Avanza el autoritarismo en Perú mientras se reconfigura la resistencia popular – Por Solange Martínez

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Avanza el autoritarismo en Perú mientras se reconfigura la resistencia popular

Por Solange Martínez*

La represión y criminalización de la protesta y la exclusión social no son fenómenos aislados en el Perú actual, sino los pilares de un modelo de gobierno dictatorial que se sostuvo en el poder desde el golpe a Pedro Castillo en 2022. Mientras la presidenta Dina Boluarte enfrenta denuncias por graves violaciones a los derechos humanos, sectores populares se reagrupan en nuevas alianzas políticas de cara a las elecciones del próximo año y en las calles, en un contexto donde la militarización crece al ritmo del extractivismo y la impunidad.

El reciente anuncio de Pedro Castillo, ex presidente depuesto en 2022 y hoy encarcelado, sobre la creación de la alianza electoral Juntos con el Pueblo confirma que la disputa por el funcionamiento democrático en Perú sigue abierta. En paralelo, tres legisladores de izquierda fueron denunciados por “agraviar” a Boluarte durante su discurso ante el Congreso. ¿El motivo? Recordar a viva voz las víctimas fatales de la represión tras la destitución de Castillo. Este hecho condensa una tensión de fondo, la confrontación entre un gobierno que avanza en la securitización del Estado mediante negocios con grandes empresas privadas transnacionales y una sociedad que se resiste a ser silenciada.

Desde que asumió la presidencia en diciembre de 2022, Boluarte ha profundizado un giro autoritario que combina represión, negación de derechos y blindaje institucional (político, mediático y judicial). Las cifras son contundentes, más de cincuenta muertos durante las protestas de 2022 y 2023, más de 1400 heridos, 4902 homicidios registrados en menos de tres años de gobierno, y una inédita ofensiva legal contra organizaciones sociales. La presidenta de facto no solo se negó todo este tiempo a renunciar, proyectando su mandato hasta 2026, prolongando un ciclo de ilegitimidad que continúa erosionando la débil democracia.

La represión estatal no es sólo física. Se expresa también en leyes, discursos y políticas. En julio de este año, el gobierno desoyó una orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y avanzó con una ley de amnistía que podría beneficiar a militares acusados de violaciones a los derechos humanos, además de liberar al ex presidente Fujimori responsable de la esterilización forzada de más de 2000 mujeres campesinas y de pueblos originarios, un delito de lesa humanidad. La aprobación de una nueva normativa contra las organizaciones no gubernamentales, el control del financiamiento externo y la censura mediática forman parte de una estrategia de disciplinamiento que busca reducir el margen de acción de toda voz crítica.

Este modelo de control interno tiene correlatos externos. La reciente visita al país de Erik Prince, fundador de la empresa de seguridad privada Blackwater, hoy devenida en Academy, no es un dato menor. Acompañado por sectores patronales mineros y figuras del establishment económico, Prince ofreció “soluciones” de seguridad inspiradas en modelos como el del Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) en El Salvador. La militarización para el lucro privado de un reducido conjunto de empresarios se exporta y se vende como salvación, mientras el Estado abdica de su responsabilidad de garantizar derechos básicos.

La movilización popular, no ocupa primeras planas en los medios hegemónicos, sin embargo, ha sido permanente estos años. En el sur andino, la Confederación Nacional de Pequeña Minería y Minería Artesanal del Perú (Confemin) protagoniza una lucha por la formalización de más de cincuenta mil trabajadores excluidos. Las protestas mineras, que combinan cortes de ruta, marchas y bloqueos, denuncian el carácter elitista de un modelo económico que margina a quienes sostienen parte importante del PBI nacional. La minería representa el 10% del producto interno bruto peruano (unos sesenta mil millones de dólares) y el 60% de las exportaciones, pero las condiciones de vida de las comunidades mineras están marcadas por la precariedad, la criminalización y el despojo.

Lo mismo ocurre con los transportistas. Desde junio, unos veinte mil vehículos en Lima, Callao y el sur del país paralizaron sus actividades. Reclaman seguridad ante el sicariato, extorsiones y el abandono estatal. Más de diez mil efectivos fueron desplegados por orden del Ejecutivo. La respuesta, otra vez, fue policial.

En paralelo, el conflicto geopolítico con Colombia por la ciudad de Leticia reflota viejas tensiones fronterizas. El presidente colombiano Gustavo Petro denunció una ocupación peruana y trasladó un acto oficial de conmemoración hasta ese territorio. El episodio pone en evidencia cómo el giro autoritario peruano no se limita al frente interno, sino que comienza a tener implicancias en la región.

La estrategia de Boluarte se inscribe en una tendencia regional que apuesta por la securitización del Estado, en la que se privilegian las lógicas de castigo sobre las del cuidado. Como ha señalado el jurista Eugenio Zaffaroni, el negocio de la guerra, con sus cárceles, armas y contratos de seguridad se instala como forma de acumulación. América Latina asiste a una pedagogía del miedo donde el enemigo es interno y, casi siempre, popular.

La detención de Pedro Castillo, en este marco, ilustra cómo la dimensión jurídica de la guerra o lawfare (uso del sistema judicial para persecución política) opera como complemento de la represión en las calles. La velocidad de su destitución, el rol de las Fuerzas Armadas y la prisión preventiva prolongada son elementos que, según el Observatorio Lawfare, configuran una violación al debido proceso.

Pedro Castillo encarnó la irrupción del Perú profundo en el poder. Maestro rural y dirigente sindical, su elección en 2021 descolocó al establishment limeño. Desde el inicio, enfrentó un bloqueo sistemático por parte del Congreso, los grandes medios y actores internacionales, incluida la embajada de Estados Unidos. Su caída no detuvo la persecución: la represión se trasladó a los territorios que lo respaldan, revelando que su figura sigue siendo símbolo de una disputa abierta entre las élites y los sectores históricamente excluidos.

En el fondo, la disputa en Perú no es solo por quién gobierna, sino por qué proyecto de país se impone. El modelo económico, que durante décadas vendió cifras de crecimiento, ha generado exclusión, informalidad y concentración de la riqueza. La presión tributaria es una de las más bajas de la región (13,8%) y el 71% de la población trabaja en condiciones informales. Los datos contradicen el relato del “milagro peruano”.

Frente a ese modelo, la resistencia popular sigue vigente. En las calles, en las organizaciones, en las alianzas electorales y en la memoria de quienes lucharon por un país más justo. El conflicto está lejos de resolverse, pero el silencio, a pesar de todo, no ha logrado imponerse.

 

*Solange Martínez es docente investigadora de la Universidad Nacional de Lanús (Instituto de Asuntos Internacionales y Estudios Políticos Manuel Ugarte). Conductora de Esquina América (radio UNLa) y de NODAL Se Prende. Analista de NODAL y del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE).

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