Perros guardianes, perras callejeras y otras alternativas – Por Andrea Morales

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Construir nuevas alternativas es difícil cuando nuestra era se parece más a un lote polvoriento segundos tras la demolición de un edificio que al edificio mismo. O a la dinamita. Es como estar con un zumbido en los oídos y sentir el corazón muy en las orejas, sabés que el edificio ya no está pero no sabés mucho más que eso. Vivir entre el aturdimiento y los escombros, tener ripio en lugar de cuerpo.

Fue una mano de hombre blanco la que barrió con los cuerpos y dijo: de este lado los humanos, de este otro las bestias. Y los humanos tenían cuerpo de hombre, igualito a Papá Dios, que les otorgó el privilegio de nombrarse. Las bestias ni siquiera se parecían entre sí, eran un catálogo de circo, de seres grotescos, que iban a ser rechazados por decencia, pero que iban a protagonizar las fantasías sórdidas de quien no se atreve a decir que le erotiza este orden desigual. Mujeres, indígenas, negrxs, gordxs, feos monstruos vedados de aparecer en el árbol genealógico.

Es discutible caracterizar de privilegio la posición política de quien siempre ha sido un marginado. Después de todo implica un profundo proceso personal el localizar las señales del poder violento en la forma misma en la que uno existe. Ni hablar de las otras, innumerables y siempre creativas formas de violencia de la vida diaria.

Pero aquí la ventaja: los perros apaleados, queridos por su amo sádico solo por ratos, entienden de la calle, han visto más allá del jardín y la comodidad. Han visto que en la periferia estamos linajes enteros de bestias que no encajamos, pero que no somos apátridas ni huérfanas como han querido que creamos. Cuando encontrás a otros categorizados de la misma forma que vos, tendés puentes y te asociás bajo el nombre que te han dado, mientras planeás desterrarlo del lenguaje y que ya no existan más las palabras que han puesto para explicar a medias la rara necedad de seguir viviendo y no arribar.

Parece como si los hombres están en todos lados y en ninguno. A menos que estén atravesados por otra opresión. Como si no bastara con ser también asignados a un género, que además es uno de larga tradición violenta, para tener algo que decir. El poder es masculino, los hombres son carne de cañón, su palabra: probablemente una traición que podría explicarnos un poco más el mundo.

Dejando de lado la desarticulada defensa de una masculinidad que busca anular el movimiento feminista con bases “igualitarias”, la ausencia de un proyecto político que quiera partir del ser hombre para desarrollar una ruta hacia la libertad de la persona, que quiera aportar desde su lugar histórico una clave más sobre el funcionamiento del despojo, viene de una simple adhesión de los hombres a la lucha de las mujeres, viene de considerar cada ataque del sistema ante los hombres como una afrenta que se cuela desde el avance feminista, nunca como una expresión de un sistema amplio de dominio, de la herida primera del género.

¿Por qué partir del agresor para liberarnos? Podríamos preguntar. Porque el cuerpo sexuado como hombre es ya una primera agresión, y todo lo excluyente del sistema patriarcal rebasa la figura de los hombres, la masculinidad es más bien uno de los múltiples perros guardianes que naturalizan la violencia estructural.

La guerra, la lógica limpia y egoísta de mercado, el proyecto colonial de la ciencia, el desarrollo de la industria y su desprecio por los cuerpos y la naturaleza, el canon de belleza, la práctica artística como élite, todas son expresiones que dependen de una cierta matriz masculina para justificarse. El reto está en que haya rabia, que haya enojo por como la violencia usurpa las posibilidades de un proyecto de identidad basado en el cuerpo masculino, y sobre todo, que esto llegue a pesar más en la balanza que el privilegio. El reto está en que los hombres cambien de bando, no para subirse al barco de nadie más, sino para empezar a construir una comunidad de lo poco que ha quedado, los escombros del naufragio de quinientos años.

Así como nuestras propias vidas, Guatemala es un espejo opaco, como el de un salón de belleza donde los reflejos se repiten de manera consecutiva y se multiplican. Espejo sobre espejo hasta el infinito sin poder decir que superficie es la primera. Si quisieras agarrar un arma, o llevar los puños para romper el espejo, no sabrías donde empezar y de manera ineludible el primer golpe feroz iría a la imagen de tu propia cara. Una revolución se empieza por romper el misticismo de la personalidad, somos lo que se ha querido. Pero podemos ser otra cosa.

Ahora se empieza a hablar de interseccionalidad explicativa desde las ciencias sociales, como una manera de nombrar un principio que funda el relato, y sin embargo es tan sencillo como esto: tenemos la cara a centímetros escasos de una hidra poderosa a la que nunca hemos visto completa. Si no podemos apartarnos, removernos de nuestro lugar para acceder al panorama completo, lo que si podemos hacer cada uno es gritar fuerte describiendo como es la piel, las escamas de la bestia, desde nuestro lugar particular. Construir el gran plano general a base de detalles.

Gritar que existimos, porque en cierta manera la marginalidad es también una hidra, pero que no reconoce sus múltiples cabezas. A estas alturas de los siglos la explicación tiene que ser colectiva si no quiere fracasar al intentar emerger como una verdad que pueda dominar a quienes no la construyeron.

Hace un par de noches vi una valla publicitaria de Campero. Tiene la foto de un hombre de mediana edad, sudado, cansado, con la cara sucia y ojos grandes. El texto (que no puedo ni quiero repetir con exactitud) glorifica el esfuerzo diario del buen chapín “el que se faja”. ¿Hasta dónde ha llegado la crisis de representación que la única vez que vemos alguien que de hecho sí parece guatemalteco en una campaña publicitaria es para romantizar las injusticias del sistema laboral? ¿Para enamorarnos de ese buen trabajador que aparte va a callarse todo porque un buen hombre no se queja?

La masculinidad desarticula los encuentros entre los hombres. La ausencia de denuncia de la violencia asignada a ellos (y no, no me refiero a una especie de micromachismo inverso) vuelca en el olvido el relato oral y resilente que podría venir de siglos de ser el trabajador por excelencia, el sujeto que habría de volver las directrices del capitalismo las virtudes mismas de su personalidad, al que se le despoja de la entrada revolucionaria que son los sentimientos.

No va a ser unx solx. Vamos a ser todxs, en el momento en que le pongamos nombre a nuestra existencia los que vamos a hacer aparecer una microfractura que si no puede llevarse la representación material del poder, si va a agrietar nuestra forma de relacionarnos. Donde hay fractura, hay espacio ¿para qué?

*Mexicana. Criada en Guatemala en medio del exilio de los que regresan. Guionista, poeta y estudiante de Antropología.

La Hora

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