De la sociedad líquida a la sociedad viscosa – Por Lucas Aguilera

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De la sociedad líquida a la sociedad viscosa

Por: Lucas Aguilera*

La virtualización de la vida se presenta como una promesa de ligereza. Todo parece fluir: vínculos, trabajo, ocio, información, deseo. La existencia se vuelve pantalla, nube, tránsito. Pero esa fluidez no es inocente. La digitalización no gobierna como las viejas disciplinas duras, que encerraban cuerpos en horarios, muros, filas, fábricas. Su poder es menos visible y, justamente por eso, más íntimo: no ordena desde afuera, acompaña desde adentro; no impone un “no”, sino un “seguí”; no se exhibe como prohibición, sino como comodidad. En vez de golpear, envuelve. En vez de hacerte chocar con un límite, vuelve costosa la retirada. Y si hay una imagen capaz de dar espesor a esa forma nueva de poder, esa imagen es la de lo viscoso.

Para Jean Paul Sartre lo viscoso no es una simple textura desagradable. Es una cualidad ambigua, difícil de clasificar, que se escapa de las categorías tranquilas con las que ordenamos el mundo: sólido o líquido, dentro o fuera, tocar o ser tocado. En ese desorden hay un punto de crisis. La conciencia, que suele moverse con su distancia propia (ese pequeño vacío que le permite negar, elegir, proyectar) descubre, en el contacto, la posibilidad de perderse: de dejar de estar “frente a” las cosas para quedar “en” las cosas. Lo viscoso, por eso, no se deja tratar como un objeto cualquiera. Es una experiencia que descompone la soberanía del gesto.

Hay ahí una mezcla extraña de atracción y repulsión. Lo viscoso seduce porque promete una continuidad sin cortes, una caricia del mundo que no hiere, una cercanía que parece abolir el conflicto. Pero al mismo tiempo repugna porque esa continuidad se paga con captura. No se limita a estar ahí; se comporta como una trampa ontológica. No resiste como una piedra ni se escurre como el agua: cede y retiene, recibe y reclama, como si el mundo hubiera aprendido un modo suave de apoderarse. De pronto uno comprende que lo que irrita y asusta no es tanto la resistencia frontal (esa con la que puedo medir fuerzas, empujar, romper, dominar) sino la absorción por continuidad: la pérdida del borde, el ser tomado sin golpe, casi con suavidad.

Esa suavidad es lo verdaderamente inquietante. Porque lo viscoso parece querer penetrar en la conciencia, como si el mundo, en vez de quedarse afuera, reclamara una intimidad. Y esa intimidad es precisamente lo que el ser humano no puede conceder sin traicionarse. Su modo de ser es la separación: la nada como distancia activa, esa fisura que le permite no coincidir con lo dado, no ser lo que es, abrir un porvenir. Lo viscoso aparece entonces como tentación y horror de una cercanía total: una especie de comunión material que, en lugar de reconciliar, aliena. No es la enemistad declarada del obstáculo, sino la amistad peligrosa de la adherencia.

En el fondo, lo que se revela ahí es un viejo sueño humano: la fantasía de una síntesis perfecta, una unidad sin falta, un ser que se posea plenamente sin dejar de elegir. Una plenitud libre, una libertad plena, sin fisuras. Lo viscoso encarna una caricatura oscura de ese sueño. Promete continuidad, como si borrara la nada que nos separa del mundo; pero la continuidad que ofrece no es la de la libertad, sino la de las cosas: continuidad de lo dado, de lo que se impone, de lo que pesa por sí mismo, de lo que no se elige. En lugar de realizar la unión soñada, la vuelve caída: ya no una síntesis, sino una absorción.

Y es aquí donde la virtualización contemporánea se deja leer con una claridad casi dolorosa. Porque la digitalidad también opera como una continuidad que reclama intimidad. No te obliga a entrar: te recibe. No te retiene con cadenas: te retiene con “un poco más”. No te enfrenta con un muro: te ofrece un pasaje interminable. El desplazamiento infinito, la actualización constante, la notificación que vuelve a tocarte el hombro, la reproducción automática, la conversación que nunca termina de cerrarse, el trabajo que se filtra en el ocio y el ocio que se vuelve tarea, componen un medio donde todo parece moverse y, sin embargo, algo se pega. La sensación de libertad está ahí (porque nadie te empuja) pero la retirada se vuelve trabajosa, como si el mundo digital hubiera aprendido a capturar sin prohibir: a absorber por continuidad.

En esa forma de poder hay una inversión sutil: ya no “te vigilan” para que obedezcas, sino que te rodean para que permanezcas. El control no se siente como castigo, se siente como hábito. La dependencia no se vive como imposición, se vive como costumbre. Y lo más inquietante es que esa captura no necesita un afuera hostil: necesita un adentro cómodo. Lo viscoso, en el tacto, ya anunciaba esa lógica: el peligro no es el choque, sino la adhesión.

Finalmente, todo esto vuelve al cuerpo. La escena de lo viscoso es corporal: la mano pegada, el dedo que no se despega, la sensación de que el propio cuerpo deja de ser instrumento transparente y aparece como cosa expuesta. Algo semejante ocurre cuando la vida se digitaliza hasta lo íntimo: el cuerpo empieza a sentirse como interfaz, como terminal, como soporte medible, como objeto que responde y es respondido. Y cuando el cuerpo aparece así (como cosa entre cosas) el ser humano roza su peligro más propio: convertirse en objeto, perder su iniciativa, ser “de más” en el mundo como un trozo de mundo. La virtualización, con su suavidad pegajosa, puede producir exactamente esa experiencia: no la del golpe que despierta, sino la del contacto que adormece; no la del límite que se ve, sino la del borde que se disuelve.

Por eso lo viscoso no es un detalle pintoresco: es una clave. Nombra un poder sin dureza, una dominación sin látigo, una captura sin barrotes. Y quizá por eso, en una época que se cree líquida, conviene desconfiar: a veces lo que se llama fluidez es, en palabras de Sartre: «una agonía del agua».

La salida no es negar la tecnología, sino apropiarla para ser más libres: aprender a usar lo digital sin quedar pegados a su viscosidad capitalista. Cuando se vuelve herramienta común —para crear, aprender, organizarnos, sostener vínculos— puede recuperar la fluidez del agua: circulación que no captura, movimiento que no se atasca, sino que más bien abre nuevos posibles. No se trata de apagar la pantalla, sino de volverla borde y cauce; que lo digital abandone su viscosidad para ser flujo de humanidad es el desafío de nuestro tiempo.

* Lucas Aguilera es Magíster en Políticas Públicas y Director de Investigación de la agencia argentina NODAL

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