Cuba: Las masas en julio – Por Leyner Javier Ortiz Betancourt – La Tizza

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Leyner Javier Ortiz Betancourt – La Tizza

En crisis cambian las cosas. Cambia lo legítimo y el conocimiento sobre lo social. El conjunto de un determinado horizonte cambia. De súbito, se suspenden las mediaciones hegemónicas y se devela una verdad conflictiva en el fondo de la sociedad. Encuentro aterrador aquel de la sociedad consigo misma.

Y ante el conflicto que se vislumbra como límite, se le enfrenta de repente un afán de rebasamiento, de conquista, como si toda la historia se condensara un día sobre las apetencias de la gente. El 11 de julio de 2021 fue, por cierto, también una crisis. ¿Qué se debe decir hoy sobre aquella jornada crítica, sobre el fondo social que se echó a ver?

Trance doloroso y desarticulación social
Hay que comenzar por lo obvio: que Cuba ha sido siempre, y no solo a partir de la crisis de los noventa, una sociedad heterogénea. Sucede, no obstante, que en la memoria de los setenta y ochenta se privilegia una homogeneidad que borra las distinciones reales. En lo que nos ocupa, no dejó de existir en la Cuba posterior a la estatización de pequeños negocios del 1968 un amplio y resiliente sector privado, no solo asentado en el campesinado legal, sino en redes clandestinas de comercio.

Lo distintivo era quizás la manera en que este circuito de intercambio mercantil dependía del Estado: en la escasez de productos estatales y en los límites de su poder estaba su nicho de acción. Lo que sucede a partir de los noventa es que este sector se autonomiza a partir de un proceso doble: por un lado, se repliega la autoridad moral y el alcance efectivo del poder estatal; por otro, se amplían los bolsones de economía mercantil de reproducción simple.

Podemos hablar, a partir de los noventa, de tres circuitos superpuestos, conectados de manera deficiente y jerárquica. En la cúspide un circuito minoritario, la llamada economía mixta, en la práctica concesiones estatales al capital transnacional en un pacto doble con empresarios y obreros: a los primeros les garantiza la disciplinada super-explotación obrera, a los segundos les garantiza la estabilidad fordista del empleo.

En el intermedio, la economía estatal, el circuito mayor, con varios niveles de producción de riqueza, sitio del acuerdo paternalista y benefactor clásico entre obreros y Estado: estabilidad de empleo, contrato colectivo, fondo de jubilación, derechos sociales asociados como la educación y la salud gratuitos, estabilidad en los precios de productos básicos, prohibición del despido, jornada de ocho horas, entre otros.

Desde el punto de vista cultural, no hay antagonismos de peso entre estos dos circuitos, por lo que tienden a fusionarse en una única forma de autopercepción. Y, en el fondo, el circuito de economía mercantil tendiente a la reproducción simple, con varios niveles internos de acumulación pero carentes del empuje de los grandes capitales.

Autonomía significa aquí, en breves palabras, que las personas reproducen el grueso de sus vidas en el marco exclusivo de estos circuitos, aunque siempre hay intercambios entre estos bajo diversas modalidades y con variable intensidad. Esta superposición de economías en que existe Cuba genera distorsiones increíbles por sí sola, y máxime cuando no es conocida en cuanto tal. Si el pensamiento supone a la economía como un sistema unificado encontrará una barrera difícil de traspasar en su aplicación práctica.

El barroco social que describimos tiene fuerte relación con el proceso de repliegue estatal. Mas ocurre que antes del repliegue hubo una expansión derivada del impulso del 1959. Hablamos de dos procesos profundamente violentos. El surgimiento de un Estado como el del 59, que se irrigaba con las potencias de la revolución, provocó enormes transformaciones en la sociedad. En breve tiempo un único poder jerárquico centralizado se expandía sobre todo el conjunto social.

La burocracia se volvió una fragua nacional en donde se equiparaban todas las clases, todos los oficios, todas las pieles, en una única estructura general, en un ejército, en una escuela. La igualdad, mediada por la jerarquía, alcanzaba a ser más igualitaria en la medida en que el poder más alto era, a la vez, el poder más democrático. La sociedad incorporó rutinas y ritualidades en su cotidianidad, se ordenó el conjunto de la vida de acuerdo a planes y disposiciones, se vislumbraba un futuro certero y un pasado acumulado y valioso para el porvenir.

Y claro, se disciplinaron duramente los cuerpos, se les impuso normas rígidas y un tiempo que, aunque siempre en transición, tenía la textura de la eternidad. Era, el Estado, un instrumento para ser en el mundo, mantener algo se soberanía en un entorno tan agresivo hacia los pequeños y pobres, tan plagado de inciertos aliados y peligrosísimos enemigos.

Era un medio para ser nación a lo interno de Cuba, para amasar toda la densidad del país en una única intensidad. Pero los medios trastocan en fines y el Estado instrumental se vuelve finalidad, coarta la imaginación y restringe el accionar en normativas técnicas. La realización estatal de la cubanidad desde 1959 tuvo tales potencias y tales límites.

Si la expansión del Estado del 59 fue violenta, su repliegue no lo fue en menor medida. Tal repliegue fue, en rigor, nada menos que un desgajo masivo. Gentes desarraigadas de una materialidad estatal y una idealidad moderna que han probado ya no ser válidas ante ellas, al no ser capaces de garantizarle la reproducción de sus vidas, se vieron forzadas a lanzarse a las fauces del mercado. Era, para ellas, el colapso de un orden simbólico. «Rotos y perdidos», diría Fernando Ortiz, fluyen al mercado en «desajuste y reajuste» permanentes, en perenne inestabilidad.[1]

Allí, en este registro jerárquico descentralizado, mediado por la acumulación de capitales, se forjó también la nación cubana. Dejar en vacancia un espíritu para que asimile otra norma es sin duda un proceso traumático. Transitan hacia el desorden, ven el futuro con gran dificultad y la narración de vida, tan flexible, termina por ser enrevesada y opaca. La jerarquía, el prestigio, el valor, para muchos todo ello depende ahora en gran medida del dinero. Lo simbólico y lo comunitario se constriñen a espacios casi marginales.

Lo interesante de este repliegue estatal no es su causa en el escaso financiamiento, sino un pensamiento de Estado que privilegia ciertos frentes y se permite abandonar otros. No obstante, el privilegio de los frentes que conservan la presencia estatal, a saber, los circuitos de economía estatal y mixta, tiene que ver no solo con la voluntad del Estado sino con la capacidad de tales sectores de forzarlo a estar presente; y la vulnerabilidad de otros, a saber el circuito mercantil simple, para convocarlo en su favor.

La vasta capilaridad de determinadas instituciones del Estado y dimensiones de la hegemonía son los factores de poder que sostienen la unidad cubana en un único registro jerárquico.

Nos ocupa, pues, la existencia autónoma del circuito del fondo, el de reproducción simple, al cual muchos llaman marginal,[2] y la manera en que, a pesar de su relativa separación del resto, transforma en lo profundo la subjetividad nacional. ¿De qué demografía sectorial hablamos?

Los Anuarios Estadísticos tienen un fuerte sesgo estatal, por lo cual las categorías que usan para «cuantificar» la realidad cubana inevitablemente falsean y disminuyen las cifras del sector mercantil simple.[3] En todo caso, según el Anuario de 2020, de los 4.643.800 «ocupados», 1.017.300 pertenecen al sector «privado».[4]

Debemos asumir que, entre el millón de «amas de casa» de las cuales muchas participan de pequeños negocios y los 66 mil «desocupados» que de seguro algo tendrán que hacer para «ganarse los frijoles», son en realidad unos cuantos miles más. A tal cifra se llega luego de progresivos incrementos desde los noventa.

Hablamos en todo caso de al menos un 22 por ciento del total de «ocupados» cuyos empleos sostienen la reproducción de familias, es decir, sus efectos se desbordan con seguridad sobre un amplio entramado intergeneracional, más allá de los individuos. Dice el Anuario, en resumen, que el 9 por ciento de la población cubana se «ocupa» en los predios de este circuito. En verdad son más.

Desde el punto de vista clasista se trata, primero, de un proletariado, urbano en su mayoría, que vende su fuerza de trabajo en variadísimas formas; es también un campesinado privado estratificado -desde los que se autoemplean hasta los que pueden contratar obreros agrícolas- y una pequeña burguesía urbana con similar grado de estratificación -desde el cuentapropismo estable hasta los patrones «macetas»-.

Entre las tres clases sociales prima, en potencia cultural y acumulación de capitales de diverso tipo, la pequeña y mediana burguesía de las ciudades, asociada tanto a la industria de pequeña y mediana escala como al comercio, la banca, el sector inmobiliario, la gastronomía y los bienes suntuarios, también en tales escalas.

¿Por qué entonces, ante tamaña anchura y alcance, este pareciera un sector ausente, que nos llega solo en la visión lujosa de restaurantes o en canciones de reguetón? El horizonte de visibilidad de este sector social tiene que ver con las distancias y exclusiones que le impone el Estado y sus sectores sociales validados, pero también con la manera en que el circuito mismo, es decir, sus gentes en interrelación social logran autopercibirse.

Todo parte de un sentido real de autonomía. Incluso con capacidades propias y precarias de importar, de producir industrialmente, de garantizar una vasta infraestructura de comercialización, el circuito mercantil simple posee una relativa independencia con respecto a la economía estatal. A esta separación verificable se suma una fuerte fragmentación interna que opera en tres niveles: primero, como un archipiélago de empresas de pequeñas dimensiones; luego, como un «archipiélago de actividades» económicas que constituyen a estas empresas fugaces, muchas veces carentes de local incluso; y, por último, como un archipiélago de familias, unidades básicas de consumo.

Se trata de un ambiente sumido además en variadas formas de empleo asociadas a la irregularidad del mercado de reproducción simple: el cuentapropismo -o autoempleo-, la contratación individual sin garantías, la subcontratación, el trabajo por obras, la venta ambulante, entre otros.

Al nivel de fragmentación de la vida social debe agregársele otro rasgo distintivo de este circuito: el cambiadizo corto plazo. En efecto, en este circuito todo cambia constantemente, nada es estable, ni las empresas, ni los empleos, ni las leyes y, por tanto, tampoco las vidas, las narraciones y proyectos. Los despidos, las bancarrotas, las alzas y bajas se suceden con acelerada irregularidad, con pocas posibilidades de previsión.

Lo importante pues, no es controlar el cambio sino ser capaz de adaptarse a él. Esto es lo mismo que incorporar el riesgo y la incertidumbre como normalidad en las vidas. Si el largo plazo colapsa en este circuito por el impulso cambiadizo de las cosas, lo único duradero y estable en él es la propia consecución obsesiva de los cambios.

El ambiente económico al que aludimos se acopla, casi con el rigor de un manual, a lo que se entiende como neoliberalismo. En efecto, aunque sea un mercado acotado, y muchas veces asediado por las cambiantes regulaciones del Estado y las dificultades en su relación con el mercado mundial provenientes del bloqueo estadounidense, no deja de reproducir lo esencial de esta manera neoliberal de pensar la vida.

Opera en este circuito, como rasgo distintivo, la superexplotación característica del capitalismo en las formaciones dependientes. Entendida como la «caída de los precios de la fuerza de trabajo por debajo de su valor, esto es, del necesario para su reproducción física y moral», su efecto en Cuba se ve limitado por obra y gracia del Estado del 59 y las conquistas sociales universales que sostiene.

Como todo proceso económico expansivo, este circuito genera sus propios aburguesamientos y proletarizaciones. Burgueses, los patrones de este reino, que simulan «decencia» para ocultar su riqueza, recelan de todo y de todos, tienen gran orgullo de sus éxitos privados, ganados a golpe de «sacrificios», poseen bienes de lujo como marca de clase, son distantes del traje y la corbata y en apariencia iguales a sus obreros, la pequeñez de sus negocios es correlativa a su potencia intelectual.

Proletariado, el de este circuito, ajeno a las grandes concentraciones técnico-productivas y las industrias colosales del siglo XX, sumido en la pequeña escala, a veces se autoemplea y, cuando es empleado, no participa de asociaciones generales ni se organiza en sindicatos, cambia de oficio como cambia de ropa y, por tanto, cambia también sus relaciones sociales con facilidad, la estabilidad es para él un mito de los abuelos.

No le falta heroicidad a este proletariado, cuya imaginación de la forma sindical es completamente capturada por la CTC de Estado, pero le sobra precariedad y desamparo.

Un efecto crucial de este régimen de vida flexible es la conformación de identidades fluidas. Identidades de todo tipo — laborales, culturales, de clase, etcétera — encuentran gran dificultad para cuajar en virtud de la constante transformación del ambiente y su existencia por pedazos. Esto determina relaciones sociales fugaces, en las que la lealtad y el compromiso son excepciones que confirman la regla.

Mas «‘[f]luido’ puede querer decir adaptable; pero en otra línea de asociaciones, fluido también implica facilidad, el movimiento fluido requiere que no haya impedimentos». Impedimentos son las identidades estables, las regulaciones estatales, las organizaciones obreras; su inexistencia es condición sine qua non de la fluidez. No obstante, en medio de esta absoluta flexibilidad, las gentes logran anclajes emotivos y políticos de carácter corporativo y territorial en su mayoría.

Lo corporativo no remite aquí a una asociación gremial sino, ante todo, a una determinada extensión de las redes mercantiles amigables, es decir, el espacio en el que se mueve, por conocimiento y experticia, el obrero o patrón en cuestión; es, por consiguiente, una configuración corporativa del territorio a la cual se adhiere un cierto afecto ideológico.

El repliegue — nunca abandono — estatal es vía de avance para este proceso. Sitio de intervención fugaz, este circuito, para la legislación y control estatales y, por consiguiente, para su legitimidad. No solo es bajo su poder, sus recursos fiscales, su capacidad para distribuir beneficios o prestar servicios, también es bajo, en consecuencia, su nivel de convencimiento, su capacidad comunicativa, su destreza política y la posibilidad de pactar a partir de prebendas.

Campea aquí la impunidad criminal de diverso grado, escasean los beneficios sociales que en la «sociedad decente» son normales, se entroniza, en fin, como peor y ampliamente verificado efecto, la desigualdad social.

Que el Estado sancione este régimen precario de vida como responsabilidad de las personas al desaprovechar las oportunidades que él brinda es, por supuesto, un acto de delirio. Es sabido que el Estado sintetiza la sociedad, pero síntesis no es reunión de todo lo presente sino, en lo fundamental, de la parte social con efecto estatal, con capacidad de interpelar al Estado. Es sabido que todo Estado se afinca en determinada base social.

La del Estado del 59 es la sociedad más o menos estatizada que pervive en parcial separación del sector mercantil simple. Ser de este pedazo de sociedad, en consecuencia, otorga per se mayores ventajas en las relaciones que deban ser mediadas por el Estado, y esto compete a la carrera política, los trámites burocráticos, la educación, la salud, etcétera. Ser de la sociedad «decente» otorga una especie de «capital simbólico» superior al que poseen los que viven en la sociedad «indecente».

Este es el tipo de capital que el Estado consume y busca cuando entabla relaciones con las gentes. Quien no pertenezca al registro de la moral judeocristiana en las relaciones familiares, al paradigma de la modernidad occidental industrial y a la racionalidad burocrática del Estado no podrá moverse con fluidez en el campo estatal.

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