La otra ocupación: misiones de paz en Haití como forma de control – Por Sandra Kanety Zavaleta 

FFA participants showing their farming activities and FFA assets that they built. Farmers in the north of Haiti are working to build their resilience to extreme weather patterns in an attempt to better protect themselves from the loss of property and crops that often result from climate-related shocks. A large majority of the mainly rural population in the north of the country are facing a hunger crisis according to the latest Integrated Food Security Classification Phase or IPC report, which provides an overview of the severity and magnitude of food insecurity and malnutrition. The World Food Programme (WFP) in support of the Government of Haiti have been supporting farmers in the region as they recover from a cycle of droughts and floods. Many have received payments for working on projects that have built resilience in their communities. There is a strong tradition of farming in the north of Haiti and farmers want to preserve their way of life and provide a secure future for their families. Climate change which has caused irregular weather patterns including droughts and intense rain which leads to flooding has badly affected these communities. Deforestation across the north has worsened these climate-related impacts and so WFP has developed a range of interventions to lessen these impacts and help build the resilience of farmers. These include mitigation measures which help to control the flow of water off hillsides, for example the rehabilitation of irrigation channels and micro-watersheds and the planting of seedlings to prevent erosion. They also help to avert flooding and ensure that the available water is put to good use. Around 17,750 people have been paid to take part in these initiatives.

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Sandra Kanety Zavaleta 

Desde su independencia en 1804, Haití no sólo se constituyó como la primera república negra antiesclavista del mundo, sino como una amenaza a la estructura colonial moderna y al orden hegemónico global establecido. A partir de ese momento, el país ha sido objeto de sanciones, bloqueos y múltiples ocupaciones que han condicionado su porvenir y que lo han llevado a ser hoy uno de los territorios en el mundo con mayor dependencia, inseguridad, violencia, fragilidad institucional y vacío de poder en lo que pareciera ser, como señala Galeano, un eterno castigo a su dignidad.

Luego de las largas ocupaciones de España, Francia y Estados Unidos entre los siglos XV y XIX, desde finales del XX la comunidad internacional -encabezada por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y países occidentales- ha intervenido en este país a través del establecimiento de al menos once “misiones de paz” cuya pretensión ha sido la construcción de un orden seguro y democrático que garantice los derechos humanos de la población.

Apoyadas en la narrativa de la ayuda humanitaria, lejos de promover el bienestar del pueblo o el fortalecimiento institucional, estas intervenciones, que se constituyen como ocupaciones territoriales de la mano de un ejército multilateral, han conducido a una altísima dependencia estructural, a la pérdida de la soberanía, la violación permanente de los derechos más elementales y a la erosión del tejido social y de la movilización popular.

Tras la destitución en 1991 del entonces presidente Jean-Bertrand Aristide, tropas de decenas de países bajo mandato del Consejo de Seguridad (CS) de Naciones Unidas se han establecido ininterrumpidamente en este pequeño pero importante territorio del Caribe.

Desde la instalación de la primera “operación de paz” en 1993 y hasta el día de hoy, el país se ha mantenido inmerso -orquestada y convenientemente- en una crisis múltiple, compleja y permanente que garantiza, por un lado, la continuación en el poder de regímenes ad hoc a los intereses extranjeros y los privilegios de quienes lo ostentan y, por otro, el mantenimiento de condiciones hostiles para el pueblo que favorecen a quienes ejercen la dominación. En otras palabras, el vacío de poder que ha sido impuesto a través de la injerencia humanitaria no ha sido fruto del azar sino configurado para justificar la presencia extranjera en el territorio y mantener al pueblo bajo el control imperialista.

Prueba de lo anterior, por ejemplo, es que con el respaldo del Partido Haitiano Tèt Kale (partido de extrema derecha que es apoyado financieramente por la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional- USAID), los últimos tres gobiernos encabezados por Michel Martelly, Jovenel Moïse (asesinado) y Ariel Henry, han solicitado apoyo permanente al Consejo de Seguridad (CS)[1] para implementar nuevas intervenciones en el territorio, so pretexto del aumento de la inseguridad. Ello se da, sin embargo, bajo el entendido de que son estos mismos dirigentes quienes, en contubernio con poderes occidentales, han sido los responsables del brutal proceso de destrucción de las instituciones nacionales, de la  gangsterización del país y de llevar a las clases trabajadoras y las comunidades rurales a vivir bajo niveles de violencia sin precedentes.

A pesar de que en octubre de 2023 se instaló la más reciente intervención humanitaria con el nombre de Misión Multinacional de Apoyo a la Seguridad en Haití, la inseguridad, expresada en secuestros, violencia sexual y de género, trata de personas, tráfico ilícito de migrantes y armas, homicidios y ejecuciones extrajudiciales y reclutamiento de niños por parte de grupos armados y redes delictivas, es hoy parte de la dolorosa cotidianeidad de millones de haitianos y haitianas.

La nueva operación de paz no sólo no ha podido hacer frente a estos enormes desafíos sino que, como las anteriores, ha contribuido a la destrucción de las instituciones nacionales, a la ruptura del tejido social y al reforzamiento de la dependencia exterior como parte de una estrategia consciente para debilitar al país, justificar la ocupación y mantener al pueblo en el miedo.

A raíz del asesinato del presidente Moïse, el recrudecimiento de la violencia en Haití ha llevado al desplazamiento de 1.3 millones de haitianas y haitianos, lo que significa una cifra récord en la historia del país. Al día de hoy, las pandillas controlan el 90% de Puerto Príncipe y mantienen en su poder entre 270 mil y 500 mil armas de fuego procedentes de Estados Unidos, según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, lo que ha sumido al país en una crisis de violencia e inseguridad profunda. Entre enero de 2022 y octubre de 2025, más de 16,000 personas han sido asesinadas y otras 7,000 resultado heridas debido a la violencia armada. En 2024, más de 5,600 personas murieron a manos de las pandillas, lo que supuso un aumento de más de 1,000 respecto del 2023, mientras que otras 2,212 personas resultaron heridas y 1,494 fueron secuestradas. Entre enero y agosto de 2025, hubo más de 6,000 asesinatos entre los que se cuentan al menos 630 niños, niñas y mujeres, lo que se traduce en un aumento del 24% respecto del año anterior. Entre marzo y agosto del 2025, 960 personas (en su mayoría mujeres y niñas) sufrieron de ataques de abuso sexual y es debido también a la violencia que más de 5.7 millones de personas (poco más de la mitad de la población de Haití), padecen hambre extrema; dentro de las cuales 8,400 se encuentran en riesgo inminente de muerte por inanición.

Por si fuera poco, las intervenciones disfrazadas de humanitarismo han permitido la propagación de más de 10,000 organizaciones no gubernamentales en el país, generando una economía paralela que, entre otras cuestiones, resta autonomía institucional y social. La “república de las ONG”, como la denomina Dupuy (2019), adoptó funciones propias del Estado, incluyendo la distribución de alimentos, la provisión de servicios y la gestión de emergencias; fenómeno que no sólo debilitó a las instituciones locales, sino que desplazó su autoridad y autonomía. Desde el punto de vista geopolítico, dicho proceso refleja un patrón de dependencia funcional en tanto que Haití se ha convertido en un territorio administrado por actores externos acentuando su incapacidad para tomar decisiones y decidir sobre sus propios recursos y su administración pública.

Siendo así, la narrativa humanitaria ha operado como un dispositivo ideológico que legitima la dominación, en la medida en que pretende hacer creer que el país necesita ayuda externa para sobrevivir; lo que a su vez reproduce las formas de colonialidad del poder a través de la imposición de estructuras de autoridad que subordinan las capacidades locales a la hegemonía occidental.

Por otro lado, el estado de excepción al que ha conducido el asistencialismo internacional impide la movilización social y la participación en la vida política. La militarización permanente que se vive en el país (proveniente de las tropas multilaterales de NU, del gobierno nacional y de sus grupos paramilitares, así como de las pandillas) paralizan a la población por medio del ejercicio del terror, lo que rompe el tejido social, los lazos de confianza y cualquier proceso de resistencia. Impedir la participación política del pueblo, facilita la práctica de un proyecto económico cimentado en el saqueo de los recursos del país a favor de los intereses de las trasnacionales; proyecto que necesita un poder autoritario y un alto grado de represión para consolidarse.

Como otros tantos territorios alrededor del mundo, Haití es muestra de que las misiones de paz no son simples fracasos administrativos, sino expresiones concretas de una lógica geopolítica global donde el humanitarismo actúa como una herramienta de control. Mas que ayudar a la reconstrucción del país, estas operaciones han reforzado un modelo de intervención “legitimada” que reproduce las jerarquías del sistema internacional.

La intervención de la ONU, a merced de sujetos hegemónicos, se inscribe en la lógica de la llamada seguridad hemisférica impulsada por Estados Unidos y sus aliados. La proximidad geográfica de Haití y su historia de resistencia anticolonial lo han convertido en un espacio estratégico para la proyección de poder del capitalismo global. Como argumenta Ceceña, su ubicación en el Caribe representa, entre otras cosas, una posición importante para cerrar el acceso al petróleo del Golfo de México, establecer posiciones intermedias entre Cuba y Venezuela y controlar una vía de acceso primordial para la circulación de mercancías que se transportan desde ahí hasta Estados Unidos, Europa, América Latina y el resto del mundo.

Haití devela el lado oscuro del humanitarismo pues no solo lo ha alejado cada vez más de la paz, sino que a través de él se ha consolidado un sistema de dependencia estructural que responde a intereses geopolíticos más amplios. La ayuda humanitaria, que más bien parece ser humanicida, ha servido como instrumento de control y legitimación de un orden mundial injusto y desigual, donde el humanitarismo, instrumentalizado en las misiones de paz, se muestra como un rostro más del neocolonialismo pues solo han profundizado las relaciones de inestabilidad, desigualdad y violencia. Superar esta situación implica, por un lado, repensar el papel de Haití en la geopolítica global y reconocer su derecho a la autodeterminación y, por otro y quizá más importante, reconocer que es en sus movimientos sociales de resistencia colectiva en donde se encuentra la respuesta para construir sus propios caminos hacia la paz.

Frente al constante silencio institucional y mediático de la sociedad internacional sobre los abusos e injusticias cometidos a través de las misiones multilaterales, la resistencia del pueblo haitiano frente a siglos de intervenciones y ocupación es una muestra de su persistente lucha; resistencia que se ha forjado desde 1804 y que hoy se muestra en la organización comunitaria y en el constante reclamo por su libertad. Aun con recursos escasos y en una tremenda soledad, el pueblo resiste heroicamente, por lo que reconocer la valentía, la firmeza, la resistencia y la creatividad del pueblo haitiano se vuelve fundamental para visibilizar que, aunque en sus calles se vive una guerra casi genocida, el pueblo sigue en pie.


Nota

[1] En el que Estados Unidos y Francia, ex metrópolis coloniales de Haití, son dos de los cinco miembros permanentes con derecho de veto.

ALAI


 

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