Elegir la soberanía: entre la entrega colonial, la dependencia negociada y un proyecto propio
Por Lina Merino*
La conmemoración de la Batalla de la Vuelta de Obligado vuelve a poner en primer plano un tema decisivo: quién controla los recursos, el territorio y el conocimiento en la Argentina. La disputa ya no se da con cañoneras europeas, pero conserva el mismo núcleo: la capacidad del país para definir su propio destino. En un contexto marcado por la privatización de empresas estratégicas, el Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI) y un retroceso en políticas científico-tecnológicas, se abre el debate sobre la soberanía nacional.
La política del gobierno de Javier Milei reabre preguntas que parecían resueltas desde hace décadas, o al menos con un rumbo ya definido históricamente. La venta de activos públicos, el desfinanciamiento de la investigación y el debilitamiento de la presencia estatal en áreas sensibles modifican el mapa de poder en sectores como la energía, la minería, el litio y el agua. Este proceso no es solo económico. Tiene un impacto directo en la posición internacional del país y en la posibilidad de sostener un modelo de desarrollo propio.
También expresa una tendencia más profunda, explicada por la ley del desarrollo desigual y combinado donde las sociedades no se desarrollan de manera homogénea, sino a través de ritmos distintos y asimétricos, dentro de un mismo proceso histórico. Esto puede impulsar saltos de modernización, pero también reproducir dependencias estructurales cuando la adopción de tecnologías superiores no va acompañada de autonomía política y económica. La situación argentina vuelve a mostrar esa tensión: convive la introducción de tecnologías de punta con una creciente subordinación a intereses externos.
La privatización de empresas estratégicas sintetiza el problema. Industrias Metalúrgicas Pescarmona (IMPSA), con sede en Mendoza, es una de las pocas firmas del hemisferio sur con capacidad para producir turbinas hidroeléctricas y equipamiento energético de alta complejidad. La historia reciente había logrado recomponer su capital estatal y convertirla en un vector de innovación. La intención de desprenderse de su control implica perder una herramienta clave en la transición energética. Lo mismo ocurre con Nucleoeléctrica Argentina Sociedad Anónima (NASA), responsable de operar las centrales nucleares Atucha I y Atucha II en la provincia de Buenos Aires y Embalse en Córdoba. El sector nuclear opera con estándares de seguridad, transferencia tecnológica y formación profesional que ningún actor privado extranjero garantiza en condiciones de soberanía. Entregar su control comprometería la planificación energética de largo plazo y volvería dependiente al país en un área donde la autonomía es decisiva. En este mismo sentido, la paralización del proyecto CAREM responde a la decisión del gobierno de Javier Milei de detener su construcción alegando falta de viabilidad comercial, lo que derivó en despidos y recortes presupuestarios, y fue criticado por la oposición y los sindicatos como un retroceso en el desarrollo científico-tecnológico y un debilitamiento de la soberanía nuclear.
El RIGI profundiza esta tendencia. Fue diseñado como un esquema para atraer inversiones, pero su arquitectura legal habilita concesiones extraordinarias a compañías mineras, petroleras o agroexportadoras. Brinda estabilidad fiscal por tres décadas, permite la libre disponibilidad de divisas y debilita herramientas estatales de regulación ambiental. En los hechos, traslada decisiones centrales a actores privados con sede fuera del país. Este es un punto relevante en minería, litio y agua, sectores donde la escala y la rentabilidad atraen conglomerados con capacidad para fijar sus propias reglas. Mekorot, la compañía de agua de Israel, ya tiene injerencia en materia de acceso a la información, propiedad intelectual y soberanía en diez provincias argentinas: Mendoza, Jujuy, La Rioja, San Juan, Río Negro, Catamarca, Chubut, Neuquen,Santa Cruz y Formosa.
El retroceso soberano también se expresa en el territorio. El diferimiento sobre reclamos de soberanía en las islas Malvinas y el Atlántico Sur, así como el avance del proyecto de una base militar extranjera en la provincia de Tierra del Fuego, modifican el equilibrio geopolítico de la región. El Atlántico Sur es una de las zonas más codiciadas por sus recursos pesqueros, su proyección hacia la Antártida y sus reservas energéticas. Cualquier señal de debilidad diplomática afecta la posibilidad de construir acuerdos regionales sólidos, en especial con países como Brasil y Chile. La Patagonia concentra agua dulce, gas y minerales, y requiere políticas que combinen desarrollo con cuidado ambiental, no una apertura indiscriminada a grandes corporaciones.
La ciencia y la tecnología son otro componente del debate soberano. Durante los momentos de mayor inversión pública, como en la década de 2010, el país destinó cerca de uno por ciento del Producto Bruto Interno (PBI) a investigación. Eso permitió sistemas satelitales, desarrollos en biotecnología y avances en energías renovables. Hoy la inversión se encuentra en caída, sin presupuesto claro y con una Ley de Financiamiento Universitario judicializada frente al no cumplimiento del gobierno nacional del experimento libertariano de Milei. La caída deja sin financiamiento proyectos que podrían generar tecnologías locales, reducir importaciones y mejorar la balanza comercial. La fuga de talento científico también se vuelve un riesgo concreto.
Comparar esos momentos de expansión con la situación actual revela un cambio profundo. La soberanía se fortaleció cuando el Estado impulsó infraestructura, ciencia aplicada, metalmecánica, energía y la recuperación de empresas como YPF. Ese ciclo mostró que era posible articular industria, territorio y conocimiento para crear capacidades propias. En cambio, las medidas recientes se apoyan en una visión del país como proveedor de materias primas sin agregación de valor. En ese enfoque, la competitividad depende de bajar costos y abrir mercados, no de desarrollar tecnología.
El rol internacional de la Argentina también está en disputa. Existen tres modelos posibles. El primero es el colonial, alineado con la Doctrina Monroe, que coloca al país como proveedor subordinado a los intereses de Estados Unidos. Ese esquema ofrece financiamiento y acceso a mercados, pero a cambio exige una apertura que limita la autonomía. El segundo modelo es la cooperación bajo el principio de complementariedad con actores como la República Popular China. Algunos sectores sostienen que allí existe igualdad de condiciones, aunque China también persigue objetivos de expansión y aseguramiento de recursos para su industria. El tercero es un modelo soberano, construido desde la integración latinoamericana, con políticas industriales comunes, regulación ambiental y negociación conjunta de recursos críticos. Este enfoque reconoce la transición global hacia energías limpias, la digitalización y la automatización, y busca posicionar a la región como productor de tecnología, no solo de minerales.
Pensar la soberanía hoy implica decidir entre estos modelos. La experiencia muestra que depender de un solo actor externo amplifica vulnerabilidades. La diversificación de alianzas, el fortalecimiento del Mercosur y la construcción de cadenas de valor regionales permiten ampliar márgenes de decisión. Un país con capacidad para producir equipamiento energético, tecnología satelital y desarrollos en litio puede negociar de otra manera sus vínculos externos.
La Vuelta de Obligado recuerda que la soberanía se disputa en cada decisión. No se trata de volver a un pasado idealizado, sino de afirmar que el control del territorio, los recursos y el conocimiento es la condición para cualquier proyecto de desarrollo. La Argentina atraviesa una etapa donde se definen esas coordenadas, en un mundo hoy dominado por la Nueva Aristocracia Financiera y Tecnológica que busca construir una América post-democrática. Este nuevo bloque de poder, líder en sectores como IA y cripto, no sólo ganan contratos multimillonarios del Estado o desarrollan de manera privada la tecnología para la guerra y la vigilancia social, también ocupan las filas del Estado Mayor y “tienen las lapiceras” para decidir y repartir la recaudación a su criterio.
Parece una utopía hablar de soberanía nacional mientras se cede el control y se profundiza la trampa tecnológica de la derecha de Silicon Valley que nos lleva a mayores niveles de dependencia. Pero nunca antes como hoy resulta necesaria.
*Lina Merino es Lic. en Biotecnología y Biología Molecular, Dra. en Ciencias Biológicas (UNLP), diplomada en género y gestión institucional (UNDEF), Profesora (UNAHUR), investigadora (CICPBA); miembro del OECYT y analista de NODAL.
