Neofascismos digitales reconfiguran la política en América Latina

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Neofascismos digitales reconfiguran la política en América Latina

Las movilizaciones contra las políticas de Javier Milei en Argentina volvieron a poner en escena un fenómeno que atraviesa a toda la región: el avance de proyectos neofascistas que operan con estrategias coordinadas y transnacionales. No se trata de repeticiones mecánicas de Mussolini o Hitler, sino de redes que adaptan viejas tácticas de propaganda a un sistema digital, económico y judicial que erosiona las democracias contemporáneas.

El siglo XX dejó lecciones sobre cómo los fascismos clásicos se apropiaron del miedo, fabricaron enemigos internos y construyeron unanimidad social a través de la propaganda. Hoy, esos métodos reaparecen en un terreno distinto: plataformas digitales, algoritmos y consultoras que convierten la indignación en insumo político. En vez de mítines masivos en plazas, la saturación informativa se despliega en redes sociales con microcontenidos, bots y operaciones de marketing que reproducen la lógica de Goebbels en clave virtual segmentada e individualizada.

Las organizaciones que impulsan este proceso tienen nombre. La International Democracy Union (IDU), con sede en Europa y ramales en más de sesenta países, coordina partidos y liderazgos políticos. En América Latina opera la Unión de Partidos Latinoamericanos (UPLA), que traduce agendas globales en campañas locales. Y detrás de ellas se encuentra Atlas Network, fundada en Estados Unidos, con más de quinientos think tanks asociados que proveen recursos, formación y financiamiento. Estas estructuras se sostienen con fondos de corporaciones, filántropos ideológicos y foros como la Conservative Political Action Conference (CPAC), que desde Brasil hasta México difunden repertorios de guerra cultural y estrategias de desestabilización.

En Argentina se puede identificar este engranaje. La Fundación Libertad, con sede en Rosario, actúa como nodo local de Atlas Network y ha tejido vínculos estrechos con expresidentes, dirigentes de la derecha regional y actuales funcionarios del gobierno. Su influencia conecta economía de mercado, conservadurismo religioso y redes mediáticas que amplifican mensajes simplificados bajo consignas de “libertad” y “anti-casta”. No es un fenómeno aislado: en Brasil, los seguidores de Jair Bolsonaro replicaron técnicas de saturación digital que legitimaron un intento de golpe en enero de 2023; en Chile, candidaturas de derecha radical encuentran respaldo en litigios judiciales y operaciones comunicacionales; en Ecuador y Bolivia, procesos de destitución y persecución política muestran la combinación entre lawfare y violencia abierta.

El patrón se repite: culto al líder, enemigo único, partido-movimiento flexible, militarización del orden y censura informativa. Ayer fueron camisas negras o mítines en Núremberg; hoy son influencers, granjas de bots y algoritmos que crean la ilusión de unanimidad. La clave es la misma: transformar malestares reales (inseguridad, precariedad, desigualdad) en legitimidad política para la ejecución de proyectos autoritarios.

Las redes neofascistas operan sobre el tejido social: generan hiperfragmentación, desconfianza y soledad digital. La sobreinformación erosiona la capacidad de distinguir verdad de falsedad y debilita los lazos colectivos que sostienen la vida democrática. Además, la captura del Estado nación por plataformas y corporaciones globales traslada decisiones fuera del alcance ciudadano. Lo que se presenta como “más libertad” es, en la práctica, un vaciamiento de mediaciones democráticas en favor de élites que caracterizamos como la Nueva Aristocracia Financiera y Tecnológica.

América Latina enfrenta un desafío mayor que resistir políticas económicas de ajuste: debe reconocer que está en curso una guerra multidimensional. En ella convergen medios tradicionales, plataformas digitales, operadores judiciales y actores paraestatales que coordinan operaciones para deslegitimar gobiernos y neutralizar liderazgos populares. La violencia política en Argentina, los procesos judiciales contra figuras en Brasil o Ecuador y la proscripción electoral en diferentes países muestran que no se trata de episodios aislados, sino de un dispositivo sistemático.

El futuro de la región dependerá de la capacidad de enfrentar estas redes y construir alternativas políticas, sociales y, fundamentalmente, económicas, que vuelvan a poner en el centro la representación de las clases subalternas. No alcanza con disputar elecciones: la disputa del poder incluye ahora el espacio público y la disputa de sentido frente a una maquinaria que convierte la desinformación en poder político. El desafío es transformar las democracias latinoamericanas para que sean participativas (y no sólo representativas) antes de que las sombras del pasado continúen consolidándose en nuevas formas de autoritarismo.


 

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