En Colombia, la Policía, brazo protector del poder – Por Equipo editorial de Desdeabajo

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Por Equipo editorial de Desdeabajo *

La acción fue contundente y parece responder a un patrón predeterminado. El 9 de septiembre, una vez que grandes sectores de la sociedad bogotana hacen plantón frente a varios CAI y alzan su voz indignada por el asesinato de Javier Ordoñez, les llueven gases, garrote y balas. El saldo lo dice todo: 10 manifestantes asesinados en Bogotá y 3 en Soacha en los dos primeros días de protesta.

El número de lesionados también evidencia la violenta reacción estatal: 136 personas heridas por disparos de bala, 25 con lesiones de gravedad según el recuento de la Fundación Lazos de Dignidad. El reporte de los detenidos, 138.

Como en la época de la Colonia –cuando alcanzaban su cometido descuartizando cuerpos, distribuyendo y exhibiendo sus partes en varios municipios–, la marca violenta del poder responde a un propósito claramente predeterminado: generar terror, intimidar, desalentar solidaridades, desmovilizar.

Es esa la respuesta común del establecimiento ante situaciones similares. Como en Ecuador, por ejemplo, donde en octubre de 2019 el cuerpo armado, con un desafuero desconocido hasta ese día, dejó tendidos en el piso los cuerpos de 7 connacionales y 1.040 heridos.

Como en Chile, donde con alevosía sin par su acción arroja decenas con por lo menos un ojo estallado, producto de disparos dirigidos con ese claro propósito. Como en Francia, donde una acción registrada testimonia el impacto de balas de goma policiales o perdigones. Y otras situaciones se cuentan por decenas.

Esa práctica colonial, en el caso de Colombia, fue retomada por el paramilitarismo, que asesinaba e impedía que la gente recogiera los cuerpos de sus familiares, amigos, conocidos o simplemente vecinos, para que se asustaran; para que se extendiera cada día, en cada momento, el mensaje que estaban enviando; para que unos y otros, atemorizados, optaran por desplazarse, por dejarles el territorio.

Tal praxis llegaba incluso a la barbarie de jugar con la cabeza de un decapitado. Los millones de desplazados dan fe de que el mensaje cumplía su propósito.

El funcionamiento del cuerpo policial, la vestimenta, los objetivos al usar sus armas, la violencia con que enfrentan a los manifestantes, la insensibilidad en el momento de atacar –sin ver si son menores de edad, ancianos, mujeres, discapacitados, etcétera–, muestran con claridad la estructura operativa, la rigidez del mando.

Todo esto y mucho más bajo un patrón generalizado que lleva a concluir que existe un diseño socializado sobre cómo enfrentar las inconformidades sociales en las ciudades modernas, además de la preparación psicológica de quienes integran estas fuerzas de choque con las cuales logran separar a los agentes respecto del cuerpo social, insensibilizarlos ante el dolor causado, hasta incluso hacerles sentir que son distintos, tal vez hasta mejores que el resto de los integrantes del cuerpo social.

Es aquella una respuesta que permite apreciar que la policía asume claramente la función de coraza del poder y su brazo extendido que golpea a quien se sale de la norma, y gana espacio en algunos sectores sociales bajo el supuesto de proveer seguridad, lo cual no es su misión fundamental, y sí la protección y la defensa del poder. No es casual su copamiento del territorio, ejerciendo una presencia y una actuación tales que en muchas ocasiones se le siente como fuerza de ocupación.

A la vez, la dinámica del accionar de esa fuerza permite comprender la decisión que acompaña al poder todo: protegerse, prolongarse a como dé lugar, no importa lo que corresponda hacer ni los mecanismos necesarios al cometido. Ante las denuncias de excesos violentos, de irrespeto a los Derechos Humanos, de usurpación de funciones, siempre encontrará respaldo en un chivo expiatorio: un mando medio, unos agentes de base, las ‘ovejas negras’, un enfermo mental o disculpas similares.

Además, toda violación de esos derechos fundamentales tendrá su excusa y toda investigación de organismos internacionales será dilatada en el tiempo. La correlación de fuerzas con que se cuenta en el nivel internacional ayudará a bajarles el tono a las denuncias, a envolatar la investigación, o todo lo contrario.

Estamos –todo parece indicarlo– ante un patrón universal, con amplia experiencia y diseños formativos provenientes de países como Israel, con un acumulado de saberes en su ocupación y enfrentamiento a la dignidad palestina, que es reforzada con experiencias antisubversivas, como la de Colombia, con mentalidad de guerra.

Tal mentalidad, para nuestro caso, permite ver la negada democracia imperante, con su bálsamo formal o electoral y nada más, dulce con el que logran hipnotizar desde hace décadas a la llamada oposición, convencida como está de que en Colombia hay democracia. Nada más contradictorio con los sucesos de cada día y con el nivel de concentración de riqueza, destrucción ambiental a que asistimos, guerra perenne, negación de todo tipo de derechos, entre algunos de los signos cotidianos que desmontan la ilusión.

La oposición se sorprende bastante por esos sucesos a los que llega tarde, como sucedió el 21N, y de los cuales queda excluida, en particular el factor gremial y social tradicional, como los sindicatos, ajenos en lo fundamental a las nuevas formas de organización y resistencia urbanas, pese a lo cual, como se verá en los próximos meses, buscará encauzarlas hacia la coyuntura electoral. ¿Confrontar el poder regente y construir otro alterno vs. reformarlo? El dilema es eterno y ahora el péndulo gira hacia la reforma, a pesar de los signos de todo tipo que ejemplifican, una y otra vez, lo desacertado de esa posición.

Con lo sucedido no hay duda de la voluntad que siempre acompaña al poder. Básicamente de protección y defensa de privilegios, de aterrorizar, que había quedado explícita el 21 de marzo pasado, cuando son asesinados varios presos de la Cárcel Nacional Modelo de Bogotá, luego de exigir deshacinamiento y protección para no ser infectados por el covid-19 ni morir como efecto de lo mismo.

Tras declararse en desobediencia y hacer sentir su desoído reclamo, son acribillados sin piedad, quedando tirados en el piso 22 cuerpos y más de 80 heridos. Testimonios posteriores dan cuenta de que los disparos recibidos eran, incluso, tiros de gracia.

La supuesta contención de la pandemia arrancó con una masacre, que –quizá por la condición de los afectados– no encontró el eco dolorido de la sociedad. La contención pandémica prosigue por igual rumbo, con otra docena de asesinados, esta vez con una conmoción social pocas veces vista, la misma que agudizó contradicciones al interior del poder, con todo lo cual un reclamo gana eco en el tejido social.

Es necesario desmilitarizar a la policía; hay que acabar con la mentalidad de guerra que la impregna y la orienta; resulta imperativo reeducar a sus activos para que se sientan parte del cuerpo social, para que se reconozcan como hijos, padres y madres que protegen a sus conciudadanos y no agentes defensores del poder, del que, como personas, no hacen parte, y sí de los sectores populares.

El debate está abierto. La ocasión es óptima para que el cuerpo social se pronuncie y el poder quede cuestionado en sus reales fundamentos, incluidas la mentalidad belicosa que lo soporta y la barbarie de uno de sus brazos protectores.

Desde Abajo


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