Trump militariza el interior de Estados Unidos y redefine el poder civil

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Trump militariza el interior de Estados Unidos y redefine el poder civil

En ciudades como Portland, Los Ángeles o Washington D.C., los tanques volvieron a las calles, pero no por una guerra extranjera. Lo que se vive hoy en Estados Unidos es una militarización interna inédita desde la Guerra de Secesión. Bajo el argumento del “orden” y el “terrorismo doméstico”, el gobierno de Donald Trump convirtió la gestión política en un asunto de seguridad nacional, borrando los límites entre defensa y seguridad.

El despliegue de tropas federales y de la Guardia Nacional no responde a una crisis real. Portland y Memphis no están en guerra. Los índices de criminalidad se mantienen estables, y sin embargo, el Ejecutivo envía soldados con armas largas a patrullar calles y custodiar instalaciones del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE). El mensaje es claro: toda disidencia puede ser tratada como amenaza.

La estrategia tiene un objetivo político: disciplinar la protesta y asociar el desorden urbano con las administraciones demócratas. Trump busca consolidar su narrativa de “ley y orden”, instalando la idea de que las ciudades progresistas son focos de caos que requieren intervención militar. Cada operativo, cada video, cada tuit refuerza la imagen de un país sitiado por enemigos internos: migrantes, activistas, estudiantes.

En Portland, el gobierno federal desplegó doscientos efectivos durante sesenta días pese al rechazo de la gobernadora Tina Kotek y el alcalde Keith Wilson, que recordaron que no existe ninguna insurrección que justifique la medida. En Los Ángeles, más de cuatro mil guardias nacionales y setecientos marines fueron enviados para contener protestas contra las redadas migratorias. Washington D.C., bajo una declaración de “emergencia por crimen”, fue literalmente intervenida: el control de la policía local pasó a manos federales.

El marco legal es endeble. La Ley Posse Comitatus de 1878 prohíbe el uso del Ejército para funciones civiles, salvo autorización del Congreso. Pero la Casa Blanca se ampara en vacíos jurídicos para expandir su poder, sobre todo en el caso de la Guardia Nacional. Lo que parece un tecnicismo tiene implicancias profundas: un presidente que normaliza el uso militar en territorio nacional erosiona el principio democrático de subordinación civil al poder armado.

La militarización también es comunicacional. Trump utiliza las redes sociales y la inteligencia artificial para moldear la percepción pública. Videos manipulados, acusaciones sin pruebas y discursos sobre “anarquistas” o “terrorismo de izquierda” convierten la información en arma política. La designación de Antifa como “organización terrorista nacional”, sin base legal, es el ejemplo más evidente de esa estrategia: una etiqueta que transforma la protesta social en delito de seguridad.

El riesgo trasciende a Trump. Si el uso militar se vuelve rutina, Estados Unidos puede pasar del “estado protector” al “estado predatorio”: aquel que usa la fuerza no para proteger a la población, sino para controlarla, tal como analizan  Abigail Hall y Christopher Coyne en un estudio sobre el tema. Cada despliegue deja un precedente, cada excepción legal debilita los límites del poder. La militarización interior se convierte así en un ensayo institucional de autoritarismo dentro de un régimen formalmente democrático.

Las reacciones locales muestran que aún existen resistencias. Gobernadores, alcaldes y organizaciones civiles —de Portland a Chicago— han denunciado la intervención federal como una violación del autogobierno. Comunidades migrantes, afroamericanas y latinas articulan redes de defensa, documentan abusos y mantienen viva la protesta. Pero la batalla no se libra solo en las calles: se libra en el terreno simbólico, donde la seguridad se enfrenta a la libertad, y donde el miedo se usa como instrumento de gobierno.

La militarización de Estados Unidos no es solo una política: es un signo de época. El poder ejecutivo se fortalece mientras las instituciones civiles se debilitan. La línea entre proteger y reprimir se vuelve difusa. Y cuando un país empieza a ver tanques donde antes había ciudadanos, lo que está en juego ya no es el orden público, sino el sentido mismo de su democracia.

 

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