No es un cuento chino – Por Gustavo A. Girado

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Gustavo A. Girado*

Desarrollo planificado y crecimiento exponencial, inserción en las cadenas globales de valor, una agresiva política de competitividad comercial y una fuerte apuesta por el desarrollo tecnológico son los pilares de la nación más populosa del planeta para plasmar todas las profecías que señalan a China como la gran potencia económica del mundo que viene.

China se prepara para conmemorar dos centenarios. El de la fundación del Partido Comunista, en 1921, y el del nacimiento de la República Popular en 1949. El Politburó pretende que, para cuando suceda, ya haya acabado con la pobreza y que los casi 1400 millones de habitantes constituyan una “sociedad modestamente acomodada”, que hace apenas cuatro décadas, constituía una básicamente campesina y empobrecida: hoy es industrial y urbana.

Pronto, una porción importante del país formará parte de la clase media: será la más grande del mundo dentro de una misma nación. Entiende China, que luego de esa fenomenal transformación, tiene mucho en juewgo a nivel global, su voz es más fuerte y disputa espacios de hegemonía que estaban reservados al orden del hemisferio norte occidental desde la segunda posguerra. China critica ese concepto e intenta transformarlo en la medida que ve comprometidos sus intereses como potencia en ascenso.

En el debate y al mover sus piezas, se ve compelida a crear sus propias instituciones (el AIIB, la Nueva Ruta de la Seda, los BRICS y su banco, la OCS, etcétera), cuestión que resalta en la medida que la administración de Donald Trump se repliega, desdice y la acusa. En un juego global casi de roles invertidos y sorprendente, China aparece como el adalid del libre mercado mientras EEUU se atrinchera en defensa del proteccionismo.

En Buenos Aires, el canciller chino Wang Yi dijo que defender el multilateralismo, perfeccionar la gobernanza global y construir una comunidad de intereses compartidos corresponde a la tendencia de los tiempos y a los intereses comunes de todas las naciones.

No los une el amor. La relación comercial entre China y EE UU parece atravesar un momento delicado. Se trata de una puja que tendrá sus consecuencias y sus eventuales represalias.

Aunque la pelea de fondo no se restringe sólo a los términos del intercambio entre la principal potencia occidental y el gigante asiático cuya preeminencia global se viene vaticinando desde hace décadas, sino que también apunta a cuestiones estratégicas. Un rápido repaso permite identificar ciertos ejemplos para comprender que la discusión por los aranceles es una cuestión central.

En 2009, la USITC (la agencia que regula el comercio internacional de EEUU) estableció que algunos neumáticos chinos importados perturbaban el mercado para los productores locales, por lo que el entonces presidente Barack Obama anunció un aumento arancelario durante tres años (35%, 30% y 25%, respectivamente), que afectaba a un mercado de U$S 2100 millones anuales. China presentó una queja ante la Organización Mundial de Comercio (OMC), pero al no recibir respuesta, inició sus propias investigaciones antidumping sobre los derivados del pollo de engorde, originarios de EE UU, anunciando más tarde aranceles del 50,3 al 105,4% para esos productos, cuyo valor era de unos U$S 800 millones al año.

Lo que constituía un flujo comercial pequeño pero los aranceles dispuestos resultaron muy efectivos. Mientras, el valor de los neumáticos exportados de China hacia EEUU disminuyó un 23% entre 2008 y 2010, el arancel para el pollo hizo caer las exportaciones estadounidenses un 83% de 2009 a 2010 (660 millones de dólares).

Antes, los pollos de engorde de EE UU eran el tercer producto agroalimenticio más valioso exportado a China. Luego cayeron al 13º lugar. Sanciones posteriores las disminuiría casi a cero. Más cerca en el tiempo, a comienzos de este año, EE UU impuso aranceles a paneles solares y lavarropas, afectando a China (U$S 1400 millones) y a Corea del Sur.

Otra vez, la respuesta fueron investigaciones antidumping sobre el sorgo estadounidense por 807 millones de dólares: el 81% esas exportaciones van a China, que depende de ese producto, usado para la alimentación del ganado. Los sustitutos (otros cereales secundarios y maíz) disminuyeron el costo interno.

Para marzo, el problema comercial entre ambos países escaló cuando Trump anunció un aumento de los aranceles al acero y al aluminio, siendo China uno de los principales perjudicados, ya que afectó importaciones por unos U$S 2800 millones. La respuesta de Xi Jinping llegó a los 15 días con el anunció de una lista de 128 productos estadounidenses con aranceles por un valor comercial de unos U$S 3000 millones.

La medida incluyó productos derivados del cerdo y el etanol, de importancia crítica para el Medio Oeste norteamericano. Ese anuncio se hizo inmediatamente después de la propuesta de Trump de, además de imponer esos aranceles adicionales, restringir la extensión de visados a estudiantes chinos y, en general, llevar las disputas sobre prácticas comerciales de China a la atención de la OMC. Otro ejemplo podría establecerse con la soja, que soportó episodios de tirantez y represalias arancelarias.

De ese modo, China persigue la sustituibilidad entre las fuentes mediante su diversificación. Por eso permitió las importaciones de sorgo argentino en 2014, luego de que se disparasen las provenientes de los EE UU. El objetivo de los aranceles –siempre a modo de represa lia– es infligir pérdidas económicas a grupos de interés políticamente influyentes en EE UU, productores poderosos, y hacer de ellos aliados internos –momentáneos, claro– para aliviar las restricciones comerciales.

Esa podría ser la razón por la cual China eligió en estos dos casos, como eje de sus maniobras de hostilidad comercial, productos agrícolas.

El control del futuro

¿Es ese el fondo de la cuestión? China sale a disputar los espacios de hegemonía en la política internacional en múltiples aspectos, pero sobre todo en los estructurales. Uno de esos aspectos comienza a cobrar visibilidad en el modo en que los chinos proyectan el futuro: la cuestión de la inteligencia artificial (IA). Un tema –para el cual aún no hay “una OMC” donde tratarlos- que se cuece al calor de la propiedad intelectual y sobre el que gira el resto de las experiencias de producción, sean manufacturas o servicios.

Como suele recordarse, en la parte de atrás de cada iPhone se lee “Diseñado por Apple en California. Ensamblado en China”. Hasta aquí, EE UU provee el conocimiento encarnado en la propiedad, el diseño, la patente y todos aquellos aspectos que hacen al mayor valor que tiene por dentro cada uno de esos aparatos de Apple, mientras que en China, una empresa de origen taiwanés (Foxxcon), con miles de empleados chinos, los arman y desde allí distribuyen al mundo.

Todo está explicado en el funcionamiento de las cadenas globales de valor, en la planificada inserción de China en cada mercado, capitalizando cada avance tecnológico como parte de su arrollador modelo de desarrollo.

Este caso testigo ha detonado en EE UU una investigación que podría concluir que hubo robo de propiedad intelectual por parte de China, lo que le ha costado a compañías estadounidenses alrededor de un billón de dólares. Ante esto, los números sobre aranceles mencionados más arriba, palidecen. Dicho en forma menos elegante: una cosa es que un país domine la tecnología para fabricar televisores y juguetes, y otra el control del conocimiento para hacer tecnologías de información centrales, que son la base, por ejemplo, para la fabricación de sistemas armamentísticos.

De allí, como recordó recientemente la revista Foreign Affairs, es casi natural que una economía cuyo crecimiento impacta en todo el mundo y que tiene una milenaria cultura de creatividad e investigación científica, disfrute de su renacimiento tecnológico. En efecto, China ya tiene uno de los mayores grupos de científicos de IA y más de 800 millones de usuarios con acceso a Internet –más que cualquier otro país–, lo que a su vez significa más datos para perfeccionar su nueva inteligencia artificial.

Las consecuencias son muchas y se distancian del libre mercado para acercarse a las máximas de la “seguridad nacional”. De hecho, la puja por ese espacio de avanzada impulsó un proyecto de ley para evitar que EE UU haga negocios con dos empresas chinas de telecomunicaciones, Huawei y ZTE. Desde Google ya advirtieron que China lo superará en desarrollos de IA para el año 2025.

Cabe, entonces, la pregunta sobre cómo EE UU deberá responder al avance del conocimiento desde Oriente. Allí hay un punto importante: un enorme parecido entre lo que hace China hoy y lo que hizo EEUU desde la segunda posguerra, cuando galvanizó intereses sectoriales y encolumnó en programas de gobierno diferentes energías al momento de disputar los espacios de hegemonía con la Unión Soviética: el sistema educativo, el complejo militar-industrial, la investigación y el desarrollo desplegados sobre tecnologías en aras del progreso material.

Por eso, mientras EE UU debate al respecto y hace oír su voz para encerrarse en sus fronteras, trasnacionales de capitales norteamericanos se instalan con sus departamentos de investigación y desarrollo alrededor de las universidades chinas, en lugares que el Estado chino creó a tales efectos. 

*Director de posgrado en Estudios Chinos de la Universidad Nacional de Lanús (UNLa)

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