De la crisis social a la crisis política: Chile y el fin de su democracia liberal – Por Paul Walder

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Paul Walder(*)

Es posible que estemos asistiendo a la caída de un régimen, al fin de la democracia representativa. Es posible que hayamos dado un paso un poco más allá de la posdemocracia, y nos encontremos ya en un espacio político amurallado. La democracia liberal, que nunca fue muy democrática, y hoy ya lo sabe todo el país, muta en nuevas estructuras para reforzar lo que siempre había cuidado: aquel régimen oligárquico instalado hace más de cuarenta años.

El sistema político de los últimos treinta años, aquella democracia de baja intensidad útil para los años de la transición desde la dictadura al orden de mercado binominal, no ha sido capaz de dar una respuesta política a las demandas actuales de la población. Aquel régimen ha incorporado, ha internalizado la crisis social como una crisis política. No una crisis de gobierno sino de todo el andamiaje político, desde sus bases enraizadas en los poderes financieros, extractivos y comerciales (con Penta y SQM en la punta del iceberg neoliberal) al gobierno de turno y toda la casta de parlamentarios más sus satélites y parásitos. Una clase que ha cerrado filas sobre sí misma.

La historia en Chile avanza despavorida. Y la política, que no es lo político, convengamos, deja caer sus anclas para asentar sus privilegios. Sin vergüenza alguna, como si cerrara los ojos y en un cinismo sin límites, puede negar y mentir ante lo más evidente. Es eso lo que ha sucedido en los últimos diez días. El senado rechazó legislar sobre el agua como bien público y mantuvo la propiedad del recurso como activo comercial en tanto la semana siguiente aprobó más cárcel para los manifestantes en diversas expresiones, como la ley antisaqueos y antibarricadas.

Sebastián Piñera anunció una guerra tras el estallido de octubre. Y está cumpliendo su advertencia. Sin respuesta a ninguna de las demandas sociales, su única acción está en el terreno policial. Las violaciones a los derechos humanos, denunciadas por varias organizaciones, desde Amnistía Internacional, Human Rights Watch a la ONU, aumentan al amparo del gobierno y todo el aparataje institucional, desde el Poder Judicial, el parlamento y los medios de comunicación imbricados con los intereses políticos y económicos.

En estos días han habido situaciones de la máxima gravedad, como el uso por carabineros de líquidos irritantes contra los manifestantes y secuestros de activistas por civiles, incidentes solo denunciados a través de las redes sociales que no han tenido ninguna condena o explicación por parte de ninguna autoridad.

Chile avanza con rapidez, o tal vez ya está, en la anomia política. Una clase política obsesionada en la defensa de sus privilegios y sus financistas y un pueblo cada día más vulnerado y violentado. Cada día suman más los heridos, mutilados y encarcelados, que ya se cuentan por miles, sin que ninguna autoridad se haga cargo. Anomia y también polarización. Una clase dominante y fusionada con las bases y redes del poder y una población en las calles y los territorios cada día más sola y abandonada.

El 14 de noviembre pasado esta clase política buscó una salida a la crisis social con el llamado a un proceso constituyente. Todo aquello está en marcha para el plebiscito de entrada el 26 de abril. Un plan básico, que nadie sabe muy bien en qué terminará, y ya muestra sus debilidades. No sólo están en el poco, o nulo, interés que ha despertado el proceso en la población movilizada, sino también en sus mismos convocantes.

El acuerdo constituyente fue un pacto entre la clase política con el apoyo y los parabienes de otros poderes en la sombra. Un consenso entregado a la ciudadanía, pero básicamente un acuerdo entre pares. Hoy, a pocos meses de la suscripción, la derecha ha renegado de su firma. Aquellos partidos que nacieron al alero de la dictadura han vuelto a sus orígenes y ya han anunciado que votarán en contra de la idea de una nueva constitución. La derecha chilena, oligárquica, conservadora y pinochetista, defiende lo que es suyo, aquella constitución y normas que han consagrado la mercantilización del país, la concentración de la riqueza y la desposesión de todas las clases subalternas. Si hay crisis social y demandas, estas se resuelven con el orden.

Anomia, autoritarismo y pérdida gradual y persistente de derechos civiles. A la represión desatada y permanente se le suma la persecución de activistas y dirigentes sociales, proyectos de ley para limitar el derecho a reunión, acusaciones con cargos falsos, fallos sesgados, noticias insidiosas, críticas infundadas y ofensas a líderes sociales levantadas por los grandes medios. Un clima de polarización que no ofrece salida. Una clase atrincherada en la defensa del modelo de mercado y sus privilegios y un pueblo en los límites de su paciencia.

Este ambiente político, de negación e incompetencia, es la convocatoria a todos los demonios. Por cierto los del autoritarismo y fascismo, pero también a los que pueden invocar una población por tantos años y generaciones humillada, denigrada y desesperada.

No hay muro en pueblo y ciudad chilena que no tenga rayados con demandas sociales, no hay calle o carretera en la que no se haya levantado una barricada. Una población que ha perdido el miedo es también un pueblo preparado para la lucha. Para todas las formas de lucha.

(*) Periodista y escritor chileno, director del portal politika.cl, analista asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, estrategia.la)

Alai


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