Haití: por Dios no nos ayuden más – Por Aram Aharonian

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El martes 28 de julio, justo un siglo después de la primera invasión estadounidense a Haití, miles de personas salieron a las calles de Puerto Príncipe y otras ciudades de la semiisla, a protestar contra las nuevas formas de violación a su soberanía y a reclamar “por dios, no nos ayuden más”.

Thomas Jefferson, prócer de la libertad estadounidense y propietario de esclavos, advertía a finales siglo XVIII que de Haití provenía el mal ejemplo; y decía que había que “confinar la peste en esa isla”. Corolario, los Estados Unidos demoraron 60 años en otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de las naciones, a la primera en liberarse del colonialismo en nuestra América latina y caribeña, la primera en abolir la esclavitud y en ayudar a la independencia de sus vecinos.
El presidente norteamericano Woodrow Wilson utilizó como excusa la guerra civil que atravesaba Haití y la mora en la deuda que mantenía con bancos norteamericanos para ordenar una nueva invasión a esa nación. Sin embargo, las razones reales tenían que ver con la necesidad de frenar la creciente influencia de las potencias europeas sobre la política y la economía de Haití.

El 28 de julio de 1915 una columna de 330 marines norteamericanos se apoderó de Puerto Príncipe, la capital, y en los días siguientes ocuparon la totalidad del territorio. Miles de haitianos fueron forzados a trabajar en obras públicas –explotadas por empresas gringas– y la mitad de los ingresos nacionales fueron apropiados para pagar la deuda externa. La oposición política y las guerrillas campesinas de Charlemagne Peralte forzaron la salida estadounidense de Haití el 15 de agosto de 1934. La ocupación y la represión subsecuente costaron la vida de unos 10.000 haitianos y de una docena de marines invasores.

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Hace más de medio siglo, Alejo Cerpentier describía en El reino de este mundo su visión de lo real maravilloso, su sentido de sorpresa ante lo inusual e inesperado, como resultado de la manipulación de la realidad, por la percepción de algo diferente a lo normal.

Algunos personajes de la novela de Carpentier, como François Mackandal, fueron tomados de la misma historia: fue uno de los más famosos líderes de la revolución haitiana que, tras una larga persecución, fue arrestado y atado en la plaza para quemarlo vivo junto a los esclavos que lo seguían. Para el gran escritor cubano, lo real maravilloso es patrimonio y natural de Latinoamérica, y su teoría dio lugar, luego, al advenimiento del realismo mágico de la época del boom de la literatura latinoamericana.

Ya en este milenio, la chilena Isabel Allende, en La isla bajo el mar, narró la azarosa historia de una esclava en el Santo Domingo del siglo XVIII que logra librarse de los estigmas que la sociedad le impuso para conseguir la libertad, sin importar las trampas que el destino le tiende.

Hoy, todas las organizaciones sociales y políticas haitianas luchan por la expulsión de las tropas –muchas de ellas de soldados suramericanos– de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah), que en 11 años dejó un saldo cuantioso de víctimas de la represión, pero también del cólera que las mismas tropas introdujeron (8.500 víctimas mortales y más de 700.000 casos de contagio) y de las violaciones y prostitución por hambre que denigran a la mujer, la juventud y la niñez haitianas. Al mismo tiempo, sostienen, son responsables del hambre con el que colaboran al reprimir al movimiento social en reivindicaciones por aumentos salariales y derechos esenciales como salud, electricidad y agua potable.

Haití es un infierno fabricado: “En la frontera donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay un gran cartel que advierte: ‘El mal paso’. Al otro lado está el infierno negro. Sangre y hambre, miseria, pestes. En ese infierno tan temido, todos son escultores. Los haitianos tienen la costumbre de recoger latas y fierros viejos y, con antigua maestría, recortando y martillando, sus manos crean maravillas que se ofrecen en los mercados populares. Haití es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad. Allí yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente”, escribía Eduardo Galeano.

Haití fue el primer país donde se abolió la esclavitud, pero las enciclopedias más difundidas le otorgan al Reino Unido ese honor. La abolición británica ocurrió en 1807, tres años después de la revolución haitiana, y resultó tan poco convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que volver a prohibirla. En Brasil, se llamaba “haitianismo” al desorden y a la violencia. Recién en 1888 Brasil abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.

Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití. Desde hace más de dos siglos, 211 años exactamente, sufre desprecio y castigo por parte de colonialistas, neocolonialistas y los mismos buitres de siempre.

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“En 1915, los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años. Lo primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación de impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la Nación, que se convirtió en sucursal del Citibank de Nueva York.

“El presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero. Los ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho.

“No fue fácil apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero, Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido, para escarmiento, en la plaza pública. La misión civilizadora concluyó en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando en su lugar una Guardia Nacional, fabricada por ellos, para exterminar cualquier posible asomo de democracia. Lo mismo hicieron en Nicaragua y en la República Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier fue el equivalente haitiano de Somoza y de Trujillo”, nos recordaba, junto al terror de los tonton macoutes, Eduardo Galeano.

“Estamos aún bajo las botas de la ocupación militar. Ya no son los soldados estadounidenses, pero es la Minustah, instrumentalizada por el imperealismo, que llegó en 2004 y sigue el papel de la dominación y la instalación de las condiciones para favorecer el saqueo de nuestros recursos a favor de las empresas norteamericanas. Se trata de tropas que buscan la remilitarización imperial de la cuenca del Caribe para defender sus intereses estratégicos, sobre todo frente a pueblos rebeldes como Cuba y Venezuela”. Son palabras del economista y luchador social haitiano Camille Chalmers.

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El 12 de enero de 2010 Haití sufrió un devastador sismo que dejó más de 200.000 muertos y 300.000 heridos y afectó a otros dos millones de haitianos, de los que 1,5 millones se vieron obligados a desplazarse. Cientos de miles de personas quedaron sin techo, sin tierra, sin trabajo; sin padres, sin hijos, sin hermanos, sin presente ni futuro.

La solidaridad internacional terminó en muchos casos alimentando a ONG y a empresas estadounidenses y europeas bajo la atenta mirada de tropas “de paz” suramericanas. El primer hotel de cinco estrellas en la capital de Haití –Royal Oasis– fue financiado con dinero de la reconstrucción, un ejemplo de las oportunidades de negocio tras el terremoto, lo que el embajador de los Estados Unidos en Haití llamó “la carrera por el oro”.

Entre 2010 y 2012, tan sólo el 1,3% del valor contractual de los proyectos de la Usaid fueron concedidos a contrapartes haitianas, y más del 85% fueron a empresas y ONG norteamericanas. La Unión Europea sigue un patrón similar: en 2010 y 2011, el 76,7% del valor de los contratos de EuropeAid en Haití fueron para empresas europeas. Amparada por los Clinton y el Banco Mundial, la estrategia “Haití abierto a los negocios” incluye sectores claves como la minería (oro), el turismo y la industria textil.

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Cinco años después del sismo, 80 mil personas (de más de 21 mil familias) aún residen en 105 campamentos para desplazados, en la zona metropolitana de Puerto Príncipe. Y peor aún, más de 60 mil personas fueron desalojadas por la fuerza de los campamentos.

Cinco años después del terremoto y cien después de la primera ocupación estadounidense, los haitianos siguen en la calle, por su dignidad, para recuperar su soberanía alimentaria, sus recursos naturales, sus tierras, sus techos, sus trabajos. Y siempre se enfrentan a los mismos buitres y el mismo verso de la deuda externa y la violencia interna. Aunque esta vez, lamentablemente, también con gendarmes sudamericanos.

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