. Dos potencias que se habían trenzado en sanciones, aranceles y vetos tecnológicos eligieron un espacio neutral para probar hasta dónde pueden coexistir sin romper el tablero. El gesto de cordialidad entre ambos líderes busca calmar a los mercados, pero también reacomodar fuerzas en un escenario donde la competencia económica se ha vuelto la forma principal del poder.

China llega a esta cita con una hoja de ruta clara: consolidar su autonomía tecnológica y asegurar los recursos que sustentan su modelo industrial. Estados Unidos, en cambio, llega con urgencias electorales y fracturas internas. Mientras Xi Jinping avanza sobre bases de planificación estatal, Trump busca traducir cualquier concesión en un triunfo político inmediato. El resultado es una tregua táctica más que un acuerdo estratégico: una pausa que sirve a ambos, pero que no resuelve el fondo de las tensiones.

Entre los compromisos anunciados, sobresale la flexibilización temporal de las restricciones chinas a la exportación de tierras raras, minerales indispensables para fabricar semiconductores, autos eléctricos y sistemas de defensa. El gesto de Pekín permite aliviar presiones sobre las industrias estadounidenses, pero reafirma quién tiene la llave del suministro global. Controlar los insumos críticos equivale, hoy, a controlar el ritmo de la economía digital. La decisión no es un retroceso: es una muestra de poder administrado, una manera de recordar a Washington que la dependencia no es recíproca.

Trump, por su parte, celebró el reinicio de las compras chinas de soja y productos agrícolas. El alivio apunta al corazón de su base electoral: los estados rurales. Pero el intercambio comercial encubre una asimetría más profunda. China diversifica proveedores en América Latina y África, mientras Estados Unidos concentra sus exportaciones en un puñado de sectores sensibles. En términos de estructura productiva, Pekín amplía su red de interdependencias; Washington apenas intenta sostenerlas.

El tono del encuentro también dejó ver el contraste entre estilos de liderazgo. Xi habló de “armonía y resultados tangibles”; Trump calificó la reunión como “un doce sobre diez”. Uno proyecta estabilidad; el otro necesita espectáculo. Detrás de las sonrisas y los comunicados, lo que se disputa es la capacidad de fijar reglas: quién define los estándares tecnológicos, quién controla los flujos financieros y quién garantiza el acceso a los recursos naturales que sostienen la transición energética.

Para América Latina y el Caribe, esa competencia abre tanto oportunidades como riesgos. La expansión china en minerales, alimentos y energía coloca a la región en el centro de una disputa que hoy se expresa con portaaviones además de contratos, licencias y financiamiento. Los acuerdos de Busan confirman que la rivalidad entre Washington y Pekín se traslada a los territorios donde abundan litio, cobre, tierras raras y biodiversidad. Las decisiones que allí se tomen —sobre quién invierte, quién regula y quién se queda con el valor agregado— definirán el lugar de la región en el nuevo equilibrio global.

Frente a este escenario global, el desafío para los países latinoamericanos no es elegir un bando, sino construir márgenes de autonomía. La reunión de Busan muestra que la cooperación entre potencias puede ser circunstancial, pero la disputa por el control de los recursos será permanente. En ese escenario, el riesgo no está solo en la dependencia comercial, sino en la renuncia a pensar estrategias propias. China y Estados Unidos dialogan por sus intereses; América Latina debería hacer lo mismo.

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