«Memear» la angustia, cómo se convierte el dolor en risa viral
Por Lucas Aguilera*
En una de las regiones más desigual del planeta, el meme no es solo un chiste. Es un idioma compartido, un grito comprimido, un espejo roto donde América Latina se ríe para no llorar. Entre gifs, frases recicladas y perritos depresivos, los jóvenes de esta nueva fase convierten la desesperanza en contenido viral. Pero, ¿qué dice esta risa repetida sobre nuestras emociones, nuestras ideas y nuestras formas de resistir?
En TikTok, en Instagram, en grupos de WhatsApp, los memes se deslizan a velocidad vertiginosa. Con apenas unas líneas y una imagen pixelada, condensan lo que cientos de columnas de opinión no alcanzan a decir. En América Latina, donde el desencanto social y la precariedad laboral marcan la experiencia cotidiana de buena parte de la juventud, el meme opera como un lenguaje colectivo de la angustia. Se ríe, pero no se evade. O no del todo.
Desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, pasando por Lima o Santiago de Chile, proliferan los memes sobre ansiedad, agotamiento, pobreza, elecciones fallidas, políticos caricaturescos. La sátira es el vehículo, la emoción y el contenido. Lejos de ser banales, estos formatos virales son artefactos ideológicos comprimidos. Dicen mucho. Y lo dicen con gracia.
El meme no nació en Internet
Aunque el término «meme» fue popularizado por el biólogo evolutivo Richard Dawkins en 1976 como una “unidad de transmisión cultural” —una especie de gen cultural que se replica por imitación—, su encarnación digital tiene un giro específico. El meme digital mezcla texto e imagen, humor y crítica, imitación y variación. Se viraliza porque apela al reconocimiento, no explica, muestra; no desarrolla, insinúa.
Y lo hace con eficacia. Según datos recientes, los memes tienen una tasa de interacción orgánica un 60% mayor que el contenido tradicional y llegan a diez veces más personas que una imagen de marketing tradicional. El 75% de los jóvenes entre 13 y 36 años comparte memes, y más del 30% lo hace por razones emocionales, no solo por entretenimiento.
Filosofía viral ¿qué nos dice el meme?
Como los aforismos, los refranes o los grafitis antiguos, el meme trabaja con la condensación. Es un lenguaje comprimido. Roland Barthes lo habría leído como mito contemporáneo, una estructura que transforma una imagen común en vehículo de ideología. Cuando vemos un meme que ridiculiza a un presidente, que parodia el trabajo precario o que resignifica la tristeza como ironía, no estamos solo ante un chiste. Estamos ante una forma de lectura del mundo.
Umberto Eco ya lo anticipaba, no se puede decir “te amo” sin ironizar, sin citar. Vivimos saturados de signos. El meme nace de esa saturación y se ríe de ella. Jean Baudrillard lo diría de otro modo, es simulacro. El meme no representa la realidad, la reemplaza. En lugar de contar la crisis, la vuelve meme. La estetiza. La transforma en mercancía emocional.
Y sin embargo, funciona. Porque también descomprime. Porque el meme se ríe de lo que no puede cambiarse, y al hacerlo, lo vuelve visible. Judith Butler sostiene que el lenguaje es performativo. El meme lo es, transforma el silencio en código compartido. Invita al guiño, a la complicidad, a una política de la risa.
¿Risa o anestesia?
Pero no todo es resistencia, como señaló el filósofo Peter Sloterdijk, vivimos en una era de cinismo ilustrado, sabemos que todo está mal, pero participamos igual. El meme se inscribe allí. Se ríe del desastre, pero lo acepta. Se burla del sistema, pero lo reproduce. En lugar de transformar, consuela. Es humor como defensa, no como crítica activa.
Hoy, el mandato de ser felices, productivos y positivos todo el tiempo se volvió un ideal impuesto. Si te va mal, pareciera que el problema es tu falta de entusiasmo, no las condiciones en las que vivís. En ese clima, hablar de angustia o de frustración se convierte en un gesto incómodo, incluso sospechoso. De ahí que muchos memes depresivos —como el que dice “una lloradita y a seguir” — funcionen como formas cifradas de comunicar lo que no puede decirse en voz alta. La ironía opera como escudo emocional, permite mostrar el dolor sin exponerlo, protegerse riéndose. Pero esa misma lógica impide, muchas veces, que ese malestar se vuelva demanda o acción colectiva.
La risa alivia, sí, pero también distrae. El meme suaviza el golpe, lo empaqueta, lo vuelve viral. Así, muchas veces, lo neutraliza.
El meme como archivo emocional
Los memes no solo entretienen, también archivan. Documentan emociones colectivas, reacciones generacionales. La ansiedad laboral, el insomnio, la desilusión política, el amor no correspondido. Todo puede ser meme. Y todo puede ser compartido.
Para millennials y centennials —los grandes consumidores y productores de memes—, este opera como diario íntimo cifrado. En lugar de escribir textos largos, se comparte un meme. Se dice “así me siento” sin decirlo. Es identificación instantánea. Es decir lo indecible sin solemnidad.
Desde el psicoanálisis, Melanie Klein sostiene que el humor puede ser una defensa psíquica madura. No evade la angustia, sino que la transforma simbólicamente. En ese marco, el meme funciona como un modo colectivo de metabolizar malestares que no siempre pueden verbalizarse. Convertir el colapso emocional en risa compartida no es negación: es una forma de simbolización que permite sostenerse frente a lo que duele.
Por su parte, la terapeuta clínica Sabrina Romanoff lo explica con claridad, “Los memes permiten a las personas comunicar pensamientos que pueden ser difíciles de expresar verbalmente. Y lo hacen de una forma que genera conexión emocional con otros”. No es solo humor, es empatía comprimida.
Durante protestas o campañas electorales, más del 30% de los memes compartidos incluye contenido político. En América Latina, el meme también vehículo de protesta. Puede ser un refugio, pero también un arma. Entre tanto ruido, logra lo más difícil, hacerse entender.
¿Una filosofía para la era scroll?
En América Latina, donde las crisis no dan tregua pero la imaginación colectiva se reinventa a diario, el meme cumple un rol más complejo que el de mero entretenimiento. Es un idioma emocional, una herramienta política, una válvula de escape que a veces también es una chispa. No cambia el mundo por sí solo, pero sí transforma cómo lo sentimos, cómo lo compartimos, cómo lo discutimos. Y en ese acto de compartir el cansancio, el absurdo o la injusticia, nace algo más que una risa, nace una forma de comunidad simbólica, una pequeña trinchera donde el dolor se vuelve vínculo y el humor, una forma de cuidado mutuo.
El meme no ofrece soluciones, pero sí interrumpe el sentido común, desarma lo solemne, señala lo que incomoda. Nos permite decir lo que no sabíamos que necesitábamos decir. En esa circulación rápida y aparentemente ligera, también habita una potencia, la de narrar el presente con códigos propios, desde abajo, desde el deseo de no rendirse del todo. En tiempos de hiperconectividad donde todo parece desechable y de máximo control afectivo, cada meme que incomoda, que ironiza, que exagera lo insoportable, es también una forma de disputar el sentido común en la nueva fase del capitalismo digital.
* Lucas Aguilera es Magíster en Políticas Públicas y Director de Investigación de la agencia argentina NODAL