«Fronteras de poder, cuerpos en disputa: Venezuela, entre la dignidad y la estrategia migratoria de Trump»- Por Solange Martinez

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«Fronteras de poder, cuerpos en disputa: Venezuela, entre la dignidad y la estrategia migratoria de Trump»

Por Solange Martinez*

El 18 de julio pasado, doscientos cincuenta y dos venezolanos detenidos sin juicio en El Salvador fueron repatriados a Caracas. Su liberación, lejos de un simple acuerdo diplomático, es un símbolo del momento geopolítico que vive América Latina: mientras Estados Unidos endurece su política migratoria, Venezuela responde con dignidad y activa mecanismos de repatriación en defensa de sus ciudadanos. La migración forzada se ha convertido en una herramienta de presión del Norte, y Caracas intenta convertirla en una política de soberanía.

Este retorno fue parte de un acuerdo trilateral entre Estados Unidos, El Salvador y Venezuela. En ese intercambio, Washington obtuvo la liberación de ciudadanos estadounidenses y Caracas recuperó a cientos de migrantes que habían sido encarcelados sin proceso judicial en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), una megacárcel construida por el presidente salvadoreño Nayib Bukele. Allí, los detenidos —acusados de integrar pandillas como el Tren de Aragua— denunciaron torturas, condiciones inhumanas y detenciones arbitrarias.

El caso refleja una nueva fase en la instrumentalización de la migración en clave geopolítica. Mientras Estados Unidos reactiva la Ley de Enemigos Extranjeros, criminaliza el desplazamiento y busca cerrar fronteras, el gobierno venezolano redobla su estrategia humanitaria con el Plan “Vuelta a la Patria”. Desde 2018, este programa permite el regreso asistido de miles de ciudadanos, con vuelos gratuitos, atención consular y acceso a políticas de inclusión social.

La ofensiva migratoria de la Casa Blanca se intensificó desde enero. En seis meses, se reanudaron deportaciones masivas hacia Venezuela, Colombia, México, Haití, entre otros países de América Latina y el Caribe. Se propuso alcanzar un millón de deportaciones en 2025. La cancelación de permisos humanitarios, la judicialización de abogados defensores de migrantes y el uso de aplicaciones móviles para forzar «salidas verificadas» completan el cuadro de hostigamiento. Frente a eso, Caracas no se quedó callada.

El presidente Nicolás Maduro denunció públicamente que muchos de los detenidos fueron señalados solo por tener tatuajes. Siete menores de edad fueron repatriados luego de haber sido separados de sus familias. Además, el gobierno venezolano acusó a El Salvador de violar el derecho internacional al prestar su territorio como cárcel externa de los Estados Unidos. La respuesta institucional fue rápida: despliegue diplomático, organización de vuelos y denuncia internacional. En palabras de Maduro: “Venezuela hizo un canje pagando caro, pero había que traerlos de vuelta”.

Este posicionamiento contrasta con la lógica de sometimiento que predomina en otros países. Mientras algunos gobiernos aceptan el rol de garantes de la seguridad estadounidense, Venezuela opta por una política activa de protección. Lo mismo ocurre en México, donde el gobierno de Claudia Sheinbaum denunció las redadas masivas del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) que dejaron cientos de detenidos. A diferencia del silencio regional, ambos países alzaron la voz.

El caso del CECOT visibiliza la externalización del control migratorio. Bukele construyó la prisión más grande de América con apoyo logístico de Washington. Allí, El Salvador encierra migrantes ajenos, sin juicio, sin pruebas. El 6 de marzo, otros doscientos treinta y ocho venezolanos fueron enviados a esa cárcel, bajo acusaciones genéricas de pertenecer a bandas criminales. Organismos de derechos humanos denuncian que se trata de una herramienta de represión y que las condiciones allí violan estándares básicos internacionales.

La narrativa que asocia migración con delincuencia se instala con fuerza. Son trabajadores, estudiantes, madres. La estrategia de criminalizarlos fortalece discursos de odio y habilita políticas punitivas.

A escala global, el fenómeno no es menor. En España, grupos de ultraderecha organizan ataques contra migrantes y promueven la “remigración masiva”. En 2024, más de nueve mil personas murieron intentando llegar a las Islas Canarias. Según la ONG Caminando Fronteras, en esa ruta mueren unas veintiocho personas al día, la mayoría mujeres y niñas. La región necesita respuestas estructurales, no parches de contención ni muros.

Frantz Fanon que hubiera cumplido 100 años el domingo 20 de julio- decía que la lucha anticolonial no solo libera territorios, también recupera la humanidad arrebatada. En ese sentido, la política migratoria venezolana —con sus gestos, discursos y acciones— se inscribe en una batalla más amplia por el derecho a existir, a volver, a no ser tratado como desecho.

La migración no puede ser gestionada como problema de seguridad. Es un fenómeno estructural que debe abordarse desde los derechos humanos, la cooperación y la justicia social. Venezuela, en esta coyuntura, no solo está defendiendo a sus migrantes: está marcando un límite geopolítico al intento de disciplinar a los pueblos del Sur.

* *Solage Martínez es docente  investigadora de la Universidad Nacional de Lanús (Instituto de Asuntos Internacionales y Estudios Políticos Manuel Ugarte). Conductora de Esquina América (radio UNLa) y de NODAL Se Prende. Analista de NODAL y del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).

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