Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Alejandra Dinegro M.
En el Perú, la juventud enfrenta un laberinto laboral que parece diseñado para excluirla. El empleo juvenil todavía no retoma los números que tenía en pandemia, más bien vemos un incremento de jóvenes que no estudian ni trabajan. Siete de cada diez jóvenes trabajan en la informalidad, y esa cifra —que debería generar alarma nacional— se ha vuelto parte súbita de nuestra realidad. Detrás de ella hay algo más profundo que la simple falta de empleo: un conjunto de normas, incentivos y temores que castigan a quienes intentan dar su primer paso en el mundo del trabajo.
La paradoja peruana es clara. Mientras la legislación laboral busca proteger al trabajador formal, termina cerrando las puertas a quienes aún no logran acceder a ese espacio. Las empresas, ante los elevados costos de contratación, la complejidad burocrática y el temor al despido costoso, evitan tomar riesgos. Prefieren a personas con experiencia o, en muchos casos, optan por la informalidad. El resultado es un sistema que parece castigar a los jóvenes que recién comienzan.
El primer empleo, que debería ser una oportunidad de aprendizaje y crecimiento, se ha convertido en una trampa. Miles de jóvenes aceptan trabajos sin contrato, sin seguro y sin derechos, en jornadas que superan las diez horas diarias. Ganan alrededor de 1,130 soles mensuales, bastante menos que el promedio nacional, y sin ninguna posibilidad de progresar. Saben que están en una situación precaria, pero no pueden darse el lujo de rechazarla. En el Perú, trabajar sin derechos parece haberse vuelto una etapa obligatoria de la vida laboral.
La estructura del mercado también contribuye a perpetuar esta exclusión. Los jóvenes que inician su trayectoria en la informalidad tienden a permanecer allí, atrapados en un circuito de baja productividad, bajos ingresos y ausencia de protección. Lo que comienza como un trabajo temporal para “ganar experiencia” termina convirtiéndose en un destino sin retorno. A los 20 años la mayoría trabaja sin planilla; a los 30, la mayoría sigue igual. No es falta de esfuerzo: es un sistema que no los deja avanzar.
A ello se suma la desconexión entre el sistema educativo y las demandas reales del mercado. Muchos jóvenes estudian carreras técnicas o universitarias, pero terminan en ocupaciones que no requieren esa formación. Y esa formación, muchas veces, no es de calidad. Otros, frente a la falta de oportunidades, se refugian en el autoempleo informal y la flexibilidad se confunde con precariedad. El mensaje que reciben es devastador: la educación no garantiza un trabajo con pago justo y el mérito, por sí solo, no basta.
El Estado, lejos de facilitar la transición hacia la formalidad, suele complicarla. La legislación laboral peruana —rígida en algunos aspectos y ausente en otros— ha creado un entorno donde formalizar a un trabajador joven es costoso, mientras mantenerlo en la informalidad es barato. Las pequeñas empresas, que emplean a la mayoría de jóvenes, no encuentran incentivos reales para cumplir con todas las obligaciones formales. El resultado es una economía dual: una minoría protegida y una mayoría desamparada.
Este escenario tiene consecuencias sociales graves. Un joven que empieza su vida laboral sin derechos difícilmente podrá acceder a un crédito, aportar a un sistema de pensiones o proyectar un plan de vida estable. A largo plazo, el país se condena a tener una generación de trabajadores sin seguridad ni futuro. La informalidad no es solo un problema económico: es un mecanismo silencioso de exclusión social.
Superar esta trampa exige una nueva mirada. No se trata de “flexibilizar” indiscriminadamente el mercado laboral ni de mantener la rigidez actual que ahoga a los pequeños empleadores. Se trata de diseñar un modelo que equilibre protección y oportunidad, con políticas específicas para el primer empleo. Incentivos fiscales para las empresas que contraten jóvenes, esquemas de formación dual que vinculen estudio y trabajo, y programas de acompañamiento durante los primeros años laborales son medidas urgentes y posibles.
Al mismo tiempo, se necesita un cambio cultural. El joven trabajador no es un “riesgo”, sino una inversión. Cada oportunidad que se le niega tiene un costo colectivo: menos productividad, menos innovación, menos cohesión social. Los países que han logrado reducir su informalidad entendieron que la juventud no debe ser un obstáculo, sino la palanca del desarrollo.
El Perú, en cambio, sigue atrapado en la resignación. Que un joven trabaje sin contrato ya no se considera una injusticia, sino una costumbre. Esa normalización de la precariedad es quizá el mayor peligro. Porque cuando una sociedad se acostumbra a la informalidad, renuncia a la idea de progreso.
El desafío es enorme, pero ineludible. Reformar la legislación laboral no significa debilitar derechos, sino ampliar su alcance. Significa entender que la protección no puede empezar después del segundo empleo, sino desde el primero. Un país que castiga a sus jóvenes por querer trabajar está hipotecando su propio futuro.
El Perú necesita con urgencia una política de empleo juvenil moderna, inclusiva y sostenida. No para crear privilegios, sino para garantizar lo más básico: que trabajar no sea una condena, sino una oportunidad real de construir un proyecto de vida.
