Pacto Histórico: promesas, retos y alcances – Por Christian Fajardo

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Por Christian Fajardo*

¿Cómo salvaguardar un eventual gobierno del Pacto Histórico?, ¿ante qué situaciones y retos se enfrentaría esta coalición una vez ponga en marcha sus promesas de cambio en nuestra sociedad?, ¿por qué es importante defender esta apuesta política no solo desde sectores de izquierda, sino también de centroderecha?

Sobre nuestra condición humana pesa una maldición que nos define, especialmente, como sujetos políticos: la de no poder controlar ni saber lo que, en último término, hacemos. Esto no quiere decir que los sujetos políticos no tengan responsabilidades sobre el desenlace de los acontecimientos que ellos mismos desencadenan, sino que toda acción política, así esté bien planeada y, además, prometa un mundo más justo, pone a andar fuerzas históricas de maneras inesperadas. No es casual que, por ejemplo, Hannah Arendt señale que los acontecimientos, que desencadena la acción política, además de estar atravesados por promesas, tengan que estar acompañados por el perdón o por cierta disposición a pedir un perdón que va más allá de la simple absolución jurídica o normativa.

El Pacto Histórico liderado por Gustavo Petro, antes de ser un plan de gobierno, es una promesa. Sin embargo, para comprender esta promesa es necesario dimensionarla en su justa proporción, es decir, como una agrupación de cuerpos, ideas, historias y esperanzas que buscan poner a andar a la historia de una manera diferente. Precisamente, es una apuesta política porque sus causas son vulnerables y, de cierto modo, reiteradamente vencidas en la historia republicana de Colombia. Abordemos esta apuesta de cambio desde algunos puntos de vista.

El derecho y el Pacto Histórico

Los acontecimientos recientes nos enseñan sobre la importancia del derecho en los asuntos humanos. Muchos analistas políticos han reiterado que Iván Duque ha destrozado las instituciones del Estado colombiano. María Jimena Duzán lo dice a propósito de las reiteradas intervenciones del ejecutivo en política y la ruptura de la neutralidad de las Fuerzas Armadas al tomar partido en el debate electoral. Sin embargo, habría que preguntarse por qué las instituciones jurídicas son tan importantes en los asuntos políticos y seguramente esto nos permitirá comprender por qué el uribismo ha emprendido un ataque frontal contra los procedimientos de las leyes de la república.

Como muy bien nos lo enseñan algunos teóricos del Estado, el derecho permite que haya relaciones de mando y obediencia en una sociedad. Sin embargo, dicha relación no es directa. El derecho nos reta a obedecer a través de cierto rodeo: como en las relaciones sociales aparecen formas de dominación injustas –como, por ejemplo, la dominación capitalista o la dominación patriarcal–, es necesario que los más vulnerables cuenten con medios eficaces para resistir a la violencia de la dominación directa de una clase sobre otra o de los hombres sobre las mujeres.

Ese medio es evidentemente el derecho. Esto quiere decir que el derecho, a pesar de que no busca acabar con la opresión social, otorga la posibilidad concreta de que los más vulnerables puedan detener las maquinarias que hacen posible la dominación de unos sobre otros. Hemos visto cómo a través de mecanismos jurídicos muchas comunidades en Colombia han detenido megaproyectos de minería, del mismo modo también presenciamos cómo un individuo es capaz de detener las maquinarias mismas del Estado con el argumento de defender un derecho fundamental a través de la acción de tutela.

De acuerdo con esto, el derecho como mediación de la obediencia, en términos muy generales, le permite a una sociedad reproducir ciertas violencias –a través de los derechos de propiedad o a través del uso legítimo de la violencia del Estado–, pero con la posibilidad inminente de detenerlas –a través de derechos que nos ofrecen la posibilidad de dejar de realizar lo que hacemos, como el derecho a la protesta–. De acuerdo con ello, desde mi punto de vista, este es el corazón de la teoría positivista del derecho que fundamenta a su vez la existencia de los Estados de derecho modernos. Además, ha sido el blanco de mira del uribismo y del gobierno de Iván Duque.

El uso indiscriminado de la violencia estatal además de sus constantes proyectos de ley que la Corte Constitucional ha declarado inexequibles e incluso el desconocimiento de fallos de las altas cortes y la pretensión de negar los argumentos en la protesta social son muestra de la ruptura del orden jurídico mismo.

El giro autoritario de Duque es el desmonte del derecho y, por lo tanto, de las instituciones, a través de la emergencia de unas relaciones de dominación directas que buscan dejar a un lado la posibilidad de detener la reproducción de las violencias en la sociedad colombiana. El derecho de los grandes sobre los débiles a ejercer poder de una manera ilimitada, como lo prefiere el uribismo, claramente no hace parte de las leyes positivas, sino de unas relaciones de violencia directas que desconocen el papel doble del derecho: el de obedecer, pero con la condición de desobedecer.

Este es el escenario al que está enfrentado el Pacto Histórico. Su promesa es la de aplicar nuestra constitución y hacer valer no solo la reproducción de la violencia a través de la garantía, por ejemplo, de los derechos de propiedad; sino también el conjunto de leyes que impiden que los más poderosos puedan hacer lo que se les antoje con su capital o con sus privilegios de raza, clase y género. En eso radica la propuesta progresista del Pacto Histórico.

Los analistas de centro y de derecha se equivocan, porque la apuesta de esta visión de la política parece poner en evidencia más que una política de izquierda en un sentido tradicional: la de frustrar el sueño de una sociedad en la que la dominación de unos sobre otros se ejerce de una manera directa. En una columna reciente el economista Eduardo Lora señala que las propuestas relacionadas con los asuntos de la educación del Pacto Histórico son inviables porque “dos de cada tres chicos a la edad de 15 años no pueden resolver los problemas más elementales de lógica, como decir qué número sigue en una secuencia […]”.

Lo que habría que preguntarnos es más bien si este “diagnostico” del profesor Lora no es más bien una sociedad soñada por la extrema derecha, en la que la dominación directa de unos sobre otros se ve reflejada en la incapacidad de los dominados de contar, de hablar o de habitar el mundo a través del lenguaje, del sentido o de la imaginación.

Francia Márquez y el derecho de los que no tienen derechos

¿Qué asegura que el Pacto Histórico una vez en el gobierno no busque, a su modo, negar el carácter político del derecho, es decir, el derecho a la resistencia, a la desobediencia?

Esta pregunta tiene un peso sustancial inquebrantable, porque, en muchas ocasiones partidos de izquierda, siguiendo dogmas muy problemáticos, han reproducido la violencia de la dominación directa de unos sobre otros, desconociendo el carácter contingente y conflictivo de nuestra vida en común y, por lo tanto, el carácter político del derecho. Desde mi punto de vista, la eventual salida a este aprieto se encuentra en el triunfo aplastante de Francia Márquez en las consultas electorales de marzo.

Superando maquinarias como la de la familia Char y la ingenua comprensión de la política de Sergio Fajardo, Francia Márquez sería más que una vicepresidenta. Su forma de hacer política es muy distinta a la del progresismo liberal de izquierda, que representa Gustavo Petro.

Márquez sabe muy bien que un nuevo pacto en nuestra sociedad no debería estar marcado por un consenso, sino por el disenso, es decir, por la posibilidad de luchar no solo contra las relaciones brutales y directas de dominación dentro de nuestra sociedad, sino contra el neoliberalismo en su dimensión actual que cada vez se parece más a una necropolítica o una tanatopolítica.

Unas semanas atrás, cuando se conoció la buena nueva de la fórmula del Pacto Histórico rumbo a las elecciones presidenciales, un periodista le sugirió a la candidata que para vivir sabroso se necesitaba plata. Ella inmediatamente le replicó diciendo que “vivir sabroso no solamente es plata, es posibilidades de que la gente no viva con miedo, es posibilidades de que la gente pueda vivir en los territorios tranquilos […] vivir sabroso es, por supuesto, que el Estado llegue con presencia a cumplir su mandato constitucional, implica garantías para los derechos de las mujeres, de las juventudes y de los pueblos étnicos […]”.

Notemos que la idea de mandato constitucional que defiende Márquez no es la de la mera presencia institucional del Estado en los territorios, sino la garantía de que las personas vivan bien. Como lo precisamos arriba, la promesa de la Vicepresidencia del Pacto Histórico es la de no dejar de lado la política en su forma resistente, es decir, la política que se manifiesta cada vez que el derecho aparece no como unas instituciones que aseguran el gobierno de una sociedad, sino como la posibilidad de que los más vulnerables se protejan de las formas de dominación directas del capital, del patriarcado y del racismo sobre la vida.

El dogma de la polarización y lo intolerable

Uno de los dogmas más peligrosos en los análisis contemporáneos de la política es el de la polarización. Para este dogma que emerge, sobre todo, en la academia y en sectores del pensamiento liberal, la política es una práctica humana que solamente tiene éxito si logra encontrar la justa posición en medio de los extremos, es decir, si logra encontrar la posibilidad de entablar acuerdos intersubjetivos, sin necesidad de acudir a posiciones extremas. Sin embargo, ¿qué es una posición extrema y, por lo tanto, irrealizable?

Para comprender lo que define que una posición política sea extrema, al menos en el actual debate electoral, hay que desenmarañar las condiciones del capitalismo contemporáneo. Hace unas décadas, las propuestas progresistas del Pacto Histórico eran totalmente realizables y, por lo tanto, viables. Sin embargo, el hecho de buscar una educación pública y un sistema de seguridad social protegido de la rapiña de los mercados se ha convertido en una posición extrema o de extrema izquierda que es irrealizable e intolerable.

Esto quiere decir que los que señalan que hay posiciones extremas dejan a un lado una serie de condiciones históricas, que trazan una frontera de sentido, muy problemáticas, entre lo que es realizable y lo que es inviable; lo que es irracional y lo que es racional. En esa dimensión interviene sobre nuestra vida ideológica el capitalismo contemporáneo. Cada vez más la lógica de la valorización del capital captura nuestra vida.

No solo porque estamos viviendo una catástrofe medioambiental provocada por el afán de hacer que las economías tengan una buena salud, sino también porque cada vez hay menos lugares y espacios para vivir una vida que no tenga como correlato la valorización del capital o el crecimiento de la economía.

En esa medida, lo que resulta intolerable de un plan de gobierno que contemple una realización eficaz de un sistema de protección social no radica en que esté atravesado por emociones irracionales o porque sea inviable, sino en que ofrece la posibilidad de vivir una vida que no produzca valor o al menos sentar las condiciones para que exista dinero que no pueda ser convertido en capital (ese es el verdadero drama de los inversores al no poder usar, en ciertos casos, los fondos de pensiones públicos para apostarlo en el mercado financiero).

Las condiciones contemporáneas de la valorización del capital radican entonces en transformar al estudiante libre en un productor de valor endeudado; a los fondos de pensiones, que aseguran una calidad de vida en la vejez, en un casino en el que se invierte el dinero ahorrado por los trabajadores en el mercado bursátil; al propietario de una vivienda en un eterno arrendatario y al trabajador en un empresario de sí mismo que presuntamente debe asumir la culpa de sus fracasos en los negocios.

Tenemos entonces que lo que resulta intolerable para el dogma de la polarización que profesan los analistas y los políticos de centro tiene que ver no tanto con el carácter irrealizable de un plan de gobierno, sino con que pone en entredicho la violencia de la reproducción sistémica del capitalismo.

El eventual gobierno progresista del Pacto Histórico es intolerable, precisamente, por esa razón. Revive, además, el espectro de una forma de vida que tiene como primado el cuidado y la salvaguarda de los medios que permiten que nuestra existencia en el mundo florezca. Y desde mi punto de vista esta posición sobre la protección de la vida es el límite que siempre buscará quebrantar el capitalismo contemporáneo y que aparece en las voces presuntamente sensatas que llaman a evitar la polarización.

Un mundo capturado por el uribismo

La articulación entre las formas de dominación directas que eliminan las leyes y la búsqueda de adaptar a la economía colombiana al funcionamiento de los mercados nacionales e internacionales (legales e ilegales) ha tenido un nombre en las últimas dos décadas: uribismo.

Sin duda alguna un eventual triunfo del Pacto Histórico en las elecciones presidenciales es una buena noticia porque, como lo he dicho, es una promesa que busca detener las maquinarias de un tiempo que nos ha acostumbrado a vivir la desposesión y las violencias que emergen cuando se suspenden las leyes. Sin embargo, también habría retos que no son fáciles de franquear.

El presidente Duque no solo se ha encargado de gobernar a través de decretos, de un manejo ilegal de las finanzas públicas y de ataques reiterados a las altas cortes, sino que también ha capturado los organismos de control y parte de la rama judicial. La Fiscalía, la Procuraduría, la Contraloría y la Defensoría del Pueblo que, constitucionalmente, deberían ser un contrapeso imparcial del ejecutivo, serán sin duda alguna un gran obstáculo para el gobierno progresista.

Del mismo modo, y a pesar del triunfo inesperado del Pacto Histórico en las legislativas, los trámites de las leyes serán de difícil concreción, a menos de llegar a un eventual acuerdo con la bancada del Partido Liberal. Incluso, a este conjunto de obstáculos, podemos agregar la dificultad que conllevaría gobernar con unas Fuerzas Militares que no solo han intervenido en política, sino que han manifestado su descontento ante un eventual gobierno del Pacto, precisamente ante el crecimiento constante de la intención de voto obtenido por Petro. Sumado a esto, esta tendencia antirrepublicana de las Fuerzas Armadas ha sido promovida de una forma evidente por Iván Duque cuando retiró de sus cargos a generales que participaron activamente en el proceso de paz.

El gobierno de Gustavo Petro y Francia Márquez tendrá entonces obstáculos muy evidentes. Sin embargo, el reto del progresismo del Pacto no será únicamente concertar con políticos tradicionales y subordinar el comportamiento de las Fuerzas Militares a las leyes de la república, sino también el de agrupar a los sectores del centro. Sé que muchos dirán que esto es imposible porque reza siempre el adagio de que los centristas están, en último término, inclinados hacia la derecha. Sin embargo, si bien este tipo de presupuestos son ciertos, en la actual correlación de fuerzas lo mínimamente razonable en términos de un buen gobierno de la sociedad plantea, de cierto modo, una alternativa y una promesa de cambio.

¿Una eventual derrota del Pacto Histórico?

Dos de las firmas encuestadoras más importantes dan como ganador en primera y segunda vuelta al Pacto Histórico. La tendencia si bien no es irreversible, pone en evidencia un crecimiento constante de Gustavo Petro y Francia Márquez, dejando a un lado los mitos sobre el techo de crecimiento de la coalición política que representan. De hecho, desde septiembre de 2020 Gustavo Petro no ha parado de crecer entre uno y dos puntos de diferencia entre cada una de las encuestas. Pablo Lemoin (Centro Nacional de Consultoría) y César Caballero (Cifras & Conceptos) han señalado dos asuntos que considero relevantes para comprender esta tendencia inédita previa a unas elecciones presidenciales en Colombia. En primer lugar, la imagen favorable de Petro, a finales del 2021, ha superado su imagen desfavorable. A juicio de César Caballero este es uno de los requisitos necesarios para el triunfo de determinado aspirante a la Casa de Nariño. Además, esta favorabilidad tiene como correlato la inmensa desaprobación que tienen no solo Iván Duque sino el propio Álvaro Uribe.

Ahora bien, hay un segundo aspecto igual de importante al primero. La segunda vuelta presidencial, que muy probablemente será entre Petro y Federico Gutiérrez, estará marcada por dos alternativas: por un lado, se encuentra el Pacto Histórico y, por el otro, la pretensión de impedir que Gustavo Petro y Francia Márquez lleguen al gobierno. No se están enfrentando dos visiones del gobierno de la sociedad, sino una promesa de cambio y un establecimiento dispuesto a impedirlo, incluso usando estrategias inconstitucionales, como la suspensión de facto de la ley de garantías, que la Corte, por cierto, declaró inconstitucional. El argumento sobre la seguridad nacional y el enemigo interno no pesan de la misma manera que en campañas anteriores. La impotencia del uribismo es entonces un peligro latente: al no haber una visión de mundo plausible no quedaría ninguna alternativa, sino la trampa, la corrupción y la violencia para mantener el actual estado de cosas.

Estos dos factores, sin duda, plantean una frágil pero contundente ventaja de la promesa del cambio del Pacto. Las múltiples izquierdas y los sectores progresistas de Colombia han logrado este inédito escenario. Sin embargo, hay un asunto que considero crucial: a quienes les corresponde asegurarlo y protegerlo no es a la izquierda, sino a los sectores de centro y de centroderecha. En el 2014 la izquierda, sin ningún miramiento, apoyó a Juan Manuel Santos para sepultar las aspiraciones destructivas del Centro Democrático. Hoy el escenario requiere de la misma disposición de parte de la centroderecha. Este apoyo marcaría no solo el triunfo del Pacto Histórico, sino su salvaguardia, su duración, e incluso, su contestación de parte de la derecha, en el marco, claro está, del respeto a las leyes de nuestra república.

En este momento me es imposible imaginar un escenario distinto. Si bien la derrota del Pacto Histórico también es una posibilidad, la abertura de un mundo que reitera las mismas violencias y las mismas formas de opresión nos arrojaría a un conjunto de situaciones muy dolorosas y a su vez muy impredecibles. Los sucesos históricos nos han mostrado que allí donde se suspende el antagonismo político y, por lo tanto, las leyes que lo protegen y lo aseguran, se da paso a un desenvolvimiento de formas extremas de violencia que tocan la puerta de cualquiera.

* Profesor de la Universidad Javeriana.

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