Odebrecht y la fatídica caja B – Por José Steinsleger

1.302

Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por José Steinsleger*

En el decenio de 1920 surgió en América Latina una generación de militares nacionalistas que, emulando a las grandes potencias de la época, concluyeron que la defensa de la soberanía nacional exigía, ineludiblemente, el desarrollo de la industria nacional.

El general argentino Enrique Mosconi, por ejemplo, recorrió varios países del continente planteando que “sin el monopolio del petróleo es difícil, diré más, es imposible para un organismo del Estado vencer en la lucha comercial a las organizaciones del capital privado”.

Años después, en México, el presidente Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo (1938). Y en Brasil, la prédica industrialista del presidente Getulio Vargas cautivó, entre otros, a jóvenes empresarios como Norberto Odebrecht, fundador en 1944 de la constructora que con el tiempo será conocida como Grupo Odebrecht (GO).

Con altibajos, los gobiernos de Brasil habían favorecido desde 1930 la intervención del Estado en la economía. En 1952, Vargas creó el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (Banedes), mientras en Bahía el GO erigía el primer edificio de Petrobras (1953), a más de conseguir importantes contratos para el desarrollo del nordeste brasileño

Como era de esperar, Norberto aplaudió el golpe militar del 1º de abril de 1964. Pero su suerte pegó un salto extraordinario cuando en el decenio siguiente llegó al poder el general Ernesto Geisel (1974-79), viejo amigo de la familia y cuarto de los cinco jefes de la dictadura, que llegaría a su fin en marzo de 1985.

Con el espíritu de Henry Ford, el GO tenía la peculiaridad de formar a 90 por ciento de los ingenieros donde se hacían las obras, con un sistema en que todos ganaban: empresa, políticos, trabajadores. Naturalmente, el único que perdía era el tesoro público. Así, en los decenios de 1970 y 1980, expandió sus negocios por América Latina, África, Asia y Estados Unidos.

En consonancia, Norberto escribió varios libros en los que sistematiza sus conocimientos desde los 15 años, cuando empezó a trabajar de soldador, armador, herrero y jefe de transporte en la empresa de Emilio Jr Odebrecht, su padre.

Según el economista de la Cepal Regis Bonelli, casi 90 por ciento de los 300 mayores grupos nacionales privados brasileños estaban bajo control familiar en la década de 1980. Casi todos mostraron interés en las concesiones de servicios públicos y en las privatizaciones. Sin ellas, resultaba imposible hacer obras públicas.

En ese contexto, contadas empresas ganaban las licitaciones públicas (OAS, Camargo Correa, Andrade Gutierres, Odebrecht…). Dato no menor: durante el gobierno militar, se dictó una ley para salvaguardar a las constructoras nacionales. Tales fueron las “hadas madrinas” del llamado “milagro brasileño” (1968-77), que en el decenio de 1980 protagonizaron un vertiginoso proceso de ­internacionalización.

Las empresas controlaban, en efecto, la infraestructura del país, y a finales del siglo, el GO podía ufanarse de trabajar en 60 países del orbe, con 168 mil empleados en nómina. Construcciones civiles y de ingeniería, puertos y aeropuertos; termoeléctricas, petroquímicas, refinerías, transporte de Metro, acueductos, soterramiento de ferrocarriles, industria aeroespacial, autopistas…

En 2002 Norberto cumplió 82 años, pasando a presidir el consejo de administración del GO. Su hijo, Emilio Alves, quedó en la dirección general, y Marcelo (su nieto de 34 años), fue nombrado chief executive officer (CEO). Varias publicaciones especializadas de ingeniería, construcciones, inversiones y finanzas, destacaban al GO como la mayor constructora de América Latina, con ingresos brutos de 15 mil millones de dólares.

¿“Agilidad empresarial” frente al Estado “ineficiente y burocrático?” Quien sabe. Pero cuando Luiz Inacio Lula da Silva ganó las elecciones en 2003, las grandes empresas brasileñas ya aplicaban “el método Odebrecht”: incluir, en sus organigramas, la “caja B”, cosa que en lenguaje meritocrático, se llama “sección de intereses estratégicos”, concebida para corromper a políticos y funcionarios del Estado.

Con Chávez, Lula, los Kirchner, Evo, Zelaya, Correa, Mujica, Dilma, los ideales de integración subregional y cooperación, empezaron a recorrer un camino auspicioso en América del Sur. Pero como nada es perfecto ni previsible, el ex contratista de la CIA Edward Snowden reveló en 2013 que la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos (NSA, por sus siglas en inglés), interceptaba de modo permanente la red informática privada de Petrobras.

La presidenta Dilma Rousseff denunció la filtración y Washington optó por matar dos pájaros de un tiro: destruir a Lula y el Partido de los Trabajadores con el pretexto de la indudable corrupción del Grupo Odebrecht y lo que más allá de su moralina le interesaba: la estratégica gravitación económica y política de Brasil, en su “patio trasero”.

El novelón

El laberinto de intrigas, intereses, y miradas geopolíticas en torno al llamado caso Odebrecht, se presta para un novelón de largo aliento. ¿Cuándo empezó esta historia nada heroica y reveladora de la irrecuperable degradación ética y moral del capitalismo, suponiendo que alguna vez la hubo?

Quizá en 1992, cuando el Grupo Odebrecht (GO) prescindió de la joven secretaria Concepción Andrade, a cargo de la la sección de intereses estratégicos de la firma (o caja B), destinada al soborno de políticos y funcionarios del Estado. La señora o señorita Andrade se fue a casa. Pero antes hizo una copia de todos los registros de la caja B, y durante 20 años la escondió bajo el colchón, o quién sabe dónde.

Ahora bien: ¿la señora o señorita Andrade entregó a la justicia brasileña los registros de la caja B antes o después de marzo de 2014, cuando el juez Sergio Moro (ignoto magistrado de Curitiba, capital del estado de Paraná), allanó en Brasilia varias gasolinerías con lavaderos de coches ( lavajato, en portugués), dejando al descubierto una red de lavado de dinero que comprometía a políticos ligados con el CEO del GO, Marcelo Odebrecht?

En junio de 2015, la policía arrestó a Marcelo en su lujosa mansión de Sao Paulo. Siete meses más tarde, Moro lo sentenció a 19 años de prisión por haber pagado 30 millones de dólares en sobornos, a ejecutivos de Petrobras. Emilio Alves (su padre y presidente del GO) recibió cuatro años de arresto domiciliario.

Moro saltó a la primera plana de los medios y la operación Lavajato se convirtió en el ariete mediático de las derechas para golpear a la presidenta Dilma Rousseff (primer dato no menor: simultáneamente, los grandes medios persuadían a la opinión de que el PT se había apropiado de las empresas estatales para financiar sus campañas electorales. Y que la corrupción, cómo no, era el principal problema de Brasil).

En agosto de 2016, Dilma fue destituida por un golpe parlamentario, calco y copia del perpetrado en 2012 contra el presidente de Paraguay, Fernando Lugo (segundo dato no menor: un año antes, la embajadora de Estados Unidos en Asunción, Liliana Ayade, ex titular de la USAID y funcionaria del Comando Sur, había dejado la legación, y en 2013 el simpático Barack Obama la nombró embajadora en Brasil).

Marcelo y Emilio acordaron con la fiscalía su culpabilidad, dando el nombre de 182 políticos beneficiados por el grupo empresarial. Sólo en Brasil, delataron a 77 ejecutivos del GO que habían firmado convenios de cooperación con las instituciones de justicia para recibir ventajas judiciales, recibiendo 348 millones de dólares (en México, el GO repartió un monto superior a mil 100 millones de dólares entre los ejecutivos de Pemex).

Los datos descubiertos en las pesquisas de la operación Lavajato llevaron a que un juez federal de Brooklyn acusara al GO y a la compañía brasileña Braskem, de violar la ley antisoborno estadounidense para empresas extranjeras. Así, a finales de 2016, el Departamento de Justicia de Estados Unidos publicó una investigación, detallando 15 años de sobornos del GO en 12 países: Angola, Mozambique, Colombia, México, Panamá, Guatemala, República Dominicana, Perú, Argentina, Venezuela, Ecuador y Estados Unidos. En números redondos, 800 millones de dólares… El GO admitió su arrepentimiento profundo por la conducta de sus empleados, y a cambio de ser liberado de los cargos aceptó pagar multas por 3 mil 336 millones a los gobiernos de Estados Unidos, Suiza y Brasil.

A todo esto… ¿quién era el juez Sergio Moro? Adiestrado por el Departamento de Estado en lawfare (judicialización de la política), Moro intercambiaba información con el argentino Claudio Bonadio, el otro superjuez que durante el gobierno de Mauricio Macri (2015-19) le tocaba, mágicamente o por sorteo (¡uf!), todas las causas por corrupción contra Cristina Fernández de Kirchner.

Pero en abril de 2017, Moro logró de Marecelo la única confesión que le importaba a sus jefes offshore: involucrar a Lula como uno de los receptores de sobornos del GO. ¡Bingo! En 2018, Marcelo obtuvo el arresto domiciliario y Lula fue sentenciado a nueve años de prisión. Como nunca apareció prueba alguna, otro juez falló a favor, liberando al líder indiscutido de los trabajadores brasileños en noviembre de 2019.

En sus declaraciones, Marcelo dijo cosas muy interesantes. La primera: A pesar de los 900 millones de dólares invertidos para remodelar el puerto de Mariel, Cuba fue el único país donde ningún funcionario aceptó sobornos. La segunda: Si empiezo a hablar van a tener que habilitar celdas para varios presidentes de América Latina.

La delación fue recompensada. Marcelo Odebrecht recibió 116 millones de dólares, y una participación minoritaria de 2.79 por ciento en las acciones de la empresa. Nada mal para volver a empezar y retomar el espíritu del abuelo Norberto cuando fundó la empresa, en 1944: asociación y confianza en las personas.

* Periodista y escritor argentino residente en México. Columnista de La Jornada de México.

Más notas sobre el tema