Dos siglos de lucha por una independencia definitiva en México y Centroamérica
Por Paula Giménez y Matías Caciabue*
Esta semana, México y los países de Centroamérica conmemoran aquellos septiembres de 1810 y 1821 en que se proclamó la independencia frente a España. Se repiten los desfiles, los discursos oficiales y las banderas en las calles. Pero más allá del rito, la pregunta sigue siendo inevitable: ¿qué es lo que celebramos en realidad?
Ciertamente hubo un corte con la metrópoli, se acabó el tributo a la Corona y los pueblos comenzaron a pensarse a sí mismos. Sin embargo, como plantea Jorge Abelardo Ramos, la independencia fue un “gran naufragio histórico” que nos dejó como herencia una “nación mutilada”. Las oligarquías agro-comerciales de los puertos se aliaron con diplomáticos británicos y estadounidenses para consolidar su influencia, subordinando las aspiraciones de unidad regional. Así, las potencias extranjeras respaldaron la independencia, pero bajo la condición de mantener a las nuevas repúblicas fragmentadas y abiertas al capital foráneo.
Ahora bien, el proceso independentista latinoamericano y caribeño estuvo atravesado por proyectos que aspiraban a una emancipación más profunda como son los ejemplos de Simón Bolívar y Francisco Morazán que no se limitaron a romper con España, Aunque esos proyectos fueron truncados por la intervención imperialista, su espíritu de libertad y justicia social siguieron surgiendo a lo largo de la historia en México como con la Revolución de 1910, en las banderas de Emiliano Zapata y Pancho Villa, y también en la Nicaragua ocupada, donde Sandino levantó la resistencia popular, una lucha que aún hoy encuentra continuidad frente a las presiones externas.
El grito de independencia de México
La independencia de 1810, nacida de la insurgencia popular, fue absorbida en unos años por el Imperio de Iturbide, que en lugar de profundizar la revolución buscó imponer una monarquía y extender su dominio sobre Centroamérica. El desenlace fue aún más dramático, lejos de consolidarse como una gran nación, México quedó atrapado en un ciclo de guerras internas y aislamiento que facilitó la amputación de su territorio. La pérdida de Texas, California y la mitad norte del país a manos de Estados Unidos no fue un accidente, sino el resultado de una oligarquía dependiente y cipaya que no priorizaba la soberanía económica ni de integración nacional.
La herida de esa descolonización truncada reapareció un siglo más tarde con la Revolución Mexicana de 1910. Allí irrumpieron Emiliano Zapata y Pancho Villa, dos líderes populares que pusieron en el centro de sus reivindicaciones a la tierra y a quienes verdaderamente la trabajaban. Zapata, con su grito de “Tierra y libertad”, encarnó la lucha campesina contra los hacendados; Villa, al frente de la División del Norte, se convirtió en símbolo de los olvidados del norte rural. Ambos mostraron que la verdadera soberanía no podía reducirse a banderas y fronteras, sino que exigía transformar las estructuras sociales que mantenían a millones en la servidumbre.
El Grito de Independencia del 16 de septiembre sigue siendo un símbolo potente de la lucha por la libertad en México. Allí, en Dolores, Guanajuato, Miguel Hidalgo y Costilla convocó al pueblo a levantarse contra el dominio español, dando inicio a una insurgencia que buscaba no solo romper con la Corona, sino también abrir un camino de reivindicaciones profundas. Junto a Hidalgo, figuras como José María Morelos, Vicente Guerrero y Joséfa Ortiz de Domínguez consolidaron la insurgencia, articulando un proyecto de liberación que sentó las bases de la identidad nacional.
En el presente mediano, más de dos siglos después, el acto del Grito sigue siendo un momento de reflexión sobre la soberanía. Desde la administración de Andrés Manuel López Obrador, la ceremonia ha buscado recuperar ese espíritu popular, destacando la memoria de los líderes revolucionarios y la centralidad de la lucha colectiva en la historia mexicana.
Por su parte Claudia Sheinbaum hizo historia en la noche del 15 de septiembre al convertirse en la primera presidenta de México en encabezar el Grito de Independencia desde el balcón del Palacio Nacional. Ante cientos de miles de personas reunidas en el Zócalo, dedicó su primer Grito a la soberanía nacional, a las mujeres y a los migrantes, destacando la dignidad del pueblo mexicano y la importancia de la libertad, la igualdad y la justicia social. Con un gesto simbólico, rindió guardia de honor frente al retrato de Leona Vicario, subrayando la presencia de las mujeres en la historia de la independencia y recordando que la construcción de la nación ha sido también fruto de luchas invisibilizadas.
“¡Viva la Independencia! ¡Viva Miguel Hidalgo y Costilla! ¡Viva Josefa Ortiz Téllez-Quirón! ¡Viva José María Morelos y Pavón! ¡Viva Ignacio Allende! ¡Viva Gertrudis Bocanegra! ¡Viva Manuela Molina, La Capitana! ¡Viva Vicente Guerrero! ¡Vivan las heroínas anónimas! ¡Vivan las mujeres indígenas! ¡Vivan nuestras hermanas y hermanos migrantes! ¡Viva la dignidad del pueblo de México! ¡Viva la libertad! ¡Viva la igualdad! ¡Viva la democracia! ¡Viva la justicia! ¡Viva México libre, independiente y soberano!, ¡Viva la libertad!, ¡Viva la Igualdad!, ¡Viva la Democracia!”
El sueño de Morazán y la unidad centroamericana
Tras la independencia celebrada el 15 de septiembre de 1821, la región pasó de la tutela española a la injerencia del Imperio de Iturbide en México, y poco después al fracaso de la Federación Centroamericana. Ese intento de unidad, tenía detrás la audacia de Francisco Morazán que gobernó a la República Federal Centroamericana. Morazán fue la más clara expresión de la visión unificadora en Centroamérica pero fue sofocado por las intrigas extranjeras y las oligarquías provinciales. Durante ocho años, Morazán intentó sostener la República Federal contra un puñado de feudos locales, pero su asesinato terminó de sellar el destino fragmentado del istmo.
Estos factores condujeron a su desintegración a finales de la década de 1830, dando lugar a los estados de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, cada uno con su propio gobierno y dinámicas políticas. La disolución reflejó la dificultad histórica de consolidar una unidad regional en Centroamérica, dejando un legado de fragmentación que aún influye en la política y la cooperación regional contemporánea.
El Salvador fue uno de los bastiones más firmes del proyecto federal centroamericano, apoyando a Francisco Morazán y sosteniendo una tradición liberal frente a las oligarquías conservadoras. Hoy por su parte muestra cómo la deriva autoritaria de Bukele se combina con la dependencia de poderes externos, especialmente de Estados Unidos. La alianza del actual gobierno salvadoreño con Estados Unidos se hizo visible en los últimos meses en el acuerdo que realizaron para que El Salvador recibiera deportados, presentados como “criminales peligrosos”, que fueron confinados en el ya famoso “Centro de Confinamiento del terrorismo” (CECOT). En otro orden, fiel a la política de seguridad de EEUU, el gobierno actual ha decidido alistarse al llamado estadounidense para la disputa por el territorio al narcotráfico. Así, el uso del régimen de excepción, renovado 39 veces desde 2022, suspende garantías constitucionales y permite detenciones prolongadas sin proceso judicial, vulnerando los derechos básicos de la ciudadanía.
Honduras fue la tierra natal de Francisco Morazán y el punto de partida del proyecto federal pero al mismo tiempo por su posición geográfica, quedó en medio de los conflictos entre liberales y conservadores, convirtiéndose en escenario de múltiples guerras civiles. En 2025 celebró su 204º aniversario de independencia, con desfiles, izada de bandera y actos oficiales encabezados por la presidenta Xiomara Castro, recordando la dignidad y el coraje del pueblo. Pero estas festividades se desarrollan en un contexto de fuertes presiones externas, con Estados Unidos, la OEA y la Unión Europea vigilando de cerca el proceso electoral de noviembre e intentando “operar” como lo ha denunciado el gobierno, sobre el organismo electoral.
Por su parte Nicaragua sigue resistiendo la coerción, históricamente vinculada a la defensa popular de la soberanía. En esta nueva edición de la celebración de independencia recordaron no solo la ruptura con España, sino también la persistente defensa frente a la injerencia extranjera, evocando el legado de Augusto César Sandino. Esta resistencia se conecta con la historia posterior al fracaso de la República Federal de Centroamérica y con la ocupación estadounidense (1912-1933), periodos en los que los intereses externos condicionaron la política y la economía del país, mientras surgían líderes populares que encarnaron la defensa de la autonomía y la independencia verdadera.
Guatemala fue el núcleo político y económico de Centroamérica tras la independencia, heredera de la centralidad de la Capitanía General. Sin embargo, su poderosa oligarquía conservadora, ligada al comercio agrícola y a los intereses británicos, desempeñó un papel decisivo en la disolución de la Federación Centroamericana. En lugar de sostener el proyecto unificador de Morazán, priorizó sus beneficios locales y facilitó la penetración extranjera.
Por último Costa Rica a diferencia de Guatemala, El Salvador o Nicaragua, donde predominaban las oligarquías agroexportadoras y las disputas de poder ligadas a los puertos, se organizó alrededor de pequeños y medianos productores. Esto le permitió mantener cierta estabilidad social en comparación con sus vecinos del siglo XIX. Sin embargo, en la actualidad se observa un deterioro de los principales indicadores sociales. Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) del país, hay un 11,6% de la población que viven en condición de pobreza. La cifra es más cruda en el dato que abarca a las infancias: 22,4% de los niños y niñas vive en estas condiciones.
La injerencia externa: del imperio británico al G2
La Doctrina Monroe, proclamada en 1823 con el lema “América para los americanos”, fue el punto de partida para la construcción de la hegemonía exclusiva de Estados Unidos en el continente. No se trataba de garantizar la soberanía de los pueblos latinoamericanos, sino de impedir que Inglaterra, Francia o España retomaran posiciones en la región y reservar ese espacio para la expansión yanqui. Esto se manifestó con particular crudeza en Centroamérica y el Caribe, donde desde mediados del siglo XIX se produjeron intervenciones, ocupaciones y tutelas directas en países como Nicaragua, Haití, República Dominicana o Cuba. Esta doctrina marcó el tránsito de las jóvenes repúblicas latinoamericanas desde la dependencia británica (tras la disolución del imperio español) hacia la subordinación al imperialismo norteamericano.
Hoy, a más de dos siglos, las interrogantes siguen en pie ¿qué celebramos en estas fechas? ¿La libertad formal conquistada frente a España, o la amarga paradoja de repúblicas débiles, fragmentadas y vulnerables a la injerencia extranjera? La conmemoración debería ser algo más que un ritual patriótico. Se necesita un llamado a retomar la tarea inconclusa de nuestros libertadores, la unidad latinoamericana como condición indispensable de una auténtica liberación.
En este escenario, América Latina y el Caribe son vistos como un tablero de importancia donde los poderes concentrados compiten por el control de recursos estratégicos e infraestructuras digitales. En el siglo XIX fueron los diplomáticos británicos quienes se aliaron con las oligarquías locales para imponer la división bajo el ascenso del imperio inglés en detrimento del español. Luego, en el siglo XX, la consolidación de Estados Unidos como el hegemón desplazó al Reino Unido. En el siglo XXI podemos identificar una disputa global que llamamos G2 entre dos grandes polos de poder que superan los Estados nación. Es aquí donde emerge una «Nueva Aristocracia Financiera y Tecnológica» (NAFyT), y en su interior se disputan la conducción de los procesos de acumulación. En todo el proceso, el interés imperialista es el de mantener a los países de la región como dependientes y proveedores de lo necesario para el desarrollo de la acumulación imperial.
Centroamérica enfrenta hoy una fuerte y renovada dependencia tecnológica y económica que condiciona su desarrollo. La expansión de la conectividad por fibra óptica y satélites, impulsada por la NAFyT muestra que los países de la región están condicionados por capitales, tecnologías y decisiones externas para integrarse a los mercados globales y mejorar sus cadenas de valor. Esta situación se refleja también en su vulnerabilidad frente a la disputa entre potencias: las inversiones y acuerdos anunciados en las cumbres China–CELAC o UE–CELAC marcan la agenda regional y obligan a los Estados a alinearse con intereses externos para acceder a financiamiento, tecnología avanzada y mercados digitales.
Frente a este panorama y con el despliegue de la cuarta flota en el Mar Caribe amenazando la soberanía de la República Bolivariana de Venezuela, el proyecto de la patria grande sigue inconcluso. La memoria de nuestros procesos históricos debería impulsarnos a fortalecer la unidad regional, la soberanía tecnológica y la autonomía económica, recuperando la autodeterminación como un proyecto vivo que trascienda las fechas conmemorativas y se traduzca en decisiones que realmente beneficien a las mayorías. Solo así la independencia dejará de ser un acto simbólico y se convertirá en un ejercicio real de libertad.
Sabiendo que las derrotas del pasado no son necesariamente pérdidas definitivas. Estas pueden convertirse en victorias si sirven como enseñanza para los procesos revolucionarios que les siguen. La confrontación por la emancipación de Nuestramérica muestra que cada enfrentamiento, cada fracaso y cada resistencia dejó huellas que alimentaron la conciencia de los pueblos y fortalecieron sus futuras acciones.
En esta perspectiva estratégica, la distribución de los conflictos en el espacio y el tiempo no sigue un calendario como lo conocemos, la historia de la independencia no fue, no es y no será lineal, sino un conjunto de momentos interconectados de manera dialéctica, en el que las oportunidades surgen de la insurgencia y organización popular. Cada derrota, cada revés, contribuyó a construir la experiencia necesaria para mantener viva la disputa por la libertad, la justicia y la unidad que abonaron también a grandes victorias morales y materiales. Entonces ¿qué celebramos en realidad? celebramos no solo la ruptura con España, sino la resistencia viva que atraviesa dos siglos de luchas.
* Paula Giménez es Licenciada en Psicología y Magister en Seguridad y Defensa de la Nación y en Seguridad Internacional y Estudios Estratégicos, directora de NODAL. Matías Caciabue es Licenciado en Ciencia Política y ex Secretario General de la Universidad de la Defensa Nacional UNDEF en Argentina. Ambos son investigadores del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE) y NODAL.