¿Qué pasa en Nicaragua? – Por Gabriela Baygorria y José Cruz Campagnoli

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Se partió en Nicaragua otro hierro caliente porque el águila daba su señal a la gente.

Durante las últimas semanas hemos asistido a una feroz campaña mediática destinada a demonizar al gobierno de Nicaragua. Daniel Ortega, quien gobierna desde 2007, es el principal dirigente de la Revolución Sandinista; aquélla que puso fin a la tutela estadounidense que rigió de facto mientras la familia Somoza ejerció el poder en forma dictatorial durante más de cuarenta años.

El Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) gobernó Nicaragua desde 1979 hasta 1990, cuando fue derrotado en las urnas por la candidata del Departamento de Estado norteamericano: Violeta Chamorro, tras una guerra interminable financiada ilegalmente por el gobierno de Ronald Reagan (Operación Irán-Contras), que sometió al pueblo nicaragüense a una situación tan desesperante como criminal.

En aquel momento, la propuesta extorsiva de los EE.UU. al pueblo nicaragüense fue explícita: «o votan contra el FSLN, o continúa la guerra.» En una elección reñida, el sandinismo perdió las elecciones y entregó el gobierno a la nueva administración, que no tardó un instante en dar inicio a un ciclo neoliberal que echó por tierra las conquistas logradas a lo largo de una década.

En 2007, no obstante, el Frente Sandinista de Liberación Nacional triunfó en las elecciones y retomó el gobierno. Lo hizo, es cierto, en una versión más “impura” que la de Abril en Managua y menos poética que la de Omar Cabezas en su bello texto La montaña es algo más que una inmensa estepa verde.

Pero detengámonos un momento para despejar cualquier duda que pudiera surgir en este punto: este artículo no pretende dedicar una elegía al sandinismo. Tenemos muchas coincidencias con su horizonte de gobierno, sí. Pero también muchas divergencias

En función de ello, lo primero que proponemos es acercar una interpretación sobre los motivos que explican por qué Nicaragua es, otra vez, como en 2018, blanco de los ataques de Washington y sus dispositivos político-mediáticos.

Bajo la presidencia de Ortega, hasta el 2017, Nicaragua fue el país con mayor crecimiento económico en Centroamérica. Teniendo como principales aliados a Venezuela y Cuba, el país logró mantenerse a flote incluso tras una crisis mundial como la del 2009.

Durante el período de 2010-2017 la economía nicaragüense tuvo grandes mejoras, registrando crecimientos anuales de más de 5 puntos porcentuales de su PBI. Según un informe de la CEPAL, Nicaragua vivió tanto una mejora significativa en sus niveles de empleo como una ostensible disminución de la pobreza: la desocupación pasó del 7,8% (en 2010) al 6,6% (en 2014); mientras que la pobreza bajó casi un 40%, pasando del 48,3% (en 2005) a 29,6% menos de una década más tarde. Como consecuencia de eso, la mortandad infantil se redujo a 11.4 cada mil nacidos y la tasa de analfabetismo cayó a un 3%.

Adicionalmente, resulta interesante resaltar los bajos niveles de violencia y criminalidad logrados por la sociedad nicaragüense (3.5 homicidios cada 100.000 habitantes), si los comparamos con los de otros países de la subregión. Algo similar ocurre al contrastar su tasa de emigración con el resto de centro-américa. De hecho, no fue otra cosa que este “clima” lo que hizo posible el aumento de las inversiones, responsables de apalancar el crecimiento económico experimentado por el país durante estos últimos años.

Al igual que en otros países de América Latina, algunos años de bonanza económica sirvieron para mejorar las condiciones de vida de las ciudadanas y ciudadanos nicaragüenses, pero lamentablemente se revelaron insuficientes para efectuar cambios estructurales en la matriz económica heredada, obstaculizando la superación definitiva del daño generado por el neoliberalismo.

Pese a todos los esfuerzos por diversificar sus relaciones comerciales, Nicaragua no pudo revertir la relación de subordinación económica con los Estados Unidos, que tuvo así el camino abierto para erigirse como actor decisivo en la crisis desatada en 2018, que terminó por desplomar la economía nicaragüense hasta dejarla, en 2019, en el ante-último lugar del mismo ranking de crecimiento económico latinoamericano que supo encabezar el año anterior.

Como hemos mencionado, antes de ello hubo intentos por reconfigurar las relaciones con otros países, extendiendo su política exterior más allá del ALBA (que el país integra junto a Venezuela, Cuba y Bolivia). Así, se avanzó con un fuerte impulso al multilateralismo en el área de Defensa, sellando un acuerdo para importar armamento de Rusia a partir del 2017. A su vez, se firmó un tratado con China para construir un canal interoceánico capaz de competir con el de Panamá, indirectamente controlado por los Estados Unidos.

Todo ello resultó insuficiente, amén de representar una amenaza todavía mayor a la hegemonía norteamericana en el marco de su guerra geoestratégica con Rusia y – sobre todo – con China.

La asunción de Trump en 2016, que intensificó la hostilidad política de los EE.UU. hacia la región en términos generales, hizo sufrir sus efectos sobre algunos países muy en particular. En el caso de Nicaragua, dicha intervención alcanzó un pico en 2018, con la puesta en marcha de un proceso de desestabilización. La excusa, en aquel momento, fue el lanzamiento de una desafortunada reforma en el área de la seguridad social, que carecía de consenso y generó una ola de protestas. Pese al retiro del proyecto, las protestas adquirieron una mayor virulencia, escalando rápidamente hacia un escenario de violencia política. La cual fue desatada siguiendo una matriz similar a la utilizada por la oposición en Venezuela (en 2014 y 2017), que en Nicaragua dejó cientos de muertos, heridos y una significativa destrucción de oficinas estatales.

Sin embargo, y pese a la prolongación del plan de desestabilización, que terminó superando los 100 días, la oposición no pudo lograr su objetivo y derrocar al gobierno de Daniel Ortega. Fue entonces cuando EE.UU. decidió retirar sus inversiones directas y desfinanciar al país, intentando ahogar la economía (cualquier parecido con los bloqueos contra Cuba y Venezuela no es mera casualidad) en aras de forzar un clima capaz de imponer la salida de Ortega, quien había logrado alzarse con la victoria electoral de 2016 nada menos que con el 72% de los votos. Como corolario de este proceso, Nicaragua vio sensiblemente afectados sus ingresos por turismo, lo que trajo como consecuencia la pérdida de millones de dólares y de cientos de miles de puestos de trabajo.

Luego de la derrota del golpe de Estado se logró llegar a una relativa estabilidad, dando inicio a un proceso de diálogo nacional. Los intentos por derrocar al líder sandinista estuvieron, sin embargo, muy lejos de cesar.

Hace pocos meses, en vísperas de un año electoral (este 2021 hay elecciones presidenciales), las autoridades nicaragüenses descubrieron operaciones de lavado de dinero destinadas a financiar – desde el extranjero – a dirigentes políticos, periodistas y ONGs opositoras. Se iniciaron a raíz de ello una serie de procesos e investigaciones judiciales, que llevaron finalmente a una serie de detenciones. A este respecto, resulta necesario destacar que las leyes nicaragüenses penalizan el financiamiento extranjero. Por caso, la Ley Nro. 1.040 obliga a las organizaciones a declarar cualquier ingreso de fondos girados desde el extranjero. Este tipo de leyes, por cierto, se encuentran vigentes en varios países de Latinoamérica, Europa y en los propios Estados Unidos de América.

La justicia nicaragüense investigó estos hechos por meses, hasta decidir la detención de un grupo de ciudadanos durante las últimas semanas, imputándoles haber cometido delitos relacionados con el lavado de activos a través de fundaciones. Dichos fondos fueron rastreados hasta cuentas bancarias vinculadas a una serie de medios de comunicación (canales de televisión, radios y plataformas digitales).

Cristian y Juan Sebastián Chamorro fueron procesados por lavado de dinero proveniente del financiamiento de organismos extranjeros, a través de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro para la Reconciliación y la Democracia.

La Ley Electoral prohíbe a los partidos políticos recibir financiamiento extranjero, pero destina el 1% del presupuesto general del Estado a fondear las campañas electorales. A su vez leyes nicaragüenses vigentes, como la citada N° 1.040 o la N° 1.055 (defensa de los derechos del pueblo), penalizan a quienes tuvieren intención de desestabilizar y atentar contra el Estado de Nicaragua mediante la obtención de financiamiento extranjero.

Otro aspecto a destacar es la cantidad de partidos políticos opositores ya inscriptos para competir en las elecciones de este año (ya sea en alianza o individualmente, tanto a nivel nacional como regional), que asciende a 17 fuerzas diferentes.

En este sentido, ¿alguien puede pensar, con honestidad intelectual, que lo que está sucediendo en Nicaragua conforma un «problema de derechos humanos»?

¿alguien puede suponer que los EE.UU. y la OEA presidida por el golpista Almagro están genuinamente preocupados por «la calidad democrática» nicaragüense, cuando apañan la masacre perpetrada por el gobierno de Duque y Uribe sobre el pueblo colombiano?

; ¿alguien puede creer sinceramente que la potencia que sostuvo a la dictadura de Somoza durante 42 años, financiando a Los Contras mediante operaciones ilegales, se encuentra súbita y desinteresadamente preocupado por el respeto de los derechos civiles de un pequeño país centroamericano?

Llamemos a las cosas por su nombre: lo que está en juego en Nicaragua, aquello que genera preocupación y alarma en la Administración Biden, no es otra cosa que la inminente victoria del FSLN en las próximas elecciones presidenciales, así como los fuertes acuerdos políticos y económicos establecidos entre la administración sandinista y la República Popular China.

El pasado 7 y 8 de junio, la vicepresidenta de los Estados Unidos, Kamala Harris, fue tapa de los diarios durante su visita a Guatemala y México por su trascendente frase: “Do not come to the US” (“No vengan a los Estados Unidos”), continuando con la política trumpista en materia de migración. Lo cual resulta una excusa perfecta para incrementar el intervencionismo sobre Centroamérica.

El gobierno de Argentina -al igual que la diplomacia mexicana- tuvo una posición digna y soberanista en la cumbre de la OEA donde, mediante el voto de abstención, se negó a condenar al gobierno de Nicaragua. En forma equivalente se comportó la diplomacia argentina ante la ONU.

Por el contrario, la decisión de citar en consulta a nuestro Embajador en Nicaragua -al igual que hizo México- fue una decisión desafortunada de la Cancillería, producto tanto de las presiones recibidas desde el exterior como de cierta divergencia de intereses al interior del Frente de Todos.

Frente a la masacre perpetrada por el gobierno de Iván Duque en Colombia, Alberto Fernández pronunció palabras muy atinadas, pero la Cancillería argentina no citó en consulta al jefe de la Misión Diplomática en Bogotá.

Nuestra diplomacia debe continuar con la doctrina que la hizo respetada en el mundo entero: no intervenir en asuntos internos de otros países y respetar a la autodeterminación de los pueblos.

Los países de América Latina y el Caribe, hermanados, debemos protegernos mutuamente y bregar por la soberanía de la región; así como promover la unidad e integración regional y defender a nuestra Patria Grande de las agresiones externas.

Sólo así podremos construir un futuro de grandeza y prosperidad para los pueblos de América Latina y el Caribe.

**Político y militante peronista argentino, quien actualmente es Legislador de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

El Destape


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