Argentina: hablando de golpes – Por Charo López Marsano y Ernesto Salas, especial para NODAL

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Por Charo López Marsano* y Ernesto Salas**

El 6 de septiembre se cumplen 90 años del golpe cívico militar que encabezó el general José Félix Uriburu contra el gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen. En el momento en que algunos políticos y comunicadores agitan el fantasma de un estallido, estaría bueno recordar los males que tales intervenciones trajeron a la Nación.

El vicepresidente Enrique Martínez caminaba por las paredes. Según sus críticos no atinaba a organizar ninguna resistencia frente al levantamiento. A medida que pasaban las horas del día y se conocían las noticias del avance de las tropas por la ciudad —afirman—, pareció darse cuenta que se esfumaban sus esperanzas de un acuerdo con los golpistas que lo tuviera como protagonista. Tras el mediodía ya sabía que había sido engañado. Los colaboradores de Hipólito Yrigoyen que lo acompañaban —el presidente se encontraba enfermo y había delegado el mando— trataban de convencerlo a toda costa de que había que articular a las fuerzas leales para conjurar la asonada y defender la Casa de Gobierno. Algunos de ellos —el teniente coronel Pomar, el general Enrique Mosconi— se habían trasladado  a lo largo del día al Arsenal y a los cuarteles de Campo de Mayo para asegurar que esas unidades apoyaban la legitimidad democrática.

Pero no había caso. Cada vez más tenso, Martínez gritaba para sí “¡Me han traicionado!, ¡me han traicionado!”. Entre tanto los demás trataban febrilmente de lograr que al menos ungrupo de policías fuera trasladado para la defensa del último reducto que quedaba del gobierno.

Un rato más tarde, el vicepresidente ordenó que ondeara una bandera de rendición en uno de los balcones de la casa. Fue entonces que la situación escaló hacia el ridículo. Martínez, oculto en la planta baja, trataba de abandonar la sede gubernamental cuando fue interceptado por José Benjamín Ábalos, el ministro de Obras Públicas. Ayudado por algunos asesores lo obligaron a subir en el ascensor que los llevaría de vuelta al despacho ante la airada y desesperada resistencia del presidente a cargo. Pedía que le alcanzaran un arma: —Me han traicionado, —repetía.

Los sucesos que habían ocurrido en la Casa de Gobierno en la jornada del 6 de septiembre se conocieron por el intercambio epistolar aparecido en los diarios en los años siguientes.

Todo empezó cuando Martínez adujo en su defensa, en una carta que inició la polémica, que:“…no puedo menos que mirar con ironía a esos numerosos héroes que surgen ahora y que, según sus propias manifestaciones,  querían organizar y preparar defensas. Mientras este vicepresidente […], según ellos, los reducía en sus intentos bélicos y los obligaba a aceptar la situación que él creaba”.

Indignado por las declaraciones de Martínez,José Benjamín Ábalos le respondió —también públicamente. En su descargo, comenzó explicando que si no lo había hecho antes era porque había querido “echar un piadoso manto de olvido sobre su comportamiento que fue público y notoriamente malo”. Pero que ahora se sentía provocado y ofendido “pues a mis consideraciones ha retribuido con groserías hacia quien más le defendió en ese instante y al que le debe que usted no haya fugado vergonzosamente de la casa de gobierno”.Tras lo cual contó pormenorizadamente su versión de los hechos:

“Usted, doctor Martínez, no dejó abandonada la Casa de Gobierno porque yo se lo impedí, porque al disponerse a tomar su auto en la planta baja, oculto en  el rincón oscuro, vecino al ascensor, llegué corriendo desde su despacho ya absolutamente vacío, descendiendo por la escalera para ganar tiempo, y encontrándole inquieto e indeciso le dije: “Doctor Martínez, usted no debe irse a menos que vayamos a Campo de Mayo, a La Plata o a un buque de guerra, que sería lo más apropiado para adoptar una decisión”. Por toda respuesta, usted lanzó una exclamación histeriforme, abrió los brazos en cruz y me dijo: “¡Máteme, máteme, me han traicionado!”. Me puse afónico en mi esfuerzo por convencerlo que se hallaba entre amigos que se dejarían matar antes que usted.  Todos intervinieron para tranquilizarlo, y como usted desconfiaba de todos, no quería aceptar ni un trago de agua que le ofrecí reiteradamente con el ánimo de calmarlo. Lo hice bajar a su chofer diciéndole: —Hazle comprender a tu patrón que nadie lo quiere matar. Debíamos salir de ese rincón, pues era preferible aceptar la fuga antes que nos encontraran ahí amontonados confundidos en una mancha de vergüenza y cobardía. Pero usted, pobre doctor Martínez, se había pegado a la pared como una ventosa y pedía con los brazos en cruz que se lo matara, obsedido por una idea absurda que dominaba su espíritu de tal suerte que no le permitía aceptar ninguna reflexión ni siquiera por respeto a su alta investidura. Ningún argumento era convincente para usted y cuando le recordé entre gritos que el presidente de la Nación y su deber imperioso de ocupar el sitio que le correspondía, me contestó ofuscado, sudoroso, anhelante, visiblemente perturbado: “Qué presidente, ni presidente”. Por ratos tornábase su aspecto cómico y en histéricos arrebatos deseaba que lo matasen o amenazaba suicidarse pidiendo su revólver”.

Enrique Martínez            José Benjamín Ábalos

Martínez le respondió que si era tan valiente y estaba tan dispuesto a organizar la resistencia, por qué no lo había hecho de todas maneras; que si tanto estaban de acuerdo los presentes en hacerlo, lo podrían haber desplazado sin más. En su carta lo trató de tilingo, infeliz, canalla; y dejó el reto para el final: “el que no quiso derramar sangre ajena inútilmente, para pintarse como valiente,  está dispuesto a defender su honor con la propia, si es que hay un hombre detrás del farsante que pretende aparecer como el héroe de septiembre”.

Sin haberlugar para las palabras, la disputa entre ambos se saldó mediante un duelo. Ábalos escogió el arma por ser el ofendido: sable, a filo, contrafilo y punta. El 28 de marzo de 1932 se batieron en presencia de los padrinos, los medios gráficos y decenas de curiosos en un casco de estancia.El enfrentamiento duró cinco segundos, el tiempo para que Ábalos, en su primer ataque le hiciera con su sable un extenso tajo en la mejilla a Martínez, lo que determinó que los médicos dieran por finalizado el lance.

Golpistas

Todavía hoy cuando se habla del violentoderrocamiento del gobierno democrático de 1930, muchos historiadores resaltan la efusividad cívica de las fuerzas que lo derrocaron, y la responsabilidad que tuvo Hipólito Yrigoyen en el fin de su gobierno. Que estaba senil, que insistía con atender todas las cuestiones, que era caudillesco, mujeriego y autoritario, que había intervenido en las provincias, que era instigador del asesinato de Lencinas. ¿Por qué será que en todos los casos en los que las minorías arrebatan el poder a las mayorías los líderes populares son atacados casi de la misma manera por la prensa antes de sacarlosdel gobierno?

Hasta la Suprema Corte de Justicia acordó la legitimidad de la ruptura constitucional y sentó la peor de las jurisprudencias en ese sentido.

En septiembre de 1930, el diarioCrítica de Natalio Botana, el profesor Alfredo Palacios y los estudiantes de la universidad de Buenos Aires, los socialistas, los conservadores, los radicales antipersonalistas —y hasta el mismo Marcelo T. de Alvear— coincidieron en que era mejor hacerle el caldo gordo al golpe militar encabezado por el fascismo criollo de José “Von Pepe” Félix Uriburu, Marcelo Sánchez Sorondo y las bandas armadas de cajetillas porteños, antes que sostener al presidente elegido democráticamente por el 62% de los votos tan solo dos años antes. Tenían tanto odio por Yrigoyen, por sus métodos y por la chusma radical, que apoyaron la interrupción democrática sin dudarlo.

Como no dudaronluego en pasar inmediatamente  a la oposición y criticar también a la dictadura que ellos mismos con sus acciones habían ayudado a instalar. A pesar de que los siguientes diecisiete meses las consecuencias fueron nefastas para los sectores populares, aquellos demócratas no se hicieron cargo porque ya estaban pensando la manera de impulsar la versión más liberal deladictadura en la figura de otro general, Agustín P. Justo.Una vez instalado el general Uriburu, Alfredo Palacios renunció a su cargo de decano de la Facultad de Derecho porque era “contrario a la Constitución y al espíritu democrático que le inspira, reconocer una Junta impuesta por el ejército”. No se debe de haber dado cuenta de su colaboración.

Los primeros días después del golpe la dictadura decretó la Ley Marcial, y para demostrar que no eran jarabe de pico fusiló en el centro de Buenos Aires y en Avellaneda a varios ladrones. Sin juicio alguno y en el acto. El comisario “Polo” Lugones, el mayor José Washington Rosasco y el coronel Rodolfo Levrero instalaron sendos regímenes de terror  y tortura en Buenos Aires, Avellaneda y Rosario, respectivamente. Anarquistas, radicales y hasta algunos militares díscolos pasaron por los lugares del horror. El cuadro 3 bis de la cárcel de Villa Devoto y el penal de Ushuaia, la “Siberia argentina”, se llenaron de presos políticos y sociales.En Rosario, los militares secuestraron a varios anarquistas que imprimían un periódico en contra del golpe fascista y fusilaron al obrero catalán Joaquín Penina haciendo desaparecer su cuerpo. El diario Crítica fue cerrado y Salvadora Onrubia, esposa de Botana, fue detenida por sus simpatías con el anarquismo.

En 1932, luego que fuera instalado un nuevo general en el gobierno mediante el fraude, Palacios y Botana fueron los más activos detractores de la tortura  y el terror que había impuesto el régimen de Uriburu. Del fraude electoral que llevó a Agustín P. Justo a la presidencia, evidente y flagrante, no opinaron.

El golpe de estado abrió la puerta a la restauración conservadora y a una política favorable a los intereses de los sectores concentrados de la ganadería que se veían amenazados por la crisis mundial de 1929. No sería la primera ni la última vez. Comenzaba la “década infame”.

*Charo López Marsano es Magister en Humanidades, Cultura y Literatura Contemporánea (UOC) y Profesora de Historia (UBA). Es coautora de los libros ¡Viva Yrigoyen! ¡Viva la revolución! La lucha armada radical en la Década infame (2017) y de El Atlas del peronismo. Historia de una pasión argentina (2019).

** Ernesto Salas es Licenciado en Historia (UBA). Director del Centro de Estudios Políticos de la Universidad Nacional Arturo Jauretche. Es coautor con Charo López Marsano de ¡Viva Yrigoyen! ¡Viva la revolución! (2017).

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