Brasil enfrenta su espejo: la masacre de Río y el uso político del miedo
La masacre en Río de Janeiro, con más de ciento veinte personas asesinadas durante un operativo policial en las favelas, dejó al descubierto el costado más oscuro de la política de seguridad en Brasil. El gobernador de Río, Cláudio Castro, del ala bolsonarista, ordenó una operación que —según el propio ministro de Justicia Ricardo Lewandowski— se ejecutó sin conocimiento del gobierno federal. Las imágenes de los cuerpos en las calles recorrieron el país y reabrieron un debate profundo: ¿quién controla la violencia en Brasil y con qué fines?
El presidente Luiz Inácio Lula da Silva, recién regresado de su gira por Asia, reaccionó con una mezcla de indignación y preocupación. Convocó una reunión de emergencia con su gabinete y anunció la creación de la Oficina de Enfrentamiento al Crimen Organizado. Pero el impacto político fue inmediato. Desde los sectores bolsonaristas se multiplicaron los intentos por responsabilizar al gobierno federal. Flávio Bolsonaro, senador e hijo del expresidente, llegó a pedir públicamente la intervención de tropas estadounidenses. El discurso es claro: transformar la seguridad en un terreno de guerra y convertir el miedo en capital político.
El operativo, que involucró a más de dos mil quinientos agentes y dejó un saldo desproporcionado de muertos, fue presentado por el gobierno estadual como un éxito contra el Comando Vermelho, una de las facciones criminales más poderosas del país. Sin embargo, los testimonios de los vecinos contradicen la versión oficial: hablan de ejecuciones, cuerpos abandonados en plazas y un despliegue sin control judicial. Organismos de derechos humanos denunciaron el uso indiscriminado de la fuerza y recordaron que, en Río de Janeiro, las víctimas de estas operaciones son, en su mayoría, jóvenes negros y pobres.
El trasfondo es político y va más allá de Río. El bolsonarismo intenta reinstalar el paradigma del “enemigo interno”, justificando una militarización creciente en nombre del orden. La apelación al “modelo Bukele” se volvió moneda corriente en los discursos de la derecha latinoamericana, y en Brasil encuentra eco en los medios que asocian pobreza con criminalidad. Frente a esa narrativa punitivista, el gobierno de Lula busca equilibrar la agenda entre seguridad y derechos humanos, una ecuación compleja en un país donde la desigualdad sigue marcando el territorio y donde las fuerzas policiales actúan muchas veces como poderes paralelos.
La disputa no es solo institucional, sino también simbólica. Mientras el Ejecutivo federal intenta recuperar la conducción de la política de seguridad, los gobernadores alineados con la derecha radical usan cada operativo como plataforma de propaganda. Las redes sociales se llenan de imágenes de uniformes, armas y cadáveres. La violencia se convierte en espectáculo. Y en ese espectáculo, los muertos no tienen nombre.
La creación de la nueva Oficina de Enfrentamiento al Crimen Organizado, anunciada por Lula, es un intento por devolver al Estado la responsabilidad sobre una política que históricamente quedó fragmentada. Pero el desafío es enorme: reformar las fuerzas policiales, garantizar el control civil y enfrentar un discurso mediático que naturaliza la muerte como parte de la seguridad. Sin ese cambio estructural, cada operativo puede transformarse en una masacre más.
La masacre de Río no solo cuestiona a Brasil, sino también a toda la región. La expansión del bolsonarismo, con su retórica de “mano dura” y su desprecio por las garantías democráticas, se alimenta de este tipo de episodios. Cuando la violencia se legitima como método político, el Estado de derecho se debilita. Y cuando la seguridad se usa como bandera electoral, la vida de los sectores populares se vuelve moneda de cambio.
El espejo que hoy muestra Río de Janeiro devuelve una imagen que Brasil no puede ignorar: la del miedo convertido en estrategia de poder. El desafío del gobierno de Lula no es solo reconstruir el control institucional, sino también recuperar el sentido de humanidad y el rol del Estado, en una sociedad acostumbrada a la brutalidad y en un mundo en el que la guerra contra los sectores populares es total.
