Paraguay refuerza la securitización y abre la puerta al modelo Bukele

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Paraguay refuerza la securitización y abre la puerta al modelo Bukele

La economía paraguaya se resiente y la política responde con más control. A dos años de gestión de Santiago Peña, la vida cotidiana está marcada por el encarecimiento de la carne y el transporte. El informe Pobreza monetaria y distribución de ingreso del Instituto Nacional de Estadística (INE), publicado en marzo de 2025 indicaba una reducción de la pobreza de 2 puntos porcentuales respecto al año anterior, ubicándose en el 20,1% de la población.

Sin embargo, el poder adquisitivo de la clase trabajadora paraguaya disminuye año a año. Así lo indicaba la Encuesta Permanente de Hogares Continua (EPHC) que a finales del 2024 decía “en general, el valor de la canasta básica de alimentos (línea de pobreza extrema) del año 2024 aumentó en 9,0% en comparación con el año 2023. Este aumento se observa tanto en áreas urbanas como rurales. En el caso de la canasta básica de consumo (línea de pobreza total) el aumento fue de 5,1% en áreas urbanas y de 5,8% en áreas rurales”.
Vale decir, además, que en relación con los niveles de desigualdad social, el ingreso promedio del 10% más rico es 18,9 veces el del 10% más pobre.

Los gobiernos recientes, incluyendo el actual y los dos anteriores, han cuadruplicado la deuda pública. En simultáneo, se jactan de disminuir la pobreza anualmente, situándola ahora en un 20,1%, mientras implementan políticas promovidas por el Fondo Monetario Internacional para apropiarse de los fondos de jubilación y disminuir los derechos de las y los trabajadores.

Pero el tema central es ¿cómo responde el gobierno nacional al problema económico de las mayorías? Paraguay avanza en una política de securitización que lo acerca a la receta de El Salvador y profundiza su dependencia de Estados Unidos.
En pocas semanas se sucedieron hechos que muestran un giro claro. El Senado declaró al Cartel de los Soles como organización terrorista, alineándose con Washington y Quito, para golpear sobre Nicolas Maduro, presidente de la República Bolivariana de Venezuela. Al mismo tiempo, se anunció la instalación en Asunción de una unidad entrenada por el Buró Federal de Investigaciones (FBI), destinada a operar en la Triple Frontera. El ministro del Interior, Enrique Riera, lo presentó como un avance contra el crimen organizado. Sin embargo, significa mayor presencia directa de agentes externos en el territorio paraguayo.

El 14 de agosto pasado, el gobierno firmó un Memorándum de Entendimiento con los Departamentos de Estado y Seguridad Nacional de Estados Unidos. El acuerdo incluye cooperación en migración, comercio y seguridad. En paralelo, el ministro de Justicia, Gerald Campos, defendió en el Congreso el proyecto de una megacárcel para más de cinco mil internos, inspirada en el CECOT salvadoreño. La propuesta replica el modelo de Nayib Bukele, con el discurso de “combatir el crimen a gran escala”, pero a costa de mayores restricciones de derechos y militarización de la vida social.

Nada de esto es casual. Desde inicios de los años dos mil, Paraguay mantiene una relación de dependencia con Estados Unidos en materia de seguridad. La creación de la Unidad de Investigación Sensible, bajo la órbita de la Agencia Antidrogas (DEA), y la posterior conformación de la Fuerza de Tarea Conjunta, en 2013, consolidaron un esquema en el que militares cumplen funciones de seguridad interna de manera ilegal, prohibidas por la Constitución paraguaya, aunque legitimada por la fuerza del poder estatal. El enemigo fue cambiando de nombre: primero el Ejército del Pueblo Paraguayo, luego el narcotráfico, ahora las pandillas. Pero la lógica se mantiene: instalar amenazas internas para justificar más control y empobrecimiento.

El Operativo Umbral, lanzado este año, refuerza esa dirección. Con el traslado de setecientas ochenta y tres personas privadas de libertad y la militarización de las cárceles, el Estado reafirma que la securitización es la política de Estado. El discurso oficial insiste en que se trata de respuestas necesarias ante la criminalidad, pero lo que se consolida es la excepción como norma: suspensión de derechos, limitación de garantías y creciente injerencia extranjera.

Este panorama coincide con una tendencia regional. Ecuador y Paraguay ya replican la estrategia de Washington al declarar al Cartel de los Soles como grupo terrorista. El Salvador exporta su modelo de megacárcel. Y Estados Unidos aprovecha la coyuntura para ampliar su presencia en Sudamérica bajo el paraguas de la “lucha contra el narcotráfico y el terrorismo”. En los hechos, la seguridad se convierte en excusa para reforzar la dependencia y desplazar la agenda social, sin darle otra respuesta que el punitivismo del Estado.

En paralelo, la crisis económica golpea a la mayoría de la población. Según gremios como la Federación de Micro, Pequeñas y Medianas Empresas (Fedemipymes), sólo el uno por ciento de las firmas logra aprovechar el contexto macroeconómico. El resto enfrenta caída del consumo y suba de costos. La desigualdad se profundiza mientras el gobierno destina recursos crecientes a la securitización y no a políticas de desarrollo productivo.

Paraguay atraviesa así un punto de inflexión. El país se integra a la tendencia regional de militarización, pero con costos internos: menos derechos, más dependencia y una economía cada vez más excluyente. La pregunta que aquí nos interesa más aún es si la sociedad paraguaya aceptará que el “modelo Bukele” sea la nueva normalidad, o si podrá construir un camino alternativo que priorice la justicia social, con distribución de riqueza y el fortalecimiento de su soberanía.

Editorial Nodal

 

 

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