Las tecnológicas se arman:
fusión entre inteligencia artificial, negocio y guerra
La última ola de despidos en Amazon no es una noticia más del mercado laboral. Detrás del ajuste que afectó a más de 14.000 empleados en todo el mundo emerge una tendencia más profunda: la automatización del trabajo. En paralelo, se profundiza la militarización de la inteligencia artificial (IA). Mientras recorta personal, la empresa anunció inversiones por 125.000 millones de dólares en infraestructura de datos, algoritmos y energía. El mismo movimiento que reduce la utilización del trabajo humano expande la potencia de las máquinas.
El giro tecnológico tiene rostro y socios. Amazon cerró un acuerdo de 38 mil millones de dólares con OpenAI para alojar su infraestructura en Amazon Web Services (AWS). Las operaciones se ejecutarán sobre cientos de miles de unidades de procesamiento gráfico de Nvidia. No se trata solo de negocios: se está configurando una arquitectura global donde los grandes proveedores de nube y los fabricantes de chips son los nuevos intermediarios del poder.
Por su parte, la alianza entre Palantir Technologies y Nvidia confirma la dirección de este proceso que se vislumbra como tendencia general. Palantir, conocida por desarrollar el software de inteligencia militar Gotham, incorpora ahora la “IA operacional”: algoritmos que no solo analizan datos, sino que toman decisiones. Sus contratos con el Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) la convierten en un actor central del complejo militar-industrial. En los últimos años, obtuvo más de 1.400 millones de dólares en contratos vinculados al Ejército de Estados Unidos, incluyendo el sistema Army Vantage y el proyecto Maven Smart System, diseñado para automatizar la detección de objetivos mediante aprendizaje automático y análisis de imágenes satelitales.
El fundador de Palantir, Peter Thiel, ex asesor de Donald Trump, representa el perfil ideológico de esta convergencia: un liberal extremo que predica la desaparición del Estado, pero cuya empresa crece gracias a fondos públicos de defensa. Palantir nació con capital de In-Q-Tel, el fondo de inversión de la CIA, y hoy provee tecnología a gobiernos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). La frontera entre seguridad nacional y control civil se vuelve difusa: los mismos sistemas usados para vigilancia militar son aplicados al monitoreo migratorio o a la gestión policial.
El caso de OpenAI, creadora de ChatGPT, muestra otro ángulo del fenómeno. Aunque su imagen pública se asocia a la innovación civil, la compañía firmó en 2024 un contrato con Anduril Industries —empresa de defensa fundada por ex desarrolladores de videojuegos— para proveer algoritmos de IA al ejército estadounidense. En 2025 sumó un convenio de 200 millones de dólares con el Pentágono. Lo que parece un ecosistema de start-ups creativas se integra, en realidad, a la cadena de mando de la defensa global.
La estética lúdica de esta nueva guerra tecnológica no es casual. Plataformas como Anduril promueven sus servicios con imágenes que recuerdan a un videojuego de disparos en primera persona. La gamificación —el uso de dinámicas de juego en entornos no lúdicos— se convierte en un modo de entrenamiento y reclutamiento. Lo que antes era un simulador ahora es un campo de batalla digital donde el joystick reemplaza al fusil. El filósofo Miguel Sicart advierte que el “juego oscuro” (dark play) convierte la experiencia lúdica en un dispositivo de poder: placer y violencia se confunden en un mismo acto.
El vínculo entre la industria tecnológica, la cultura gamer y el aparato militar conforma lo que los teóricos Nick Dyer-Witheford y Greig de Peuter denominaron militainment —la fusión entre entretenimiento y guerra—. El jugador-entrenado se convierte en soldado virtual; la guerra se estetiza como espectáculo y se consume como producto. Este modelo, sostenido en la economía de plataformas, no sólo redefine la producción de conocimiento y trabajo: también moldea la percepción de la violencia, transformándola en interfaz.
Detrás del relato optimista sobre la “revolución de la inteligencia artificial” se despliega una transformación geopolítica profunda. Las grandes tecnológicas operan como nuevos ministerios del siglo XXI: concentran información, diseñan infraestructura crítica y gestionan sistemas de seguridad global. Su expansión no responde a una lógica de innovación abierta, sino a la consolidación de un poder híbrido entre corporaciones y Estados.
El desafío no es solo regular la IA, sino decidir quién la controla y con qué propósito. El discurso de eficiencia y modernización oculta un proceso de sustitución política: algoritmos en lugar de deliberación, automatización en lugar de trabajo, y sofisticación de la vigilancia. Si la era industrial tuvo su complejo militar-industrial, la era digital ya tiene su versión: el complejo tecno-militar.
El futuro no se libra al azar: o lo programan otros, o lo decidimos construyendo un proyecto de liberación con la tecnología a disposición de las grandes mayorías.
