Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.
Reynaldo Aragón *
Una explosión “espontánea” de jóvenes en las calles, videos virales en TikTok, influencers exaltados e imágenes generadas por IA que proyectan el Palacio Nacional en llamas. Pero tras la estética pop de la llamada “Primavera de la Generación Z” se esconde la maquinaria silenciosa del imperialismo estadounidense, que opera grupos de expertos, fundaciones, ONG, bots y plataformas para fabricar inestabilidad política. Este artículo revela cómo funciona esta maquinaria golpista y por qué lo que sucede hoy en México definirá el futuro de América Latina y Brasil.
La noche del 15 de noviembre de 2025, mientras el Zócalo vibraba con los gritos de una supuesta “Generación Z insurgente”, México entró oficialmente en el centro del tablero estratégico del siglo XXI. Lo que el mundo vio —jóvenes con camisetas blancas, videos virales de TikTok, drones sobrevolando el Palacio Nacional e imágenes de IA que simulaban el fuego consumiendo las históricas puertas— fue solo la punta del iceberg de una operación mucho mayor. Una narrativa cuidadosamente empaquetada con estética pop, lenguaje globalizado y códigos culturales transnacionales para aparentar espontaneidad, frescura, juventud e inevitabilidad.
Pero rascar la superficie revela la verdadera arquitectura: una maquinaria de guerra híbrida en pleno funcionamiento, que sincroniza plataformas digitales, fundaciones extranjeras, centros de pensamiento conservadores, élites empresariales descontentas y operadores regionales vinculados al aparato de política exterior estadounidense. Nada de esto disminuye la legítima indignación de los jóvenes mexicanos ante la violencia, la desigualdad y el empleo precario; pero demuestra cómo este dolor social ha sido canalizado, reorganizado y, en última instancia, dirigido contra un gobierno soberanista que se ha convertido en un obstáculo para el proyecto geopolítico de Washington.
Lo que está en juego no son solo las calles de la Ciudad de México, sino la disputa entre un México que busca recuperar su autonomía histórica y un imperio que ya no tolera violaciones a su soberanía al sur del Río Bravo. El surgimiento de la llamada «Primavera de la Generación Z» no surge de la nada: aparece justo cuando México profundiza su integración con el Sur Global, fortalece su independencia energética, retoma el rol estratégico del Estado y reabre el debate sobre su propia autodeterminación, impulsado por la Cuarta Era.
Este artículo revela lo que se oculta tras la apariencia juvenil de las protestas: la sofisticada maquinaria que articula algoritmos, financistas, ONG, redes transnacionales y operaciones psicológicas para fabricar inestabilidad política. Un mecanismo diseñado para desmantelar proyectos soberanistas en América Latina y someter nuevamente al continente a la tutela de otros. Lo que sucede hoy en México —y cómo lo interpretamos— definirá no solo el futuro de México, sino también el destino de Brasil y de toda América Latina en los próximos años.
México se liberó de sus ataduras: del TLCAN a la Cuarta Transformación
Para comprender por qué México se convirtió en blanco de una operación de desestabilización tan sofisticada, es necesario remontarse al núcleo material de la disputa. Durante tres décadas, el país se configuró como una pieza funcional del proyecto imperial estadounidense: un territorio integrado a las cadenas de producción de EE. UU. mediante el TLCAN, disciplinado por la guerra contra el narcotráfico y vigilado por mecanismos militares, financieros y legales que transformaron su soberanía en una ficción controlada. Este modelo no colapsó por desgaste natural, sino porque encontró una resistencia real.
En 1994, el TLCAN reorganizó a México como una plataforma exportadora barata, dependiente de la inversión extranjera, subordinada a las maquiladoras e integrada al mercado interno estadounidense como un apéndice industrial y fuente de mano de obra disciplinada. Ese mismo año surgió el EZLN, que anticipó lo que la teoría crítica latinoamericana tardaría años en sistematizar: la integración neoliberal no traería prosperidad, sino la mutilación de la soberanía, la destrucción del campo, la expulsión masiva de campesinos y la captura de las decisiones nacionales por intereses externos.
En la década del 2000, la guerra contra las drogas —supuestamente una lucha contra el crimen— profundizó el control imperial. La Iniciativa Mérida transformó a México en un laboratorio para la militarización continental, justificando la entrada de armas, consultores, entrenamiento y tecnologías de vigilancia estadounidenses. El resultado fue doble: por un lado, una devastación del tejido social; por otro, una narrativa internacional lista para ser utilizada: la del “narcoestado incapaz de autogobernarse”, una justificación permanente para la injerencia extranjera y para presentar a cualquier gobierno popular como una amenaza a la “estabilidad regional”.
Este ciclo se rompió en 2018, cuando Andrés Manuel López Obrador inauguró la Cuarta Transformación. AMLO no fue solo un presidente progresista; representó una reestructuración: reconstruyó el papel del Estado en la economía, renacionalizó sectores estratégicos del sector energético, amplió los programas sociales, redujo la dependencia de Washington, se acercó al Sur Global y recuperó la retórica —y la práctica— de la soberanía. Su política exterior reafirmó el principio histórico de no intervención de México y tendió puentes con América Latina, Asia y África. Esto desafió directamente los intereses que habían controlado el país durante décadas.
Al asumir la presidencia en 2024, Claudia Sheinbaum no solo continuó por este camino, sino que lo profundizó. Consolidó la Cuarta Internacional como un proyecto de Estado, fortaleció a PEMEX y a la CFE, impulsó reformas judiciales que las élites consideraban una amenaza a su impunidad, presionó a los grandes grupos económicos y mantuvo la alianza estratégica con el Sur Global. En términos dialécticos, Sheinbaum no solo mantuvo el antagonismo con las facciones del capital dependientes de Washington, sino que lo intensificó al atacar los centros de poder —medios de comunicación, poder judicial, corporaciones transnacionales, oligarquías históricas— que siempre han funcionado como canales de transmisión del imperialismo en México.
Es precisamente en este momento cuando emerge la narrativa de la «juventud indignada», la «Generación Z revolucionaria» y la «primavera por la democracia». No porque el país esté experimentando un colapso espontáneo, sino porque México, por primera vez en 30 años, se ha liberado de su yugo geopolítico. Y cuando un país estratégico se libera de la dependencia, el imperialismo hace lo que siempre ha hecho: reorganiza su maquinaria, actualiza sus instrumentos, utiliza sus plataformas, activa sus fundaciones e intenta enderezar el rumbo del país por cualquier medio necesario, incluyendo una transformación digital vertiginosa con una estética pop.
Los engranajes de la maquinaria golpista: USAID, Atlas y la oligarquía mexicana.
Ninguna primavera política surge aisladamente. Detrás de cada explosión “espontánea” se encuentran los vectores materiales que la posibilitan, las redes que la sustentan y los intereses de clase que la impulsan. En el caso de México, la llamada “primavera de la Generación Z” funciona como una fachada juvenil para un aparato consolidado durante décadas: una infraestructura híbrida de fundaciones extranjeras, centros de pensamiento neoliberales, ONG supuestamente apartidistas y oligarquías nacionales profundamente arraigadas en el proyecto imperial estadounidense.
El primer eje de este mecanismo es el sistema de cooperación estrictamente política operado por Estados Unidos. USAID, bajo el discurso genérico de «fortalecer la sociedad civil», ha financiado durante años a organizaciones que se han convertido en polos de oposición explícita a los gobiernos de la Cuarta Internacional, como Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI), México Evalúa e IMCO, todas transformadas en productoras permanentes de informes, clasificaciones y «diagnósticos técnicos» utilizados como arma mediática contra AMLO y Sheinbaum. La NED (Fundación Nacional para la Democracia), el brazo público-privado de la política exterior estadounidense, amplió esta labor con proyectos centrados en el «estado de derecho», la «transparencia» y la «independencia judicial»: precisamente los pilares que la oposición mexicana manipula para atacar las reformas estructurales de la Cuarta Internacional.
El segundo eje es la Red Atlas, la red neoliberal más sofisticada del planeta. Bajo el pretexto de defender la “libertad económica”, Atlas opera como un sindicato global en la guerra cultural de la derecha, con más de 500 organizaciones afiliadas. En México, esta red articula instituciones como Caminos de la Libertad, Centro Fox, México Evalúa y el propio IMCO. Su función es disciplinar la opinión pública con narrativas promercado y antiestatales, capacitar a medios de comunicación, financiar a personas influyentes, formar operadores digitales y generar la estética ideológica de la “libertad contra el populismo”. Cuando la Generación Z salga a las calles, este ecosistema ya estará listo para captar, amplificar y canalizar cualquier indignación hacia la movilización antigubernamental.
El tercer eje lo conforma la oligarquía nacional vinculada al capital transnacional, que durante décadas ha servido de puente entre Washington y el poder interno. Figuras como Claudio X. González, heredero de conglomerados empresariales y artífice de Sí por México y la MCCI, funcionan como centros estratégicos que conectan a las élites económicas, los partidos tradicionales (PAN, PRI, PRD), los medios hegemónicos y los líderes de opinión conservadores. Junto a él, Ricardo Salinas Pliego, magnate de TV Azteca y Banco Azteca, opera como un centro mediático de desestabilización: financia campañas digitales, promueve narrativas de crisis y moviliza una red de presentadores y comentaristas afines al discurso anti-Cuarto Mundo. Complementando esta tríada, figuras como Vicente Fox y sectores del Poder Judicial funcionan como instrumentos políticos que legitiman el ataque a las reformas soberanas y dan una apariencia institucional a acusaciones fabricadas.
El cuarto eje lo constituyen los medios corporativos: un poder paralelo que, durante décadas, ha actuado para preservar privilegios y proteger intereses privados. Medios como Latinus, El Universal, Reforma y El Financiero reproducen casi automáticamente las posturas de los centros de pensamiento financiados por USAID, Atlas y las élites nacionales, convirtiendo reportajes e “investigaciones” en armas simbólicas. El periodismo corporativo deja de ser un mediador y se convierte en un actor político activo, sincronizado con operaciones digitales y campañas internacionales.
Estos cuatro ejes convergen en un mismo objetivo histórico: revertir el ciclo soberanista inaugurado por el Cuarto Instrumento. Y lo hacen no por indignación moral ni por compromiso democrático, sino porque el proyecto de Sheinbaum confronta directamente los intereses que se beneficiaron de la dependencia de México: privatizaciones, energía bajo control internacional, acuerdos asimétricos del TLCAN, servidumbre geopolítica en la Iniciativa Mérida, subordinación tecnológica a las grandes tecnológicas y captura fiscal y legal.
La «primavera de la Generación Z» solo alcanzó escala nacional porque encontró una maquinaria ya en marcha. La juventud funciona como estética; el dolor social, como combustible; pero la dirección estratégica proviene de los engranajes que siempre han estado ahí, esperando el momento oportuno para lanzar la ofensiva.
Y ese momento ha llegado.
El Laboratorio de la Generación Z: Cómo hacer un resorte a medida
La llamada “Primavera de la Generación Z” no nació en las calles, sino en las redes sociales. Todo comenzó semanas antes de las primeras concentraciones, cuando cientos de cuentas recién creadas en TikTok, Instagram y Facebook empezaron a promover una estética juvenil cuidadosamente elaborada: vídeos cortos, música pop, filtros coloridos, eslóganes minimalistas e imágenes generadas por IA que mostraban el Palacio Nacional en llamas o rodeado de multitudes heroicas. El objetivo era simple: influir en el imaginario colectivo antes de manifestarse en las calles. Y funcionó.
Entre octubre y noviembre, una explosión de perfiles sincronizados comenzó a replicar mensajes casi idénticos, presentando las marchas como una revuelta espontánea «de la juventud contra el narcoestado». Pero lo que parecía una frescura generacional tenía una estructura profesional. La investigación estatal identificó una red de cuentas creadas apresuradamente, comportamientos automatizados, difusión coordinada de información y comunidades enteras transformadas de la noche a la mañana: páginas antes dedicadas a viajes, memes o estilo de vida, de repente comenzaron a convocar a protestas políticas. Es el patrón clásico de reutilización de recursos digitales empleados en operaciones de influencia.
La estética de la Generación Z fue la clave del éxito. El uso de anime, cultura pop, ropa blanca, emojis, lenguaje globalizado y códigos de plataformas no fue una expresión cultural espontánea, sino un camuflaje estratégico. Al revestir la protesta con símbolos de ligereza y futurismo, la operación transformó un movimiento político liderado por élites conservadoras en un espectáculo juvenil supuestamente apolítico. La emoción sustituyó al análisis; la estética, a la ideología; el algoritmo, a la organización. La política se convirtió en narrativa viral.
Las plataformas hicieron el resto. TikTok, X, Instagram y YouTube funcionaron como metaintermediarios : estructuras que moldean las subjetividades y guían los comportamientos colectivos mediante sesgos cognitivos, recombinación semántica y amplificación algorítmica. La lógica de la interacción —maximizar el tiempo frente a la pantalla a cualquier precio— favoreció el contenido emocionalmente explosivo y las narrativas polarizantes. Cuanto más dramático era el vídeo, mayor era su distribución; cuanto más hostil hacia Sheinbaum, más se viralizaba. El algoritmo transformó la ansiedad social en indignación dirigida.
En este contexto, el verdadero descontento de la juventud —violencia, precariedad, falta de futuro— fue captado, reorganizado y redirigido. El proceso es dialécticamente claro: la base material del sufrimiento existe; lo artificial es la forma en que este sufrimiento se encapsuló en una forma política conveniente para el imperialismo. La técnica es sofisticada: se crea un marco emocional (la juventud rebelde), se le ofrece un objetivo (el gobierno soberanista) y se construye una narrativa internacional lista para el consumo («México se alza por la democracia»). La prensa corporativa global completó el ciclo, amplificando la ficción de una rebelión generacional orgánica.
Tras la llamativa estética, la operación fue orquestada por adultos. Influencers vinculados a la derecha tradicional, presentadores de televisión afines a la oligarquía, políticos derrotados y empresarios multimillonarios coordinaron los ataques, financiaron la publicidad, impulsaron hashtags y crearon una atmósfera de inevitabilidad para el levantamiento. La juventud se utilizó como una cortina de humo emocional para ocultar a los verdaderos artífices: las mismas élites que se resisten a las reformas fiscales, energéticas y judiciales de la Cuarta Fase.
La Primavera de la Generación Z es, por lo tanto, un producto cuidadosamente fabricado: una mezcla de ingeniería social, estética pop, algoritmos de alta precisión, financiación externa y élites internas desesperadas por recuperar el control del Estado. Lo que se vende como espontaneidad es, en realidad, una operación de guerra informativa que transforma la frustración juvenil en un arma geopolítica.
Y es esta arma la que ahora apunta a todo el continente.
El guion familiar — Desde las plazas árabes hasta el Zócalo
La Primavera de la Generación Z mexicana parece novedosa, pero no es más que una actualización estética de un guion ya consolidado en el siglo XXI. Entre 2011 y 2025, el imperialismo encontró un método particularmente eficaz para transformar el descontento real en instrumentos de desestabilización controlada: la combinación de indignación social, juventud conectada, plataformas digitales, ONG financiadas desde el extranjero y narrativas globales listas para exportarse. Lo que antes requería tanques y fusiles ahora se maneja con hashtags, influencers, fundaciones y algoritmos. México en 2025 es solo la última etapa de esta estrategia.
La Primavera Árabe dio paso a esta forma híbrida de conflicto: la abarrotada plaza Tahrir, las selfies de los manifestantes, los vídeos de 30 segundos, las transmisiones en directo y los hashtags incendiarios. Allí, Occidente descubrió que la juventud conectada podía presentarse como una fuerza moral regeneradora, incluso mientras, entre bastidores, Washington y sus aliados movían los hilos para propiciar transiciones políticas convenientes. Egipto no cayó simplemente por la indignación popular; cayó porque la maquinaria de influencia extranjera moduló esa indignación, la dirigió y se aseguró de que el resultado no amenazara los intereses regionales de Estados Unidos.
En 2013, le tocó el turno a Brasil de ver este guion adaptado al Sur Global. Las protestas de junio comenzaron con agendas difusas, pero rápidamente se convirtieron en un laboratorio de manipulación algorítmica, guerra cultural y desinformación industrial, allanando el camino para Lava Jato, la guerra legal contra Dilma Rousseff y el ascenso del neofascismo de Bolsonaro. El patrón se repitió: estética juvenil, agendas moralistas, repudio a la política tradicional y la captura de la energía popular por parte de élites conservadoras, centros de pensamiento neoliberales y redes financieras transnacionales. El objetivo, como resulta evidente hoy, no era la «democracia»; era restaurar el control del capital financiero y destruir el campo soberanista.
En 2014, Ucrania marcó la fusión definitiva entre las protestas callejeras y la geopolítica. La plaza Maidan se convirtió en escenario de una disputa internacional donde ONG financiadas por la NED, fundaciones occidentales, partidos ultranacionalistas y redes digitales impulsadas desde el exterior transformaron una protesta en un cambio de régimen. Allí, la estrategia se sofisticó: jóvenes en primera línea, medios globales que alineaban la narrativa, plataformas que la amplificaban selectivamente y Washington actuando con una precisión invisible. El elemento central se repite en México: no existe contradicción entre el dolor social genuino y la manipulación externa; el imperialismo opera precisamente en la intersección entre la espontaneidad y la ingeniería.
Países como Nepal, Serbia, Georgia y Madagascar ya han completado la estandarización. En todos ellos, la estructura mínima es idéntica:
- un país clave que busca reorganizar su soberanía;
- una coalición imperial que identifica el riesgo geopolítico;
- Las ONG y los grupos de expertos están preparando el terreno con una retórica «anticorrupción»;
- La juventud como estética legitimadora;
- Las grandes empresas tecnológicas están intensificando el debate entre «libertad y autoritarismo»;
- Los medios internacionales crean una sensación de urgencia;
- Las élites locales completan la maniobra.
Esto es lo que está ocurriendo nuevamente en México, con una diferencia crucial: la estética de la Generación Z, con su lenguaje acelerado, videos cortos, memes, filtros e imágenes generadas por IA, permite que la guerra híbrida se infiltre más profundamente en el imaginario colectivo y capture subjetividades incluso antes de que exista una organización política real. El algoritmo no solo amplifica la revuelta, sino que define su forma, moldea al enemigo, elige los símbolos y fabrica la narrativa.
El Zócalo no es un caso aislado. Es la fase más reciente de una estrategia que sustituye los tanques por las redes sociales, los generales por los influencers y la propaganda oficial por microvídeos con una fuerte carga emocional. La forma ha cambiado; el contenido sigue siendo el mismo: desbaratar proyectos soberanos, reorientar a países clave e impedir que las naciones del Sur Global escapen de la órbita imperial.
Lo que ocurre hoy en México resulta familiar para cualquier analista que haya vivido la crisis de Brasil en 2013, estudiado el Maidán o seguido el desmoronamiento de Oriente Medio. El método es el mismo, solo que más rápido, más joven, más fluido y más invisible. Y, como siempre, el destino de todo el continente se escribe entre líneas.
México,vanguardia de la ofensiva contra América Latina y Brasil se refleja en el espejo.
El ataque a México no es casual. Actualmente, es el territorio geopolítico más importante para Estados Unidos fuera de la OTAN, y la razón es simple: es el único país capaz de alterar simultáneamente la economía, la seguridad, los flujos migratorios, las cadenas de producción y la estabilidad política interna del propio imperio. Cuando un gobierno soberanista controla un país de esta magnitud, junto a la mayor potencia militar del mundo, el efecto regional deja de ser meramente diplomático y se convierte en una cuestión existencial para Washington. Por lo tanto, lo que ocurre en el Zócalo no es un hecho aislado: es el primer paso de una ofensiva continental.
La economía mexicana se encuentra en el centro de una intensa disputa. Desde la pandemia, Estados Unidos ha intentado reindustrializarse mediante la relocalización de la producción, convirtiendo a México en su extensión manufacturera privilegiada. Sin embargo, un México autónomo, articulado con China, América Latina y los BRICS, rompe con esta lógica e impide la reestructuración de las cadenas productivas que Washington necesita controlar. Al fortalecer a PEMEX y la CFE, al negociar con Asia y al proteger sectores estratégicos, Sheinbaum y la Cuarta Internacional amenazan directamente la dependencia que Estados Unidos intenta reconstruir. Atacar a México equivale a reconfigurar el continente.
Esta ofensiva coincide con otro frente: las tensiones abiertas entre Washington y los gobiernos latinoamericanos que han retomado agendas soberanistas. En los últimos años, hemos visto escaladas contra la Colombia de Petro, intensa presión sobre Chile, injerencia indirecta en Perú, golpes parlamentarios en Ecuador, desestabilización permanente en Argentina y ataques económicos sistemáticos contra Brasil desde el regreso del gobierno de Lula. El patrón es inequívoco: cualquier país que intente recuperar su autonomía económica o política es tratado como una amenaza estratégica.
En este contexto, México adquiere un papel aún más peligroso a ojos de Washington, pues ha demostrado que es posible construir la soberanía junto al pueblo, no contra él. La Cuarta Fase demostró que los programas sociales masivos, la política energética estatal, la redistribución de la renta y la integración con el Sur Global no generan colapso, sino estabilidad. Esto contrasta marcadamente con el discurso imperialista que pretende reducir al Sur Global a meras recetas neoliberales. Atacar a México es, además, atacar su ejemplo.
Todo el continente se está reconfigurando bajo la lógica de la guerra híbrida: aranceles agresivos, guerra jurídica, manipulación mediática, injerencia tecnológica, vigilancia, operaciones psicológicas y plataformas digitales como armas. Lo que sucede hoy en México tiene repercusiones directas en Brasil. Las élites brasileñas, especialmente aquellas vinculadas a centros de pensamiento norteamericanos, observan a México para aprender qué tácticas funcionan, qué narrativas calan hondo, qué estética moviliza y qué hashtags se viralizan. El Zócalo es el laboratorio para lo que intentarán aplicar en Brasil en 2026.
La trama es transparente: desestabilizar gobiernos soberanistas, captar a la juventud a través de plataformas digitales, crear crisis artificiales, instrumentalizar la política emocionalmente, exacerbar las contradicciones reales y ofrecer a la opinión pública una narrativa prefabricada, supuestamente moral, contra los líderes progresistas. La Primavera Z mexicana, de tener éxito, se convertirá en el modelo a seguir para otras democracias latinoamericanas, comenzando por Brasil, donde la extrema derecha intenta reorganizarse con apoyo internacional.
México es, por lo tanto, el frente avanzado de la guerra híbrida continental. Lo que se disputa allí no es solo una elección o un gobierno. Lo que está en juego es el proyecto de soberanía latinoamericana en el siglo XXI. Y si México es derrotado, toda América Latina sentirá el impacto. Si resiste, se abre la posibilidad de un nuevo ciclo histórico de autonomía para el Sur Global.
¿Qué es lo que realmente está en juego?
Lo que ocurre hoy en México no es una crisis juvenil, una disputa electoral ni una turbulencia pasajera. Es la materialización de una contradicción histórica que recorre todo el siglo XXI: la lucha entre los proyectos de soberanía del Sur Global y la violenta reacción del imperialismo estadounidense ante la progresiva pérdida de control sobre el continente. La Primavera de la Generación Z es simplemente la forma estética más reciente de esta disputa, pero no altera su contenido fundamental: la ofensiva para revertir cualquier avance popular que amenace las viejas estructuras de dependencia.
La juventud mexicana tiene motivos reales para indignarse: la violencia, el trabajo precario y la desigualdad. Pero la instrumentalización de esta indignación por parte de redes financiadas, algoritmos de plataformas digitales, élites derrotadas y centros de pensamiento extranjeros revela el punto clave: el imperialismo ha descubierto cómo transformar el sufrimiento social en un arma política, modulando afectos, redes, símbolos y narrativas para fabricar inestabilidad bajo la apariencia de espontaneidad juvenil. La política no ha desaparecido; simplemente se ha reorganizado mediante mecanismos invisibles que operan en el plano informativo.
Por lo tanto, el caso mexicano trasciende a México. Redefine el campo de batalla continental. El ataque contra Sheinbaum es también una advertencia para Petro, Lula, Boric, Arce y cualquier liderazgo que intente liberarse de la camisa de fuerza neoliberal. Si la operación contra México tiene éxito, se replicará con variaciones culturales y algorítmicas en toda la región. Si fracasa, sentará un precedente histórico: que la soberanía puede resistir incluso cuando el ataque se disfraza de juventud, viralidad y narrativas moralizantes.
En última instancia, todo converge en un concepto clave: la soberanía informativa. Ningún país puede hacer frente al imperialismo del siglo XXI si no controla sus plataformas, sus datos, sus flujos de comunicación y sus propios procesos de formación subjetiva. México está demostrando que la guerra híbrida no es una metáfora, sino la forma concreta y contemporánea de la intervención imperial. Reconocer esto es el primer paso para enfrentarla.
La pregunta crucial no es si México resistirá. La pregunta es qué hará América Latina ante la evidencia de que la próxima década estará marcada por enfrentamientos entre proyectos de recolonización y proyectos de autonomía. Si el continente no se prepara, 2026 podría repetir 2013. Si aprende de México, podría inaugurar un nuevo ciclo histórico.
El futuro de México —y de Brasil— se está escribiendo ahora. Y la historia rara vez perdona a quienes lo subestiman.
*Periodista especializado en geopolítica de la información y la tecnología. Investigador del Cent ro d Estudios Estratégios en Comjunicación, Cognición y Computación y miembro del Instituto Nacional de Ciencia y Tecnología en Disputas de Información y Soberanía de Brasil.
