Ecuador y Perú se encienden: la calle responde a la crisis y a la represión
En Ecuador y Perú, las calles se convirtieron otra vez en el escenario donde se disputa el rumbo político. Dos países vecinos que atraviesan semanas de protestas y respuestas estatales que coinciden en un punto: la militarización de la seguridad como intento de control. En ambos casos, los gobiernos insisten en el orden, mientras la población, en cambio, reclama justicia, más participación y derechos.
En Ecuador, el lunes 20 de octubre se cumplió un mes de paro nacional. La Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) mantiene la movilización contra el Decreto 126, que eliminó el subsidio al diésel. El aumento —de uno punto ochenta dólares a dos punto ochenta dólares (USD 1.80 → USD 2.80)— encareció transporte y alimentos. El gobierno de Daniel Noboa defendió la medida con un argumento fiscal: el subsidio costaba mil cien millones de dólares (USD 1.100 millones) al año. Pero el efecto social fue inmediato y profundo. Comunidades indígenas, transportistas, sindicatos y numerosos actores sociales sostienen que el ajuste golpea a los sectores más vulnerables.
El conflicto se agravó con la represión. Noboa declaró el estado de excepción en siete provincias por sesenta días, suspendió la libertad de reunión y habilitó la intervención militar. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó la muerte de tres manifestantes durante la represión. Rosa Elena Paqui, de 38 años, falleció en la provincia de Loja por asfixia provocada por la inhalación de gases lacrimógenos lanzados dentro de una vivienda. José Alberto Guamán, de 27 años, murió en Imbabura tras recibir un impacto de bala en el tórax durante el despeje de una carretera. En Pinsanquí, Efraín Fuérez, de 45 años, perdió la vida luego de ser alcanzado por un proyectil metálico disparado a corta distancia mientras auxiliaba a otros manifestantes heridos. En San Miguel del Común, al norte de Quito, los vecinos denunciaron que uniformados lanzaron bombas lacrimógenas hacia viviendas, con niños y adultos mayores dentro. Las imágenes muestran un patrón de violencia que vulnera los derechos básicos.
Desde enero de 2024, cuando Noboa declaró un “conflicto armado interno” por decreto, el país vive bajo una política de militarización. Con la excusa de combatir el narcotráfico y “desarticular bandas criminales”, el presidente Daniel Noboa ha desplegado a las Fuerzas Armadas en las calles, pero la violencia no cede. Bajo ese argumento, el Ejecutivo habla de “enemigos internos” y aplica el Plan Fénix, una estrategia que termina legitimando la represión contra la propia sociedad civil y los manifestantes.
Según el Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado, en el primer semestre de 2025 se registraron cuatro mil seiscientos diecinueve homicidios, un aumento del cuarenta y siete por ciento respecto del año anterior. La paradoja es clara: más presencia militar, más violencia. El Estado trasladó incluso la sede del Ejecutivo a Latacunga y la de la Vicepresidencia a Imbabura, epicentros de las protestas. Las comunidades leen el gesto como provocación.
En paralelo, Perú atraviesa jornadas intensas de protesta y represión. La vacancia de Dina Boluarte en la madrugada del 10 de octubre y la asunción de José Jerí no calmaron la calle. Las marchas, impulsadas principalmente por la llamada Generación Z, comenzaron hace un mes con reclamos por mejores pensiones y salarios para los jóvenes, pero pronto se ampliaron para exigir el fin de la corrupción, mayor seguridad y la convocatoria a nuevas elecciones.
El joven rapero Eduardo Ruiz, de treinta y dos años, fue asesinado durante una protesta en Lima. La Fiscalía confirmó que murió por un disparo policial. Su muerte desató una vigilia multitudinaria. En nueve días de movilización hubo más de cien heridos, según reportes de derechos humanos.
Mientras tanto, el presidente del Consejo de Ministros, Ernesto Álvarez, anunció que el Gobierno evalúa declarar el estado de emergencia en Lima Metropolitana. Argumenta que la medida busca frenar la criminalidad, pero no descarta un eventual toque de queda. La explicación técnica —que “los delincuentes ya actúan de día”— contrasta con la percepción social: el temor a que se use la emergencia para reprimir la protesta. En la práctica, los discursos de seguridad se mezclan con la intención política de controlar la calle.
Ambas crisis tienen un hilo común: la desconfianza hacia los gobiernos y la distancia entre el poder y la población. En Ecuador, el movimiento indígena advierte que la protesta continuará “hasta lograr la derogatoria del decreto y el respeto a los derechos colectivos”. En Perú, los jóvenes y sindicatos mantienen su reclamo de renovación institucional y castigo a la violencia policial. En los dos países, los muertos se transforman en símbolos de resistencia y organización
La militarización de la seguridad promete orden, pero el uso de la fuerza se vuelve un sustituto del diálogo. Sin respuestas sociales ni apertura política, los conflictos se intensifican. Además, ambos gobiernos parecen alinearse con la política exterior estadounidense bajo la presidencia de Donald Trump: la retórica del combate al narcotráfico y al narcoterrorismo ha servido para justificar despliegues navales y ataques en el mar Caribe y que ahora son usados por los gobiernos de Perú y Ecuador para legitimar medidas represivas internas.
Ambos países marcan el pulso de una región donde la democracia se debilita entre la represión, la militarización y el desencanto. Sin embargo, en las calles persiste una verdad incómoda: el pueblo no está dispuesto a retroceder y asume la defensa de sus derechos y conquistas.