Uruguay, rumbo a la narcocultura – Por Marcia Collazo

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Los conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea editorial de NODAL. Consideramos importante que se conozcan porque contribuyen a tener una visión integral de la región.

Marcia Collazo*

El narcotraficante ha dejado de ser el que se esconde y evade la justicia; está instalado entre nosotros, y ha comprado desde hace rato a las principales instituciones del Estado.

Hace ya más de diez años, uno de mis estudiantes de Filosofía del Derecho, en el Instituto de Profesores Artigas, era un funcionario policial. Cuarentón, pelo negro, aire eficiente, amabilidad rectilínea. Tenía tan internalizada la costumbre de apropiarse, del modo más natural, de los datos personales de la gente, que un día logró sorprenderme. Yo estaba en la cantina tomándome un café y admiraba, como siempre, los ciclos del otoño en el gran patio central, me concentraba en la danza de la naturaleza, en los giros violetas de las flores de jacarandá en el piso, en el canto de los pájaros.

Escapaba así, al menos por un rato, de la urdimbre ciclópea del aliento ciudadano. En eso suena mi celular. Lo atiendo. Era mi alumno, el policía, a quien yo jamás había dado mi número (como no se lo daba a ninguno de mis estudiantes). Me dice que lo disculpe, pero tenía que avisarme que no iba a poder dar el parcial. Algo así.

Ese mismo funcionario nos advirtió a todos en el aula, ya mediado el año, que existía entre nosotros los uruguayos una cosa muy ominosa (hoy la llaman pesada), que venía por sus fueros y que, en apariencia, era tan imparable como un alud de nieve en la cordillera de los Andes o un tsunami en el Pacífico. Son las bandas criminales, me explicó, cuyo mayor negocio es el narcotráfico. Y agregó, en medio del silencio general: mire que hace más de diez años que están. Y no las va a parar nadie, porque nadie toma medidas.

Seguramente sabía muy bien de qué hablaba, pero el resto de nosotros no. Menos aún, los niños, las niñas y los adolescentes que cualquiera puede ver reunidos, cuando acuden en enjambre a las escuelas y liceos, para quienes ese asunto del narcotráfico ha pasado a quedar totalmente naturalizado, en especial después de la entrevista dada a un medio uruguayo por un jefe criminal de ojos soñadores, casi tristes, que en otras circunstancias podría haber triunfado como jugador de fútbol o artista pop.

Lo ominoso, lo que aturde, lo que ahoga y espanta, es que ya se ha consolidado como un sujeto exitoso en el imaginario popular, un Jesse James latino, un Billy the Kid vernáculo, un Pablo Escobar del cono sur, dotado de todos los atributos de la fascinación popular, precisamente porque a él ha concurrido un medio periodístico, que ha presentado después esa entrevista mediante un preámbulo confuso, plagado de falacias lógicas.

Todos, en tanto sujetos dotados de intención y voluntad, somos responsables de nuestra conducta y de nuestras palabras, porque unas y otras inciden en la realidad y provocan diversos sismos sociales, ya por acción, ya por omisión.

No es un asunto nuevo en América Latina la fascinación que despiertan los narcos en una humanidad vulnerable, casi desnuda, que vive en barrios (uno solo de ellos, en ciudad de México, es más grande que todo el Uruguay) compuestos de casillas de lata y de madera, hacinada, revolcada en sus propios desperdicios y aguas negras, expuesta a todas las inclemencias del cielo y de la tierra. Una humanidad que sale cual ejército de hormigas fatigadas, cada día, a ganarse su jornal en las ocupaciones más duras y miserables.

Una humanidad que no logra ahorrar en treinta años lo que un narcotraficante obtiene en un pasamanos de dos o tres minutos. Y esa humanidad lo sabe, lo acepta, lo admira, lo desea para sí, aunque los tiroteos que ese dinero se cobró resuenen en sus oídos y la sangre se derrame en esplendor de miembros mutilados. La literatura, la música, la industria del espectáculo, el cine, las series, se han apropiado también del narcotraficante para mostrarlo como un tipo atractivo y fatal que se devora el mundo, rico a más no poder, dueño de vidas y de almas, poderoso dominador del orbe.

Siempre está fuera de la ley, es cierto, pero ¿a quién le importa semejante detalle, ahora que la ley misma se ha vuelto patética y despreciable y ya nadie cree en ella?

El narcotraficante ha dejado de ser el que se esconde y evade la justicia; está instalado entre nosotros, y ha comprado desde hace rato a las principales instituciones del Estado. Esa imagen, que no parece enfrentar un discurso ético en contrario, es aceptada por miles de niños, niñas y adolescentes uruguayos (y por sus padres y madres también, por lo menos de manera tácita, o sea, desprovista en absoluto de pensamiento crítico), y también influye en diversos ámbitos de su vida cotidiana, vinculados con la construcción de proyectos de vida.

Es que a través del narcotráfico se pueden obtener muchas clases de éxito; es decir, muchos dones que no parecen de este mundo, pero que estar, están: dinero, poder, prestigio, una familia linda y amorosa, invocación a dios (imagino que también a algún santo, con estampita y todo), aura magnética, leyenda. Sólo falta que el narcotraficante en cuestión se dedique (o afirme que se dedicará) a ayudar al pueblo, para que la gente le construya un altar, le ponga lucecitas de navidad y acuda a él en procesión. Este asunto, como dijo mi alumno el policía, no es nuevo.

En México los nombres de narcos famosos se repiten y se multiplican por lo menos desde los años 30 del siglo XX. La narcocultura está integrada en las prácticas y la vida cotidiana de los ciudadanos, en sus estilos de vida, vestimenta y comportamientos. Nosotros acabamos de estrenarnos en ese bautismo de fuego (nunca mejor expresado). Hasta conocemos los gustos musicales de nuestro bandido local. Los jóvenes, de todos modos, se dan cuenta.

Lo que quieren del narcotraficante son sus lujos y sus beneficios, no su violencia. Por desgracia, sin embargo, una cosa es inseparable de la otra, y por eso esos jóvenes nuestros necesitan una pequeña ayuda del discurso social, de la responsabilidad institucional, de las descarnadas afirmaciones éticas acerca del bien y del mal, que no ignoran siquiera los niños de tres o cuatro años, pero que hoy son más urgentes que nunca.

*Abogada, profesora y escritora uruguaya.

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