Pedir lo imposible – Por William Ospina

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Por William Ospina(*)

Tal vez fue Paul Valéry quien dijo que Cristo trajo al mundo una noticia inesperada, que todos somos hermanos porque tenemos un padre común. También trajo la propuesta de que no debemos acumular, sino sólo pedir el pan de cada día, y que hay que renunciar a la venganza y asumir el principio del perdón, que puede corregir el pasado.

Un muchacho italiano, inspirado en esa doctrina, predicó la austeridad y extendió la fraternidad a los lobos, las salamandras y las estrellas. Esos sabios de Europa parecían indios americanos. El jefe Seattle se preguntaba cómo puede un hombre creer que es dueño del mundo. A un indio del Amazonas le oí decir que no somos hijos de Dios sino del agua y de la estrella.

Otro se asombró de que unos hombres que adoraban dos leños cruzados lo declararan ignorante por adorar al sol que da vida y a la tierra que nutre y alegra. Todos podrían suscribir la sentencia más revolucionaria del siglo XX, la de los muchachos franceses que escribían en los muros: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”.

Nunca como en esta época fue tan necesario pedir lo imposible. Vivimos bajo legislaciones que consideran legal que el uno por ciento de la población sea dueña de la mitad de la riqueza planetaria y hallan ilegal que un pobre tome como pueda el alimento que necesita. Vivimos en un mundo cuyo modelo económico basado en el consumo de combustibles fósiles hará el planeta inhabitable en 20 años, y todavía nos educan para trabajar en sus fábricas, consumir sus vehículos, extraer carbón y petróleo, y cargar el teléfono móvil cada seis horas sin preguntar de dónde viene esa energía.

Hace dos siglos consumíamos 2.500 calorías y éramos 500 millones de personas, hoy somos 7.500 millones y cada uno consume el equivalente de 250.000 calorías: porque viajamos por tierra a 100 kilómetros y en el aire a 850 kilómetros por hora, porque hemos iluminado la noche, tenemos los hogares llenos de aparatos eléctricos y sólo queremos hablar con el que está lejos.

Los kogi, de la Sierra Nevada de Santa Marta, danzan todos los días para que las gentes que viajan en los aviones lleguen felices a su destino y para que a los barqueros no se los coman los caimanes. Ellos entenderían muy bien la invocación de Nietzsche: “Y que todos los días en que no hayamos danzado por lo menos una vez se pierdan para nosotros, y que nos parezca falsa toda verdad que no traiga consigo cuando menos una alegría”.

Pero ¿cómo danzar alegres si nos educan para trabajar en factorías infames y en oficinas sórdidas, o para algo más triste: no tener trabajo, y padecer hambre y marginalidad? ¿Cómo predicar en tiempos de empleo alienante y de desempleo paralizante que lo único digno es trabajar en lo que nos gusta, que además del sustento el trabajo debería darnos felicidad, que sólo la vocación puede brindarnos un oficio digno y feliz, que no deberíamos querer ser operarios sino artistas, que las artes son millares y que cada quien es el artista en potencia de una de ellas? Sin embargo hay que hacerlo: nuestra obligación más sensata y más práctica es pedir lo imposible.

Porque cuanto más obedecemos al duro pragmatismo, que exige someterse a oficios tediosos y a sueldos de miseria, adaptarse a la realidad, servir y obedecer y pagar la factura, cada vez el mundo está más envilecido y la naturaleza más saqueada y los ricos más ricos y el fin más cercano. Someterse al modelo no ayuda, la inercia de este capitalismo sin alma conduce al abismo, sólo el que busque otra cosa tiene esperanzas para sí mismo y para el mundo.

Hace tiempos vi una publicidad en Francia: La vie est trop courte pour s’habiller triste. La vida es demasiado corta para vestirse triste. Yo digo que la vida es demasiado corta para resignarse a un trabajo triste, y que ha llegado la época de los grandes heroísmos. Nos predicaron y nos impusieron la globalización: ahora es el deber de cada uno salvar la casa de todos, y no serán las multinacionales las que nos dirán cómo hacerlo.

Pero también es verdad que el capitalismo no está afuera. Nunca como ahora pudimos decir con Baudelaire: “Yo soy la herida y el cuchillo / la bofetada y la mejilla, / yo soy los miembros y la rueda / soy el verdugo y soy la víctima”. El capitalismo que hay que derrotar está en nosotros: somos sus trabajadores y sus consumidores, somos sus electores y sus tributarios. Si estos ríos se secaran todo su poder se secaría.

Pero lo importante no es destruir el poder de nadie sino salvar la vida, y su principal atributo, que es la diversidad. Como dijo Jorge Luis Borges: “Gracias quiero dar al divino laberinto de los efectos y de las causas por la diversidad de las criaturas que forman este singular universo”.

El modelo en que vivimos es sobre todo un monstruoso enemigo de la diversidad. Todo quiere convertirlo en oro, todo lo convierte en CO2, destruye los bosques, arrasa las selvas, envenena los ríos, poluciona los océanos, blanquea los corales, extermina los tigres, mata las abejas, sacrifica pueblos, los expulsa, les cierra las puertas de llegada y las de regreso.

Empobrece continentes enteros y después alza muros para contenerlos, y avanza saqueando su oro, su petróleo, continuando el trabajo feroz de las cruzadas, de la Conquista de América, fabricando armas sin tregua, fumigando los campos, seduciendo a la humanidad con el diseño de sus armas, de sus espectáculos, de sus empaques, de sus tentaciones.

Creíamos que el fin del mundo iba a ser deforme y grotesco, y ahora descubrimos que será algo finamente elaborado, lleno de diseño, de talento, de elocuencia, de racionalidad, empacado de un modo exquisito, un espectáculo refinado, trasmitido en los mejores horarios. La humanidad tendrá que optar por algo menos derrochador pero más lleno de esperanza, menos espectacular pero más generoso, por algo más sencillo, más dulce, más esforzado, más cuidadoso del mundo.

Roma es un buen sitio para decirlo, pues mucho de esto está en el mensaje del papa Francisco, y esta es una buena ocasión, porque es el mensaje que puede formular la América Latina, un continente que conoce las virtudes de Europa y también sus excesos, que conoce las virtudes del ser humano pero también sus peligros, y está aprendiendo lo que quiso decir Nietzsche cuando le gritó a la humanidad: ¡Perecerás por tus virtudes!

Hay que añadir que el combate por el mundo tal vez se dé en las calles, pero sobre todo se dará en las cocinas, donde están el fuego y los dones de la tierra, el agua y la conversación, el afecto y la memoria. Que la lucha contra la droga exige que le permitamos a la tierra dar todos sus frutos y a la humanidad disfrutarlos todos.

Que la lucha contra el terror sólo triunfará haciendo libre de horror la vida de millones de niños que viven en la marginalidad, en la humillación y en el resentimiento. Que la lucha por la seguridad sólo puede ganarse con solidaridad y con confianza. Que tardarán en desaparecer los ejércitos, pero que mientras tanto deberían encontrar su misión en la arriesgada labor de proteger la naturaleza y de salvar su equilibrio.

Nunca hubo para generación alguna una tarea tan vertiginosa y heroica como la que le ha tocado a los jóvenes de esta época: ser los protectores de los tigres y de los tiburones, exploradores de abismos y tejedores de memoria, sembradores de selvas y costumbres, ser los salvadores del clima y de la diversidad, de la aventura humana y del legado de sus civilizaciones.

(*) Escritor colombiano, autor de ¿Dónde está la franja amarilla?” (1997), En busca de Bolívar (2010), La lámpara maravillosa (2012), Pa que se acabe la vaina (2013), El dibujo secreto de América Latina (2014) y cuatro libros de poemas. Autor de las novelas Ursúa (2005), El país de la canela (2008), La serpiente sin ojos (2012) y El año del verano que nunca llegó (2015). Premio Nacional de Ensayo 1982, Nacional de Poesía 1992, de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada en Casa de las Américas 2003 y el Premio Rómulo Gallegos 2009. Texto leído el 15 de noviembre de 2019 en el Museo de Arte del Siglo XXI, en Roma.


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