El Ecuador en la edad de la ignominia
Por Soledad Buendía Herdoíza*
“Silenciar el arte que incomoda, borrar la historia que interpela y ocultar las imágenes que denuncian”.
A lo largo del siglo XX, los regímenes fascistas mostraron una relación profundamente hostil hacia el arte. Su instrumentalización no solo consistió en promover una estética propagandística, sino también en destruir sistemáticamente expresiones culturales que representaran la disidencia, la pluralidad o la memoria colectiva. Hoy, en pleno siglo XXI, se repiten ecos preocupantes de este pasado. En Ecuador, estamos viviendo la edad de la ignominia, una forma contemporánea de negacionismo que recuerda los peores momentos del autoritarismo.
Durante el régimen nazi en Alemania, el arte moderno fue calificado como “arte degenerado” y sus exponentes fueron perseguidos. Obras de artistas como Paul Klee, Wassily Kandinsky y Marc Chagall fueron retiradas de museos, muchas destruidas o vendidas clandestinamente. De igual manera, el régimen fascista italiano, bajo Benito Mussolini, promovió una estética nacionalista romana y reprimió corrientes artísticas cuando éstas escapaban de los lineamientos estatales. La estrategia no era sólo estética, sino política e ideológica, eliminar el arte crítico significaba borrar las voces que daban cuenta de la injusticia, de la diversidad y de los conflictos sociales, impidiendo que las futuras generaciones accedieran a versiones alternativas de la historia. Frente a la represión, las injusticias y las violencias, el arte se convirtió en una herramienta de resistencia.
Podemos señalar varios ejemplos a lo largo de la historia, uno de los grandes representantes del arte, Pablo Picasso con la fuerza de su obra “Guernica” desafió los discursos oficiales, documentó el dolor de los pueblos oprimidos y se convirtió en símbolo de resistencia frente al terror fascista.
En América Latina, artistas como Diego Rivera, uno de los más reconocidos muralistas mexicanos, encarnó una corriente de arte político que se enfrentó de manera directa a los poderes dominantes de su tiempo. Su obra se destacó por su compromiso ideológico con las clases trabajadoras, los pueblos originarios y los procesos revolucionarios.
En Ecuador, artistas como Oswaldo Guayasamín dieron continuidad a esta tradición, vinculando el arte con la memoria, la denuncia social y la identidad de los pueblos. Guayasamín, el pintor de Iberoamérica, fue uno de los más importantes exponentes del expresionismo latinoamericano. Su obra refleja el sufrimiento humano, especialmente de los pueblos indígenas, los pobres, y las víctimas de la represión y la guerra. Con series como La Edad de la Ira, plasmó rostros dolientes, manos clamando justicia y cuerpos desgarrados, configurando una estética profundamente humanista y comprometida.
Guayasamín no fue solo un pintor excepcional, fue un testigo del sufrimiento humano, un cronista visual del dolor de los pueblos de América Latina, un defensor de la paz y la justicia social. Su obra, profundamente emocional y simbólica, no buscó embellecer la realidad, sino hacerla visible en su crudeza, especialmente en lo referente a la opresión, la desigualdad y la violencia política.
Desde sus primeras series como Los Niños Muertos hasta sus últimas obras en La Edad de la Ira y La Patria, Guayasamín construyó un lenguaje propio, cargado de rostros alargados, manos extendidas, miradas dolorosas y gritos silenciosos. Pero más allá del lienzo, su obra ocupó muros, plazas y parlamentos, en un acto deliberado de llevar el arte al pueblo y de convertir el espacio público en sitio de memoria colectiva.
Guayasamín fue embajador del arte latinoamericano en Europa. En 1982, fue invitado a realizar un mural para el aeropuerto de Madrid-Barajas. También realizó obras murales en la sede de la UNESCO, en París, institución con la que compartía la preocupación por la paz, los derechos humanos y el patrimonio cultural. Uno de sus murales más notables allí, es símbolo de diálogo intercultural y lucha contra la barbarie.
En Quito, particularmente, destacan el mural en la Universidad Central del Ecuador, ubicado en el salón plenario de la Asamblea Nacional y la Capilla del Hombre, esta última, posiblemente el proyecto más ambicioso del artista dedicado a los pueblos de América Latina. Contiene grandes obras de sus ciclos más importantes, La Edad de la Ira; Mientras viva siempre te recuerdo; El Silencio, entre otras. La capilla está llena de símbolos con un fuego eterno en honor a los desaparecidos, una ceiba sagrada, frases de personajes históricos, esculturas monumentales. Es un espacio educativo, filosófico y político.
El mural, que hoy en el “nuevo Ecuador” se quiere destruir, fue pintado por Oswaldo Guayasamín en 1988, una pieza emblemática del arte político ecuatoriano. Titulado “La Patria”, representa a los pueblos originarios, los trabajadores, las mujeres, y a los próceres de la independencia. Es una narrativa visual de la lucha histórica por la justicia y la libertad. Su presencia en la sede de la función legislativa simboliza una forma de vigilancia popular frente a la corrupción, el olvido y el abuso del poder. ¿Será por eso que les molesta tanto?
Destruir o remover este mural, solo muestra profunda ignorancia; sus argumentos ideológicos recuerdan las prácticas del fascismo clásico, silenciar el arte que incomoda, borrar la historia que interpela y ocultar las imágenes que denuncian. Hacerlo sería un acto simbólico de despojo de la memoria colectiva.
La censura al arte ha sido una constante en regímenes autoritarios. La diferencia entre el pasado y el presente radica en los mecanismos mientras que antes se utilizaban la fuerza y el terror, hoy se recurre a discursos sobre el “nuevo Ecuador” y la “neutralidad política”. Sin embargo, el objetivo sigue siendo el mismo: silenciar el arte como portador de memoria, identidad y resistencia, y se enmarca en un proceso más amplio de desideologización de la cultura, que busca convertir los espacios públicos en escenarios vacíos de crítica.
La historia ha demostrado que cuando el arte es atacado por el poder, lo que se pretende destruir es la conciencia histórica y la capacidad crítica de los pueblos. Desde el fascismo europeo hasta los actuales intentos de borrar símbolos incómodos, persiste la idea de que el arte puede —y debe— ser controlado por quienes ostentan el poder. En ese sentido, nos queda el imperativo moral de defender “La Patria”, el derecho a la memoria, a la crítica y a la diversidad cultural.
*Exsecretaria Nacional de Gestión de la Política del Ecuador durante el Gobierno de Rafael Correa y exasambleísta. Colaboradora del Instituto para la Democracia Eloy Alfaro (IDEAL). Activista por los derechos de las mujeres.