La denuncia del acoso como acto político
Por Soledad Buendía Herdoíza *
El acoso sexual en el espacio público es una forma de violencia de género cotidiana que atraviesa todas las mujeres, pero se vive y se regula de modo distinto según la posición socioeconómica, el género, la raza, la edad y la condición laboral. Este artículo analiza el fenómeno desde una perspectiva de género, integra un enfoque de derechos humanos e insiste en la necesidad de aplicar una mirada interseccional.
El acoso callejero —silbidos, tocamientos, intentos de beso, comentarios lascivos, persecución— es una expresión cotidiana de la desigualdad de género que normaliza la apropiación del cuerpo femenino en el espacio público. Aunque su manifestación parece individual (un hombre que comenta, que hace un gesto), su explicación y su combate requieren una lectura colectiva pues la desigualdad de género se entrelaza con relaciones de poder más amplias, normas culturales y vacíos normativos que perpetúan la impunidad. La reciente denuncia pública por acoso presentada por la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ha introducido este tema en el centro del debate público y pone de manifiesto tensiones sobre la visibilidad de la problemática, legitimidad de la denuncia y posibles respuestas estatales.
Como punto de partida definiremos el acoso como una forma de violencia sexual y simbólica que limita la libertad de movimiento y la dignidad de las personas, principalmente mujeres y disidencias sexuales, en espacios públicos. Se trata tanto de acciones directas como tocamientos, empujones, intentos de besos, como de micro mensajes que normalizan la sexualización del cuerpo femenino; se incluyen comentarios, miradas lascivas y deslegitimación del reclamo. El carácter masivo y la alta tolerancia social hacen que la mayoría de los episodios no sean denunciados. Encuestas y reportes documentan que una fracción significativa de mujeres no acude a las autoridades porque percibe que no será atendida, porque teme represalias o porque considera el acto “sin importancia”.
Aunque todas las mujeres pueden ser objeto de acoso, la experiencia concreta y las posibilidades de respuesta están fuertemente mediatizadas por la condición de clase, el origen étnico y el género. Las mujeres de sectores populares suelen depender más del transporte público y caminar más en la calle (turnos, trabajo informal), lo que incrementa la frecuencia de exposición a agresores y reduce las opciones para evitar riesgos. Por otro lado, las mujeres con mayores recursos económicos y capital cultural tienen mayores posibilidades de acceder a medios, asesoría legal y redes que amplifiquen su denuncia; en cambio, mujeres pobres, migrantes o indígenas, enfrentan más barreras institucionales y temor a la victimización por parte de la policía o del sistema judicial. En este contexto, cuando una mujer presidenta denuncia el acoso del cual fue víctima, el eco mediático permite una visibilidad mayor; esto ayuda a abordar estructuralmente el problema, pero no garantiza que la realidad se transforme para quienes más lo sufren cotidianamente. El episodio en el centro histórico de la Ciudad de México que involucró a la presidenta pone en evidencia esta doble faz, por un lado, la capacidad simbólica de atención pública y la necesidad de traducirla en cambios que beneficien a todas las mujeres.
Desde la perspectiva de derechos humanos, el Estado está obligado a garantizar a las mujeres una vida libre de violencias y a asegurar el acceso a la justicia, medidas de prevención y reparación. Es urgente la tipificación del acoso como delito y su sanción, la capacitación con perspectiva de género de las autoridades y protocolos para la atención rápida y sensible de las víctimas. La presidenta misma ha señalado la necesidad de homogeneizar los códigos penales estatales para que el acoso sea sancionado en todo el territorio, lo que plantea un debate sobre la complementariedad entre políticas punitivas y medidas preventivas para la transformación cultural.
Una lectura interseccional de la problemática recuerda que el género no opera en el vacío, mujeres indígenas, afrodescendientes, trans, migrantes, jóvenes y/o de barrios populares experimentan el acoso en condiciones agravadas por discriminación múltiple. Por ejemplo, las mujeres jóvenes reportan formas más frecuentes de micromachismos en el transporte escolar y universitario; las trabajadoras informales enfrentan acoso que puede condicionar su ingreso diario. Ignorar estas intersecciones significa diseñar respuestas que benefician principalmente a quienes ya tienen más poder y voz pública. Estudios y activismos feministas en México han insistido en la necesidad de políticas diferenciadas que atiendan estas multiplicidades.
Los debates conceptuales impulsados desde los feminismos son útiles para entender y enfrentar el acoso. Marcela Lagarde define la violencia contra las mujeres como un continuum que incluye la apropiación simbólica y física del cuerpo femenino, y llama a políticas que restituyan derechos y autonomía. Marta Lamas ha discutido cómo prácticas normalizadas en la calle son “residuos tolerados de abuso” cuya tolerancia atraviesa ámbitos públicos y privados; ambas autoras subrayan que la denuncia no es solo un acto jurídico, sino un acto político que tensiona las normas culturales. Estas autoras proporcionan marcos para comprender por qué el acoso no es un problema individual sino una cuestión estructural.
La denuncia pública presentada por Claudia Sheinbaum como acto político supone al menos tres efectos, primero visibiliza que la violencia no respeta cargos ni apariencia; segundo, emplaza al Estado a revisar marcos legales y prácticas institucionales; y finalmente, genera debates sobre la exposición pública de la víctima y la manera en que los medios y actores políticos pueden revictimizar. Sin embargo, la visibilidad por sí sola no resuelve las desigualdades: es necesario que la respuesta estatal contemple recursos para mujeres de todos los sectores, sea sensible a la interseccionalidad y no se limite a la sanción simbólica o selectiva.
En ese orden de ideas es fundamental impulsar la tipificación del acoso como delito en todas las entidades federativas, con definición clara y protocolos de investigación y atención inmediata, acompañar esta acción de medidas no punitivas complementarias como programas educativos desde la infancia sobre consentimiento, masculinidades y respeto; campañas dirigidas a poblaciones masculinas y a agentes públicos. Generar mecanismos institucionales que garanticen accesibilidad a la denuncia y protección, con unidades móviles y atención en transporte público; formación obligatoria en perspectiva de género para policías y ministerios públicos; rutas de denuncia seguras para mujeres en situación de vulnerabilidad. Así como diseñar medidas específicas para mujeres indígenas, trans, afrodescendientes, jóvenes y trabajadoras informales, llevar adelante monitoreo y datos desagregados, fortalecer encuestas y registros administrativos que permitan medir la prevalencia por clase, edad, etnia y territorio.
El acoso es síntoma y motor de una cultura de desigualdad que vulnera derechos y limita libertades. La denuncia de una figura presidencial puede catalizar atención, pero la transformación real exige políticas integrales que combinen sanción, prevención, reparación y —sobre todo— una apuesta por la educación y la redistribución de poder simbólico. Desde una mirada interseccional, las respuestas deben priorizar a quienes históricamente han estado más expuestas y menos protegidas, garantizando que la justicia y la dignidad alcancen a todas las mujeres.
*Exsecretaria Nacional de Gestión de la Política del Ecuador durante el Gobierno de Rafael Correa y exasambleísta. Colaboradora del Instituto para la Democracia Eloy Alfaro (IDEAL). Activista por los derechos de las mujeres.
