¿Por qué no llega la paz en Colombia? – Por William Ospina

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Por William Ospina *

Colombia se ha convertido en el país de los procesos de paz. Y después de cada uno de ellos sigue en llamas.

Casi cada 15 años nuestra dirigencia nos convoca a un nuevo proceso con el que se pretende cerrar las heridas de la sociedad. Y cada uno de esos procesos consiste en la desmovilización de un ejército insurgente, una banda criminal, un grupo al margen de la ley.

En 1953 se desmovilizaron los guerrilleros liberales de Guadalupe Salcedo y de Dumar Aljure. En 1958 se hizo el armisticio entre los partidos liberal y conservador que habían ensangrentado el país durante décadas. Ese armisticio, llamado el Frente Nacional, duró 16 años, y terminó en 1974. Quince años después, en 1989, se estaba desmovilizando el M-19. Quince años después se dio la desmovilización de los paramilitares. Casi 15 años después, la desmovilización de las Farc. Y ahora empezamos a preguntarnos cuándo será el siguiente proceso de paz, y a cuáles de los muchos bandos guerreros que atenazan al país desmovilizará.

Yo estoy de acuerdo con esas desmovilizaciones. También apoyé los procesos de paz que fracasaron: el de Belisario Betancur con las Farc y con el M-19 en 1984, el de Andrés Pastrana con las Farc en 1998.

Pienso que es bueno que el Estado firme compromisos con los guerreros para lograr su desmovilización, y pienso que el Estado debe cumplir rigurosamente esos acuerdos, y que los desmovilizados, por supuesto, deben cumplir los suyos.

Pero yo no llamaría a eso la paz. Usamos inadecuadamente una sílaba grande como el mar para designar a esos diálogos.

Tantos procesos de paz cumplidos, y tantos pendientes, ya nos deberían haber enseñado que la paz es otra cosa. Cuando en 2016 el Gobierno convocó a un plebiscito para medir el apoyo ciudadano al proceso de La Habana, nos dijeron que el país estaba dividido entre el sí y el no. Pero la verdad es que de 35 millones de votantes inscritos, el 18,2 % dijo sí, el 18,4 % dijo no, y el 63 % no dijo nada. Y es preciso convenir que una paz a la que solo apoye el 20 % de la población no promete mucho en términos de reconciliación.

Hay algo que a nuestra dirigencia no parece gustarle que preguntemos. No cómo desmovilizar a los insurgentes y a los criminales, sino por qué tantos insurgentes y tantos criminales. El resto de los países de América Latina no viven asediados por guerrillas, bandas criminales, paramilitares, delincuencia común y hasta crímenes cometidos con las armas del Estado, como ocurre en Colombia hace muchas décadas.

Eric Hobsbawm decía aterradoramente que la presencia de hombres armados forma parte natural del paisaje colombiano como las colinas y los ríos. Yo no quiero creer que eso sea verdad. El hecho de que el mal haya sido largo no significa que sea inevitable, y vale la pena preguntarnos si es verdad que Colombia es un país condenado sin remedio a la violencia.

Creo que la mayoría de los colombianos formamos una sociedad pacífica. Pero es la alarmante falta de cohesión de esta sociedad, fragmentada por las estratificaciones, por el clasismo, por el racismo, por la prédica rencorosa de los políticos, por la estrategia polarizadora de los partidos, lo que deja a la mayoría inerme a merced de minorías violentas y corruptas.

Un proceso de paz verdadero tendría que tener como protagonistas a los millones de ciudadanos pacíficos que nunca han obrado violencia contra nadie, y que siguen esperando desde hace décadas las reformas que ya reclamaba Gaitán en 1948. Empleo verdadero, seguridad social, créditos productivos, vías que comuniquen al país, educación que resuelva problemas y no que los agrave, verdadera salud pública, una economía que genere convivencia, cultura que nos una y que nos dignifique, un modelo social y un relato en el que quepamos todos.

Si algo tenemos que corregir en Colombia es la extrema desigualdad, la exclusión, el orden de privilegios para unos pocos y la agobiante falta de oportunidades que deja a millones de personas hundidas en la desesperanza, en la postración, lejos de un sentimiento de orgullo por un país que los excluye y los condena.

Y esa idea de que la salud son medicamentos, de que la educación son matrículas, de que la justicia son armas y cárceles, de que la economía es saquear el territorio, de que la vida es resignación.

Aquí los precios y el parque automotor son del primer mundo, la canasta familiar y las carreteras, del último.

La paz tendría que significar millones de ciudadanos con oportunidades, con orgullo por el país, celebrando exultantes en las calles el comienzo de un tiempo nuevo. Y sólo los ciudadanos pacíficos, que son la mayoría, saben cómo se hace la paz. Pero nadie les da el protagonismo, el derecho a la iniciativa, los estímulos, porque nuestra dirigencia solo sabe diseñar procesos de paz en los que la culpa de todo la tengan los que entregan las armas y se rinden, en los que nuestros dirigentes nunca son responsables de nada, y sobre todo en los que nada cambie realmente para la mayoría.

Y es por eso que el país vuelve a estar en llamas. ¿Cómo creer en un proceso de paz sin un proyecto de juventudes, que les ofrezca oportunidades, dignidad, un lugar destacado en el proyecto de la nación a cientos de miles de jóvenes que permanecen sin ingresos, sin educación, sin horizontes, en las fronteras del peligro, y que son el instrumento fatal de todas las violencias?

Lo que les falta, lo que les faltó siempre a nuestros procesos de paz, no es voluntad, es grandeza. Y amor por un territorio al que estamos devastando sin compasión. Qué pequeña es nuestra política.

* Escritor colombiano, autor de ¿Dónde está la franja amarilla?” (1997), En busca de Bolívar (2010), La lámpara maravillosa (2012), Pa que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014) y cuatro libros de poemas. Autor de las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2008), La serpiente sin ojos (2012) y El año del verano que nunca llegó (2015). Recibió los premios Nacional de Ensayo 1982, Nacional de Poesía 1992, de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003 y el Premio Rómulo Gallegos 2009.


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