Un mes de movilizaciones en Panamá y la creciente represión estatal
Por Gabriel Vera Lopes
Panamá atraviesa uno de los ciclos de movilización social más importantes de las últimas décadas. En el último mes, cientos de personas se han manifestado casi a diario en diferentes puntos del país, en rechazo a las principales medidas adoptadas por el gobierno de José Raúl Mulino.
En este contexto de creciente descontento y conflictividad, la única respuesta del Ejecutivo ha sido una escalada represiva cada vez más alarmante. Lejos de propiciar instancias de diálogo, el presidente Mulino descartó cualquier negociación con los manifestantes durante su habitual rueda de prensa del pasado jueves 15, aludiendo a una supuesta conspiración para “desestabilizar” el país.
“Cueste lo que cueste, este país no se detendrá”, advirtió el mandatario, al tiempo que anunciaba un incremento de la presencia policial en las calles y la apertura de procesos judiciales contra quienes participen en las protestas.
El clima represivo continúa agravándose. Sindicatos y organizaciones sociales denuncian detenciones arbitrarias, allanamientos a sedes sindicales y hostigamiento a dirigentes políticos y sociales. En este escenario, Saúl Méndez —secretario general del poderoso sindicato de la construcción SUNTRACS y una de las figuras más visibles del movimiento de protesta— solicitó asilo político en la embajada de Bolivia, tras denunciar amenazas contra su integridad física.
Huelga general: una protesta que se extiende
Desde el 23 de abril, Panamá se encuentra en una huelga general indefinida. Los docentes fueron los primeros en convocarla, en rechazo a la reforma del sistema de pensiones y la aprobación de la Ley 462, considerada regresiva por amplios sectores.
La medida de fuerza se extendió rápidamente por todo el país, incorporando a nuevos sectores y sumando diversas demandas. A día de hoy, participan trabajadores de la construcción afiliados a SUNTRACS, obreros rurales vinculados principalmente a la industria bananera, pueblos originarios y estudiantes, quienes han tomado instalaciones universitarias. Además, múltiples organizaciones sociales se mantienen en movilización permanente.
La reforma del sistema previsional fue una de las principales promesas de campaña de Mulino, luego de que dos gobiernos anteriores fracasaran en su intento por concretarla. Desde su anuncio, en noviembre pasado, sindicatos y organizaciones sociales han expresado su rechazo, denunciando que sus propuestas fueron ignoradas y que el proyecto favorece únicamente a los intereses empresariales.
La Ley 462, aprobada sin consulta ciudadana ni debate parlamentario, supone una transformación radical del sistema de pensiones panameño. El cambio más significativo es el reemplazo del modelo solidario intergeneracional —en el que los trabajadores activos financian a los jubilados actuales— por un esquema de cuentas individuales.
Para el gobierno, esta reforma es necesaria para evitar el colapso del sistema. Sin embargo, sindicatos, analistas y organizaciones sociales la interpretan como una forma encubierta de privatización de la seguridad social.
En conversación con Diógenes Sánchez, dirigente del gremio docente, explica: “Con la legislación anterior, podíamos jubilarnos con entre el 60% y el 70% de nuestro salario. Ahora, con la nueva fórmula, ese monto se reduce a apenas entre el 30% y el 35%. Es una pensión de hambre”.
“Esto afecta sobre todo a las generaciones más jóvenes. Todos los hombres menores de 55 años y todas las mujeres menores de 50 están obligados a acogerse al nuevo sistema, que no garantiza ningún tipo de estabilidad ni dignidad en la vejez” agregá.
El rechazo a la reforma previsional resulta ineludible. Según una encuesta reciente de DoxaPanamá, el 82% de la población se opone a los cambios impulsados por el Ejecutivo.
El acuerdo con Estados Unidos: el punto de quiebre
Aunque el malestar social venía en aumento, el detonante de la indignación general fue el acuerdo militar firmado entre Panamá y Estados Unidos, revelado el pasado 10 de abril. El pacto fue autorizado de forma unilateral por la administración de Mulino, sin debate parlamentario ni consulta pública, y prevé el despliegue de tropas y contratistas militares estadounidenses en territorio panameño durante tres años.
El acuerdo incluye la presencia militar norteamericana en aeropuertos y otras instalaciones estratégicas de defensa. Fue firmado durante la visita del secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth —la primera de este tipo en décadas—, quien arribó al país el 8 de abril para participar en una conferencia de seguridad.
Sindicatos y organizaciones sociales acusan al gobierno de actuar a espaldas de la ciudadanía y de ceder soberanía nacional. La reacción no se hizo esperar: la imagen del presidente Mulino sufrió un desplome considerable. Para fines de abril, casi 7 de cada 10 panameños desaprobaban su gestión.
Un país militarizado
Panamá se encuentra virtualmente militarizado: fuerzas policiales equipadas con dispositivos antimotines han sido desplegadas en terminales de transporte, universidades, comunidades rurales y centros comerciales.
Diógenes Sánchez, denuncia que la Policía Nacional ha comenzado a allanar escuelas, exigir a los directores listas de huelguistas y realizar operativos ilegales en los domicilios de líderes sindicales.
“En la práctica, vivimos bajo un estado de sitio no declarado. Estamos sometidos a una militarización ejercida por la propia Policía Nacional, que con el tiempo ha adquirido un carácter militar. Esto se ha profundizado especialmente desde el despliegue vinculado al proyecto migratorio. Ha sido una evolución gradual, pero en los hechos, la policía se ha convertido en un instrumento para reprimir y perseguir al pueblo panameño”, advierte Sánchez.
Las provincias de Veraguas, Bocas del Toro y Chiriquí se han convertido en focos de represión. En estas regiones, comunidades indígenas denuncian allanamientos violentos, detenciones arbitrarias e incluso desapariciones forzadas. La Policía ha detenido a cientos de manifestantes y ha iniciado decenas de procesos judiciales. Paralelamente, sindicatos denuncian la cancelación de su personería jurídica, el allanamiento de sus sedes y el congelamiento de sus cuentas bancarias.
Frente a esta situación, Saúl Méndez, referente sindical y líder de SUNTRACS, nos cuenta que la resistencia y la lucha contra a la presencia militar estadounidense ha sido una constante histórica en Panamá.
“Durante más de cien años, el pueblo panameño luchó contra la presencia militar de Estados Unidos para recuperar el canal y ejercer plenamente su soberanía. Esa ha sido una lucha sostenida a lo largo de nuestra historia. Finalmente, logramos la retirada de las tropas, la devolución del canal y la recuperación de las zonas adyacentes”, señala.
Méndez añade que, si bien “los problemas persisten”, uno de los más graves es la concentración del poder económico: “Cinco familias adineradas han controlado históricamente el canal, haciendo negocios, desviando recursos y beneficiándose a costa del pueblo”. No obstante, aclara: “Ese es un asunto interno, que nos corresponde resolver a los panameños”.
Una herida histórica reabierta
Desde que Panamá recuperó el control del canal en el año 2000, el país ha firmado más de 20 acuerdos de cooperación militar con Estados Unidos. Sin embargo, nunca antes se había autorizado un despliegue militar de esta magnitud. La memoria histórica, aún latente, se ha vuelto a activar.
Consultado sobre el avance represivo y el acuerdo militar con Estados Unidos, Jorge Guzmán, referente del Frente Nacional por la Defensa de los Derechos Económicos y Sociales (FRENADESO), sostiene que la presencia militar estadounidense no es un problema exclusivo de Panamá, sino una amenaza regional.
“El canal es una arteria vital del comercio mundial, pero también un símbolo de nuestra independencia”, señala. Y advierte: “Históricamente, Panamá ha ocupado un lugar estratégico en los documentos de seguridad de Estados Unidos. No solo como punto de apoyo para intervenciones en la región, sino también como plataforma para controlar el hemisferio occidental y proyectar su agresión”.
Para Guzmán, el nuevo acuerdo convierte al país en una “rampa de agresión contra los pueblos de América Latina”, una situación que, recuerda, ya ha ocurrido en el pasado.