Fue una fiesta para ricos. En los primeros años, la política económica del menemismo que favoreció a las grandes corporaciones, creó también una ilusión de prosperidad de la clase media media y alta, al mismo tiempo que aumentaba la desocupación, se multiplicaban los pueblos fantasma en el campo y las economías regionales se fundían.

Representó en Argentina la expresión más clara de la ola mundial que había provocado la globalización neoliberal y proclamaba el “fin de las ideologías”. Esa frase quería decir que el neoliberalismo no era una ideología sino que expresaba las fuerzas naturales y lógicas de la economía y arrasaba con las ideologías que forzaban esas “leyes naturales de los mercados”, como el socialismo, el comunismo, los movimientos nacionales y populares como el peronismo, y pretendía terminar con el concepto de estado de bienestar.

Amparado en ese tsunami avasallante, gran seductor de la política y conocedor de la idiosincrasia popular por su historia en el peronismo, Menem logró alinear detrás de una gestión neoliberal a la gran mayoría del Partido Justicialista y a fuerzas conservadoras, algunos provenientes de la derecha de la democracia cristiana, la democracia progresista y la Unión de Centro Democrático. Pero también cosechó sectores que provenían del peronismo combativo y la izquierda nacional, resignados ante la fuerte hegemonía neoliberal. Los pocos que intentaban resistir dentro del peronismo eran anulados o debieron soportar la marginalidad.

Sus dos presidencias le valieron diez años y medio en el poder. Fue el presidente que gobernó más tiempo. Y, con altibajos, mantuvo cierta popularidad hasta el final, a pesar de la creciente protesta popular. Cuando quiso postularse para un tercer período, sus aliados del mundo corporativo y los conservadores antiperonistas que lo habían acompañado decidieron que ya no necesitaban la máscara del peronismo y le quitaron su apoyo.

Atrás quedaron sus romances versionados con pulposas vedettes, las fantasías alimentadas sobre sus desempeños sexuales de macho cabrío, su divorcio escandaloso, sus almuerzos y fiestas con la farándula, sus partidos de fútbol y básquet. Y se perdió el eco de sus discursos rocambolescos del principio sobre Facundo Quiroga o los que comparaba a Perón con Julio César y Napoleón Bonaparte y los posteriores, cuando prometía naves espaciales argentinas con pasajeros que saldrían desde las serranías cordobesas, hacia el espacio exterior y desde allí a cualquier parte del mundo en menos de hora y media.

El escándalo del tráfico ilegal de armas a la guerra civil en la ex Yugoeslavia, los atentados terroristas contra la embajada de Israel y contra el edificio a la AMIA involucraron a su gobierno en una trama siniestra. La investigación de los atentados fue obstaculizada desde su gobierno a partir de lo cual los atentados quedaron impunes y en la incógnita. Zulema Yoma, la ex esposa de la que se separó tras expulsarla de la Quinta presidencial de Olivos, vinculó esa oscura trama con la muerte de su hijo Carlos Junior en un accidente aéreo.

Sus políticas, entre ellas la instalación forzada de un tipo de cambio que equiparaba un peso a un dólar, crearon las condiciones para la profunda crisis del 2001-2002, que derrocó varios gobiernos.

Intentó regresar a la presidencia en 2003 y ganó en primera vuelta ante una oposición fragmentada. Su principal oposición provenía del peronismo, que también llegaba dividido. Cuando estuvo a punto de ser arrollado por Néstor Kirchner en la segunda vuelta del 2003, se retiró y mantuvo así invicta su curricula electoral.

Animal político, con la picardía y la astucia del zorro, fue capaz de todo para ganar una elección, hasta fraguar un casamiento en el otoño de su vida con una ambiciosa joven chilena ganadora de concursos de belleza, con la que incluso tuvo un hijo. Pero el matrimonio duró poco, después de su ocaso en la político. El triunfo del kirchnerismo lo redujo a la mínima expresión. Apenas le alcanzó para un plaza por La Rioja en el Senado que lo puso a resguardo de cualquier acción judicial. Su último posicionamiento político lo ubicó en un pequeño bloque en el Senado en alianza con el macrismo junto a Miguel Angel Pichetto, otro fugitivo del peronismo.

Página/12


Murió el ex presidente Carlos Saúl Menem

El ex presidente y actual senador nacional Carlos Saúl Menem murió hoy a los 90 años. Durante el año tuvo diferentes complicaciones de salud y días atrás había sido internado en el Sanatorio de los Arcos, por una «infección urinaria» que se le complicó y tuvo que ser inducido a coma. Responsable de un modelo económico neoliberal que desencadenó en una severa crisis a principios del 2000 y cuyas consecuencias aun persisten.

Carlos Saúl Menem nació en Anillaco, La Rioja, el 2 de julio de 1930 y fue presidente de la nación durante diez años. Asumió el poder el 8 de julio de 1989 y terminó su presidencia el 10 de diciembre de 1999, fecha en la cual fue sucedido por el radical Fernando De la Rúa.  

El ex mandatario estudió abogacía en la Facultad de Derecho de la Universidad de Córdoba. En esos años, Menem conoció al presidente Juan Domingo Perón mientras comenzaba su militancia en el movimiento peronista. Se recibió de abogado un par de meses antes de que la «Revolución Libertadora» derroque al entonces presidente. Durante esos años, el dirigente  fue detenido acusado de ser parte de una «conspiración» para derrocar a la dictadura que estaba en pie. Sin embargo, tras su liberación fundó la Juventud Peronista de La Rioja en la clandestinidad. 

Con una extensa carrera política, en el momento del termino de la proscripción del peronismo, Carlos Saúl Menem fue elegido gobernador de La Rioja en 1973 hasta el 24 de marzo de 1976, año en que fue depuesto por la Junta Militar que llegó al poder tras un golpe de Estado. Con la vuelta de la democracia en 1983, Carlos Menem volvió a ser elegido gobernador de esa provincia, puesto que ocupó hasta 1989, año en el cual se convertiría en el presidente argentino.

De su presidencia quedó el recuerdo de múltiples decisiones que llevaron a estabilizar la hiperinflación que vivía el país tras el gobierno de Raúl Alfonsín y hubo inflación mínima. Además, se generó un crecimiento del Producto Bruto Interno. No obstante, esos cambios se generaron a través de privatizaciones y de una convertibilidad que luego decantaría en un aumento de la pobreza y disparidad económica que desencadenó la crisis del 2000. Vale decir, además, que las privatizaciones de empresas estatales provocaron desempleos en un índice por encima del 10% en la población.  Incluso, hasta se privatizaron las jubilaciones en las conocidas AFJP.  Por otro lado, también se llevó adelante la Reforma de la Constitución de 1994 que le permitió la reelección que le terminó dando la victoria y el segundo mandato.

Por otra parte, más allá de haber dejado el poder en 1999, luego en 2003 tras las debacle que significó la presidencia de Fernando De La Rúa y los cinco presidente en una semana, Carlos Saúl Menem intentó obtener una nueva presidencia al presentarse en esas elecciones de 2003 en la que decidió bajarse del Balotaje. En esos comicios, ganó Néstor Kirchner en la fórmula que encabezó junto a Daniel Scioli.

En cuanto a su vida personal, Carlos Saúl Menem estuvo casado con Zulema Yoma y la conductora chilena Cecilia Bolocco. Con su primera esposa tuvo a Zulemita Menem y Carlos Menem Jr, quien falleció en un accidente con su helicóptero. Por otro lado, con la periodista trasandina tuvo a Máximo Saúl Menem Bolocco. Por su parte, Carlos Nair Menem Meza  fue un hijo extramatrimonial al que el ex mandatario reconoció años después.

El Destape


Murió Carlos Menem: el caudillo popular que hizo neoliberal al peronismo

Por Sergio Suppo

Un político a tiempo completo, un caudillo popular, un presidente conservador. A los noventa años, Carlos Saúl Menem completó con audacia, intuición, pragmatismo y una inquebrantable fe en sí mismo un largo, controvertido e insoslayable trayecto por la vida pública de la Argentina.

El hombre que encarnó la versión argentina de la era reaganiana consumó ese impensado giro luego de varias décadas de militancia orientada por el deseo de llegar al poder. Ese camino fue recorrido por el segundo presidente desde la restauración de la democracia a partir de un impulso personal con pocos antecedentes en la política nacional del siglo pasado.

Desde el recóndito Anillaco natal, Menem se construyó a sí mismo con la convicción de que estaba predestinado a ser presidente, sin otras armas que su ambición y su flexibilidad para adaptarse a cada circunstancia. Conseguir el poder y mantenerlo fue siempre más importante para Menem que las ideas y las herramientas para ejercerlo. La circunstancia hizo que su momento culminante coincidiera con las políticas del neoconservadurismo aplicadas en los Estados Unidos y Gran Bretaña. Fue más porque le convenía que por convicciones íntimas o previas que adoptó ese camino para ejercer el mando. Lo hizo sin pruritos ni matices.

Menem buscó y disfrutó el poder con igual intensidad, sin mostrar nunca las frustraciones ni los desgastes que provoca. Menem confirmó aquella máxima de Giulio Andreotti que afirma que «el poder desgasta a quien no lo tiene». El poder no lo limó a él, sino a quienes, siendo sus adversarios, no pudieron obtenerlo.

Como gobernador y como presidente, siempre descargó en sus colaboradores el fatigoso trajín de la administración y se reservó para sí el control y las decisiones finales. No fue un obsesivo de los datos ni de los números; sí, de mantener bajo su mando las variables centrales y la comunicación de sus pasos centrales. En eso fue un adelantado: acortó la distancia y se ocupó en persona de marcar su sello personal con declaraciones periodísticas frecuentes, sin la distancia que hasta entonces marcaban los mandatarios.

Un largo, colorido y sinuoso camino lo condujo hacia la Casa Rosada, a fines de la década de 1980. Con Menem se fue el último político de la vieja escuela que recorrió el país pueblo por pueblo. No una, sino varias veces, en una eterna campaña electoral que duró décadas.

A los 33 años ya había sido proscripto

En 1963, a los 33 años, ya era presidente del peronismo de La Rioja, luego de haber sido detenido unos meses por la Revolución Libertadora y de que se frustraran (por sendas proscripciones) dos intentos de ser legislador y gobernador. Por eso no resultó llamativo en su pago chico que ese retacón hijo de sirio-libaneses, abogado recibido en Córdoba, de emblemáticas patillas a lo Facundo Quiroga, llegara a la gobernación riojana en simultáneo con el triunfo de Héctor J. Cámpora, en 1973.

Aliado en un principio a la izquierda peronista, próximo al obispo tercermundista Enrique Angelelli (luego asesinado), Menem giró justo en el momento en el que Juan Perón decidió desalojar a los gobernadores de la Tendencia. No fue casual que su viraje fuese premiado por el isabelismo con que Menem fuese uno de los oradores que despidieron al presidente muerto en el Congreso, en la misma ceremonia en la que Ricardo Balbín dijo su célebre «este viejo adversario despide a un amigo».

Con dos años de antelación, en 1975, el llamativo gobernador riojano se apuró a proclamar la candidatura a la reelección de la viuda de Perón, un gesto que la señora no agradeció ni cuando Menem, luego de la Guerra de Malvinas, le dejó un ramo de flores frente a su residencia en Madrid, sin lograr ser recibido.

Detenido sin juicio ni condena desde el primer día de la dictadura, Menem siguió haciendo política aun en cada lugar en el que debía cumplir una residencia obligatoria, una especie de prisión domiciliaria ampliada a la ciudad o pueblo en el que fue obligado a vivir. Del barco 33 Orientales, en el que estuvo detenido, pasó a Mar del Plata, donde su simpatía por las figuras del espectáculo molestó tanto a los militares que lo trasladaron a Tandil, y desde allí a Las Lomitas (en Formosa), donde, hospedado por la familia Mesa, nacería su tercer hijo, resultado de su relación con la hija del dueño de casa.

Cuando el peronismo armó su tumultuosa oferta electoral convencido de que era invencible, en 1983, Carlos Menem era entonces un personaje más pintoresco que importante, más simpático que influyente en la construcción de la fórmula Ítalo Luder-Deolindo Bittel, que sería derrotada por Raúl Alfonsín y Víctor Martínez.

Menem y su apoyo a Alfónsin

Apenas días después de la victoria que dio inicio al ciclo democrático con elecciones libres más largo del país, Carlos Menem se reunió con Alfonsín para darle su apoyo. Meses después, sería de los pocos peronistas que apoyarían el sí en el plebiscito por la aprobación del acuerdo limítrofe por el Canal de Beagle con Chile. Recibió elogios ajenos y críticas de su partido.

Menem nunca dejó de hacer campaña, siempre atento a encontrar el resquicio para hacerse notar. Un día aparecía con un traje blanco en la primera fila de un teatro de revistas; otro, pasaba saludando a los fanáticos como corredor de autos de rally. En la televisión, Mario Sapag lo imitaba sin necesidad de acentuarle los rasgos en programas que tenían más de veinte puntos de rating, mientras las revistas de chismes lo presentaban jugando al tenis o comiendo con algún famoso.

A cada vecino que Menem saludaba le quedaba la sensación de haberlo conocido desde hacía años. Era simpático, decía lo que su interlocutor quería escuchar y aseguraba que sería presidente y que como tal volvería a saludarlo. No faltó alguna sonrisa descreída ante tan optimista afirmación. «Acuérdese lo que le digo», repetía. Tenía, además, una singular habilidad para afirmar algo y negarlo en la misma frase, lo que permitía que cada quien lo interpretara como más le gustara.

Menem no tardó en captar los aires de la primavera alfonsinista e incorporó con más énfasis las propuestas democratizadoras para el peronismo que, sin peso ni para ser considerado, había tratado de plantear en los tumultuosos congresos partidarios previos a las elecciones presidenciales. Es por eso que podía decir, años después, que él también había formado parte de la renovación peronista que, liderada por Antonio Cafiero, empezó a ganar espacio desde 1985 en adelante.

La pelea con Cafiero por la presidencia

Cuando por fin Cafiero ganó la gobernación bonaerense, en 1987, y empezó el declive de Alfonsín, Menem fue el único dirigente que no atendió el armado en torno al exministro de Perón. Siguió firme en su idea de ir por la presidencia. Cafiero ya no pudo bajarse de su discurso democratizador, salió chamuscado de algunos acuerdos con un Alfonsín en baja por la crisis económica y habilitó una competencia electoral que selló su suerte y la de Menem. El peronismo nunca más volvió a realizar una elección interna para seleccionar a su candidato presidencial.

Con el control de los grandes distritos, empezando por la provincia de Buenos Aires, y con el aparente apoyo de los gremios, Cafiero se rodeó de un grupo de jóvenes originarios de Guardia de Hierro, entre los que estaban el porteño Carlos Grosso, el mendocino José Luis Manzano y el cordobés José Manuel de la Sota.

Menem persistió y aprovechó los errores ajenos, y llegó a rechazar hasta los consejos de un acuerdo para ser postulante a vice que le hicieron hasta sus más íntimos allegados. Así fue como recogió en votos la popularidad de su vieja y clásica militancia ciudad por ciudad que lo distinguía desde hacía 25 años.

Fue clave el error del entonces gobernador de Buenos Aires de romper con su viejo padrino, el metalúrgico Lorenzo Miguel, que pretendía como candidato a vicepresidente al santafesino José María Vernet. En su lugar, De la Sota hizo campaña acusando de fascistas a los sindicalistas, que se convirtieron en el sostén de la campaña de Menem. El riojano alcanzó a tomar como compañero de fórmula a un casi desconocido intendente Eduardo Duhalde para hacer pie en el conurbano.

Cafiero creía controlar el aparato peronista, pero Menem tenía la estructura gremial y una popularidad que contrastaba con la corrección política de los renovadores.

El sábado 9 de julio de 1988, Menem le ganó por más de 110.000 votos de diferencia a Cafiero, en una elección en la que votaron más de 1.500.000 peronistas. Esa noche, Grosso y Manzano fueron a saludar al ganador y, ya que estaban, se sumaron a su entorno, en el que convivían marginados de distintas corrientes y recién llegados que se irían sumando al paso del emblemático Menemóvil, el ómnibus desde cuyo techo saludaba el candidato a sus seguidores.

Cerca en el tiempo, muy lejos en posibilidades, estaba el vuelco copernicano que Menem daría a sus decisiones. Mirada apenas la superficie de aquella campaña electoral en la que derrotaría a Eduardo Angeloz, poco y nada hacía suponer que el candidato peronista haría propias las propuestas que, también a contramano de la mayoría alfonsinista de su partido, planteaba el entonces gobernador de Córdoba.

En medio de una crisis económica que terminaría en hiperinflación, el candidato señalado por Alfonsín hizo campaña con un «lápiz rojo» con el que recortaría el gasto público. Menem, sin precisar nunca qué ni cómo lo haría, prometía una «revolución productiva» y un «salariazo».

La promesa que lo llevó a la presidencia

Cuando, el 14 de mayo de 1989, venció con claridad a Angeloz, ya tenía decidido aplicar una política de shock para frenar la inflación descontrolada que terminó de debilitar a Alfonsín. Fue el propio presidente electo de entonces el que apuró la entrega anticipada del mando, mientras apelaba al primero de los cuatro equipos con los que trataría de encaminar un rumbo que ya no movería hasta el final de su ciclo.

Menem ya había decidido que tomaría gran parte de las propuestas del rival al que había derrotado. Al mismo tiempo, se convenció de que un alineamiento político pleno y sin complejos con los Estados Unidos sería la llave para conseguir la ayuda externa imprescindible para encauzar el viejo descalabro de la economía. Eso, en palabras de Guido Di Tella, su segundo y más duradero canciller, se llamaría «relaciones carnales».

Esas líneas no cambiaron durante sus dos mandatos: alianza con Washington, afianzamiento del vínculo iniciado por Alfonsín con Brasil y sociedad para las inversiones en las empresas privatizadas con Europa, en especial con España, Francia e Italia.

Si fracasó en su primer intento con su alianza con el grupo Bunge y Born, apeló luego al soporte que le prestó Álvaro Alsogaray al improvisar como ministro de Economía a su incondicional Antonio Erman González.

La alianza con la familia Alsogaray y su partido, la Ucedé, amplió a los sectores medios altos la base electoral del menemismo, tal como se reflejó durante la década de su presidencia. Al final, el partido asociado se perdió para siempre.

La tercera opción fue llevar al Ministerio de Economía a Domingo Cavallo, que, con su equipo de la Fundación Mediterránea, instalaría el plan de convertibilidad que marcaría a fuego, para bien y para mal, el perfil de la economía menemista.

La salida de Cavallo

Menem dejó hacer a Cavallo hasta el límite en el que el ministro puso en riesgo su poder político y fue entonces cuando le retiró su confianza hasta provocar su salida, cinco años después del punto de partida. Roque Fernández y su equipo completarían los dos años y medio que le quedaban a Menem en el poder.

Una agresiva política de privatizaciones de las empresas públicas fue acompañada de sobradas sospechas sobre su transparencia y de sustanciosos acuerdos con los gremios alcanzados, que aceptaron perder miles de afiliados en nombre del salto a la modernidad que postulaba Menem. Su política de «cirugía sin anestesia hasta el hueso» fue apoyada con aplausos mayoritarios por el peronismo, a pesar de las consecuencias sociales que provocó.

Como presidente repetiría una y otra vez la vieja fórmula de dar algo para conseguir todo. Para terminar con los planteos militares, dictó un indulto a los represores y a los terroristas de la década del 70, y se abrazó al almirante Isaac Rojas para simbolizar el final de aquella vieja grieta abierta en los años 50.

Menem siempre alimentó las competencias internas para afianzar su control y nunca perder la centralidad. Sus gabinetes siempre fueron escenario de tironeos internos saldados cuando a él se le ocurría que era suficiente.

El peronismo aceptó el giro al neoliberalismo desde el primer momento con la misma convicción con la que durante el kirchnerismo negaría sus años de menemismo. «Se quedaron en el 45», acalló siempre Menem a las voces que, en especial al principio, trataban de marcar alguna distancia con la repentina devoción justicialista por el libre mercado.

Cafiero se diluyó rápidamente y fue Duhalde el que, desde la provincia de Buenos Aires, intentó ocupar el lugar de contraparte que Cavallo nunca logró consumar dentro del oficialismo. Menem sorprendería al bonaerense con un acuerdo rápido con Raúl Alfonsín, con el que acordó la reforma constitucional con reelección consecutiva en la casa de Dante Caputo, a metros de la residencia de Olivos, a fines de 1993.

De nuevo, dar para recibir. Logró un cheque para otro ciclo presidencial y le dio al radicalismo algunas concesiones institucionales más ciertos arreglos nunca precisados. A los gobernadores de provincias petroleras, por caso, les garantizó regalías que alteraron para siempre sus presupuestos. Néstor Kirchner fue uno de los beneficiarios del Pacto de Olivos, al que junto a Cristina honraron como convencionales. Todos eran menemistas.

El segundo mandato -el primero de cuatro años con la Constitución- fue obtenido por Menem con un escenario ideal: oposición dividida y adversarios internos reducidos al mínimo, Cavallo incluido. Ese momento culminante coincidió con el momento más dramático de su vida personal: la muerte violenta de su hijo Carlos, el 15 de marzo de 1995, cuando la campaña electoral ya había comenzado.

Los escándalos harían crecer a la oposición y precipitar un cambio de ciclo político, pero no de rumbo económico y social. Percudida su administración por insistentes y concretas denuncias de corrupción que terminaron por consumarse en denuncias y condenas en su contra, Menem logró sin embargo darse el lujo de elegir el rumbo de sus sucesores. La Alianza de radicales y frepasistas que venció a Duhalde en 1999, con Fernando de la Rúa a la cabeza, previamente se había comprometido a mantener la convertibilidad.

Menem logró que continuara su política económica, evitó que ganara otro peronista y dejó instalada la bomba de la devaluación inevitable que les estallaría a De la Rúa y a Cavallo, su propio creador.

El tiempo y el cambio de ciclo lo derrotarían, por fin. Cuando creía que podía regresar al poder, tras el interinato de Duhalde, una muralla de votantes decidida a votarlo en contra (según todas las encuestas) lo frenó al extremo de renunciar a competir en una segunda vuelta con Néstor Kirchner, a principios de 2003. Aquellos aires de desparpajo y corrupción de sus años en el poder habían cobrado una cuenta impagable para Menem.

Fue así que en los últimos años terminó refugiado en el Senado, con una condena pendiente que nunca fue confirmada por la Corte. Y, como reaseguro de su libertad, terminó votando en el Senado según los deseos del kirchnerismo, que con tanta premeditada desmemoria lo usó como contracara de sus supuestas realizaciones.

Ese final no borra su lugar en el pasado que con decisión y energía construyó desde la nada.