Vivimos una revolución. No es la revolución que imaginábamos – Por Rafael Cuevas Molina

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Por Rafael Cuevas Molina *

En el siglo XX nos acostumbramos a pensar la revolución como un cambio radical, de estructuras y, por la tanto, sistémico, iniciado por hechos violentos que subvertían la realidad imperante, creaba un cataclismo, hacía borrón y cuenta nueva y abría el camino de los cambios que cimentarían un mundo nuevo.

El horizonte era una nueva sociedad a la que caracterizamos como socialista, que no era sino una etapa intermedia hacia el comunismo. En América Latina hubo dos revoluciones de este tipo, la cubana y la nicaragüense, y un intento por vías distintas se ensayó en Chile y, después, en Venezuela, que en función de las nuevas circunstancias históricas caracterizó su proceso como socialismo “del siglo XXI”.

Pero, en ese mismo período, es decir, desde 1950 hasta nuestros días, en el ámbito de la cultura ha habido otras revoluciones que no han abarcado solo a América Latina pero que la comprenden. Revoluciones que han tenido o están teniendo, unas más otras menos, profundas implicaciones en la vida cotidiana de la gente, y que tal vez (eso no lo podemos saber aún porque estamos inmersos en ellas) forman parte de una revolución más comprehensiva y profunda.

Una primera revolución muy importante es la que se sustenta en la revolución científico-tecnológica de la segunda mitad del siglo XX, que en mi opinión está en la base de dinámicas sociales revolucionarias en la medida en que han trastocado el modo de vida. Siendo muy esquemático habría que mencionar dos implicaciones de esta revolución científico-tecnológica: la de los importantes cambios que trajo a la vida en el hogar, en donde la introducción de los electrodomésticos aligeró las tareas domésticas, abrumadoramente a cargo de las mujeres, y fue una de las causas que permitieron su incorporación en la vida pública, incluyendo el mundo del trabajo remunerado.

La segunda fue el desarrollo de la Internet y, con ella las redes sociales, que han transmutado las relaciones interpersonales, la forma de hacer política y, en general, de relacionarse con el mundo.

Con solo esos elementos mencionados ya tendríamos suficiente como para hablar de una revolución cultural. Pero a ello debemos agregar otras dimensiones no menos importantes. En primer lugar, debemos mencionar el ascenso del protagonismo femenino en todos los órdenes de la vida, que no se limita al reclamo de la igualdad como se entendía en el siglo XX, es decir, como el derecho al trabajo remunerado en iguales condiciones que los varones o a la responsabilidad compartida en las tareas del hogar. No es necesario enumerar y precisar aquí lo que está significando en todos los órdenes y resquicios de la vida esta revolución impulsada por las mujeres que implica un reacomodo, a veces radical, de ver el mundo.

Por otra parte, hay también una presencia cada vez mayor de movimientos sociales vinculados a los derechos de “minorías”, que muchas veces no lo son tanto: los movimientos antirracistas, por ejemplo, o los animalistas. El derribo de estatuas de personajes que alguna vez estuvieron vinculados a la esclavitud, a la explotación o a crímenes contra poblaciones asoladas por la expansión colonial no es más que un símbolo de esto.

Como era de esperarse, todos estos movimientos culturalmente revolucionarios han provocado reacciones airadas, muchas veces violentas, como, por demás, toda revolución verdadera provoca. Por doquier, entonces, pululan grupos reaccionarios antifeministas, fascistas, terraplenistas, conspiracionistas que, como trataremos de mostrar en otra entrega, no son solo respuesta a estos movimientos sino, muchas veces, expresión de problemas reales de grandes contingentes de población que se expresan de forma “desviada”.

Más que la certeza tenemos la intuición que estamos en período de transición hacia una nueva forma de sociedad, de eso ya se han ocupado teóricos importantes como Immanuel Wallerstein, y que inmersos en él vivimos un mundo turbulento al que, por los cambios que estamos viviendo, percibimos como “un mundo patas arriba”, para usar la expresión de Eduardo Galeano, aunque en otro sentido.

También consideramos que la pandemia ha venido a profundizar algunos de estas tendencias. El mundo nuevo, o la “nueva normalidad”, como se ha hecho popular decir, no es más que la continuación acentuada de lo que ya veníamos viviendo, que hunde sus raíces en el siglo XX pero que adquieren un cariz más radical en el siglo XXI.

Como todo período de cambios radicales, es una época de lucha muy aguda, en la que pueden prevalecer unas fuerzas u otras. El mundo que surja de aquí puede aproximarse a la utopía o a la distopía. No hay ninguna ley de la historia que cuajará ineluctablemente hacia un futuro luminoso. Todo dependerá de nosotros.

* Historiador, escritor y artista plástico. Licenciado en filosofía y magíster en Historia por la Universidad de La Habana. Catedrático, investigador y profesor en el Instituto de Estudios Latinoamericanos (IDELA), adscrito a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional (UNA), Costa Rica. Presidente de AUNA-Costa Rica.


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